—Soy Roy Stone —declaró—. Soy básicamente un político, supongo. Oficialmente soy el sobresaliente para ocupar el cargo de Arconte de Asuntos Coloniales.
—Encantado —repuso Bernard ritualmente.
—Y yo soy Norman Dominici —se presentó entonces el de más corta talla, pero enérgico y fuerte como una pantera, cruzando la sala a grandes pasos, dando la impresión de una poderosa energía nerviosa—. Soy un biofísico… cuando no me encuentro metido en un lío como éste, en que se supone que vamos a ver tipos con caras verdes. Bienvenido a nuestro pequeño grupo, Bernard.
Sólo el Neopuritano no se ofreció a presentarse como habían hecho los demás. Permaneció donde estaba, junto a la pared pero sin apoyarse en ella. Bernard se sintió irritado ante la falta de cortesía de aquel hombre; pero su innato deseo de amistad, surgió de su interior captando lo mejor de su persona y se volvió algo incierto hacia el neopuritano, decidido a ser él quien diese el primer paso.
—Hola —saludó algo vacilante.
—Cuidado —le dijo Dominici en voz baja—. No es la clase de tipo amistoso que puede esperarse.
Aquel tipo imponente, se volvió hacia Bernard con lentitud. Era un verdadero gigante, debía tener como seis pies y ocho pulgadas de estatura[9] por lo menos. El neopuritano llevaba consigo el aire solitario y tímido y la mirada retraída con que ciertos muchachos crecen a enormes alturas de talla en edad precoz. Un muchacho de diez años que tiene seis pies de estatura, nunca suele reunirse con los chicos de su edad a quienes sobresale tan ostensiblemente y ese aislamiento por lo general, suele acompañarles en los años de su juventud y madurez.
—Me llamo Thomas Havig —dijo por fin el neo-puritano con una voz de tenor lírico, realmente sorprendente para su enorme estatura—. No creo que nos hayamos saludado antes, Dr. Bernard… si bien ambos hemos compartido las páginas de algunos periódicos y revistas especializados en un pasado reciente.
Los ojos de Bernard se dilataron llenos de sorpresa y perplejidad. ¿Sería posible…?
—¿Usted es, pues, Thomas Havig, de Columbia? —preguntó.
—Thomas Havig de Columbia, sí —repuso el hombretón—. El Thomas Havig que escribió Conjeturas sobre los morfemas etruscos Dr. Bernard. —Y la sombra de una sonrisa apareció por fin en los delgados labios de Havig—. Fue un artículo que pareció no apreciar usted mucho, según me temo.
Bernard miró a los otros dos hombres y finalmente volvió a encararse con Havig.
—Vaya… pues, sencillamente es que me encontré situado en una postura en que me resultaba absolutamente imposible aceptar sus premisas, Havig. Comenzando desde sus primeras exposiciones sobre la materia y llegando al final de su exposición lingüística. Desde mi punto de vista, usted contradecía de plano todo cuanto sabemos respecto a la cultura y a la personalidad etrusca. Para mí, usted sólo buscó el distorsionar el conocido cuerpo del conocimiento de la famosa y vieja cultura prerromana para encajarlo en su propia y personal filosofía preconcebida. Usted… usted simplemente manejó esos argumentos en una forma en que yo no los creí apropiados.
—Y en consecuencia —repuso Havig con calma— se tomó usted la molestia y la tarea de intentar destruir mi reputación y postura en la comunidad académica.
—Pues no señor, no debe creerlo así. Yo me limité a escribir una opinión contradictoria —repuso algo acaloradamente Bernard—. No podía leer sus declaraciones y dejarlas sin respuesta. Y el Journal vio con agrado su impresión. Por ello…
—Fue un artículo malicioso y difamante —repuso Havig sin levantar su voz al tono de Bernard—. Bajo el aspecto de un estilo erudito, usted me cubrió de un tremendo ridículo y propagó a los cuatro vientos mis creencias privadas…
—iQue eran de la mayor importancia para el argumento que presentó usted!
—De todas formas que se considere, Dr. Bernard, la suya fue una actitud muy poco académica. Su ataque contra mí de tipo emocional, nubló el aspecto de la publicación e hizo imposible ver a los lectores desinteresados qué punto de disensión existía realmente entre nosotros. Su artículo fue un despliegue de agudeza, pero difícilmente una refutación escolástica.
Stone y Dominici habían estado asistiendo hasta aquel momento, un tanto perplejos y confusos, a aquel fuego cruzado en forma de rápido intercambio de acusaciones. Entonces, decidió Stone que la cuestión había llegado ya demasiado lejos. Sonrió entre dientes, con la risa propia de un diplomático y dijo interviniendo.
—Caballeros, evidentemente son ustedes viejos amigos, aunque al parecer no se hayan saludado antes. ¿O podría decir, más exactamente, que son viejos enemigos?
Bernard miró irritadamente al neopuritano. Valiente fraude piadoso, pensó.
—Hemos tenido nuestros desacuerdos académicos —admitió Bernard.
—Bien, no irán ustedes a seguir llevando tales desacuerdos a lo largo de diez mil años luz de distancia, ¿verdad? —intervino entonces Dominici—. Eso haría las cosas condenadamente incómodas en esa astronave, si ustedes resuelven continuar batallando sobre esos morfemas etruscos durante todo el viaje, ¿no les parece?
Bernard sonrió abiertamente. No se hallaba particularmente dispuesto a ser amistoso hacia Havig; pero no se ganaba nada continuando semejante disputa. Las causas yacían más profundamente, como para ser resueltas fácilmente. Estaba convencido de que Havig le odiaba amargamente y que no haría nada para suavizar la cuestión; sin embargo, la armonía de la expedición era mucho más importante.
—Supongo que podremos olvidar a los etruscos en este viaje, ¿eh, Havig? Después de todo, nuestra disputa no ha sido más que una lluvia de verano.
Y extendió la mano. Tras un momento, la del neopuritano la tomó. El apretón fue breve y ambas manos cayeron pronto a los costados de sus respectivos dueños. Bernard se humedeció los labios. Tanto él como Havig habían batallado sobre lo que era, en definitiva, una cuestión de relativa poca importancia. Era una de esas disputas en las que se enzarzan los especialistas y en las que desde especialidades distintas, hallan un punto común de fricción. Pero constituía un mal augurio el que él y Havig formasen parte de la misma expedición; lo que les separaba fundamentalmente en sus creencias, llegaría a ser demasiado grande para permitir una real y verdadera cooperación.
—Bien —dijo Stone nerviosamente—, tendremos que salir dentro de pocos minutos.
—El Tecnarca dijo que lo haríamos a la noche —repuso Bernard.
—Sí. Pero ya estamos todos reunidos. Y la astronave y la tripulación están dispuestas. Por tanto, no hay caso en demorar la partida.
—El Tecnarca no malgasta el tiempo —murmuró Havig sombríamente.
—No hay en realidad mucho tiempo que perder —replicó Stone—. Cuanto más pronto salgamos y lleguemos a un acuerdo con esos seres extraños, más pronto tendremos la certeza de prevenir una guerra entre dos culturas.
—La guerra es inevitable, Stone —dijo Dominici convencido—. No hay que ser sociólogo para verlo. Dos culturas están en colisión. Creo que perdemos el tiempo con ir al espacio para evitar lo inevitable.
—Si es así como piensa —dijo Bernard—, ¿por qué viene usted con nosotros, Dominici?
—Porque el Tecnarca me lo ha pedido —repuso lisa y llanamente el interpelado—. No era precisa mejor razón. Pero no tengo la menor confianza en el éxito.
Una puerta iridiscente se abrió de par en par. El Tecnarca McKenzie entró con su robusta e impresionante persona vestida en sus ropas formales. Los Tecnarcas eran elegidos, tanto por su figura corporal como por otras muchas cualidades mentales.
—Caballeros, ¿se han presentado ustedes mismos ya?