—Sí, Excelencia —repuso Stone.
McKenzie dirigió a todos una sonrisa breve.
—Saldrán ustedes dentro de cuatro horas desde Australia Central. Utilizaremos el transmisor de materia de la habitación contigua. El Comandante Laurance y su tripulación están dispuestos y haciendo las comprobaciones finales para el viaje espacial. —Los ojos del Tecnarca fueron un instante desde Bernard a Havig y en sentido contrario—. Les he elegido a ustedes por sus especiales capacidades para esta gran empresa. Sé que algunos de ustedes han tenido algunas diferencias profesionales. Olvídenlas. ¿Queda esto bien comprendido?
Bernard hizo un gesto de asentimiento. Havig, a su vez, se comportó en igual forma.
—Bueno —dijo rápidamente el Tecnarca—. He designado al doctor Bernard como jefe nominal de la expedición. Todo lo que esto significa es que las decisiones finales tiene que tomarlas él, en caso de abocarse a un callejón sin salida. Si alguno de ustedes tiene algo que objetar que tenga la bondad de hacerlo ahora.
El Tecnarca miró a Havig. Pero nadie objetó nada. McKenzie continuó:
—No es preciso que les diga que tienen que cooperar con el Comandante Laurance y su tripulación, de todas las formas posibles. Son hombres magníficos; pero acaban de retornar de un viaje terrible por el espacio y casi sin respiro tienen que volverlo a hacer de nuevo. No toquen sus nervios por ningún concepto. Podría costarles a todos la vida si uno aprieta el botón equivocado.
El Tecnarca hizo una pausa como si esperase una pregunta final. Pero ninguno la hizo. Volviéndose, les condujo hacia el dispositivo de la transmateria próximo a la gran sala en que se hallaban, con él al frente. Le siguieron Stone, Havig y Dominici con Bernard finalmente.
Formamos un grupo singular para salir hacia las estrellas, —pensó Bernard—. Pero el Tecnarca tiene que saber qué es lo que está haciendo. Al menos, así lo espero…
IV
En los años de pacífica expansión del Arconato, había una cosa que el género humano se había olvidado de hacer: cómo esperar. La transmateria proveía la comunicación y el transporte instantáneos, desde cualquier punto dentro de un radio de 400 años luz de distancia de la esfera de la Tierra, que constituía su dominio, cualquier otro punto podía ser alcanzado instantáneamente. Semejante medio conveniente no había engendrado precisamente generaciones de hombres pacientes. De todos los hijos de la Tierra, sólo unos pocos, muy pocos, habían aprendido a esperar.
Y eran los espaciopilotos, los astronautas, que tripulaban las solitarias astronaves propulsadas por el plasma en las lejanías del espacio y la noche cósmica, llevando con ellos los generadores de la transmateria para hacer de sus destinos algo instantáneamente accesible a los hombres que después les siguieran.
Pero alguien tenía primeramente que hacer el primer viaje en solitario y con lentitud. Los hombres del espacio sabían cómo aguardar el paso de las horas vacías y los turnos cíclicos sin fin de guardias y relevos. A diferencia de los demás, las horas pasaban para ellos llenas de algo práctico que realizar.
El XV-ftl había dejado la Tierra a una aceleración de 3 G, dejando tras de sí un espectacular chorro de fuego estriado hasta alcanzar una velocidad de tres cuarto de la de la luz. La propulsión de plasma se cortaba entonces y la astronave se hundía en el espacio a un régimen de velocidad capaz de darle cinco veces la vuelta a la Tierra en un abrir y cerrar de ojos. Y sus cuatro pasajeros comenzaron a sufrir toda una agonía de impaciencia.
Bernard miraba sin comprender nada las páginas de su libro. Havig paseaba de un lado a otro. Dominici chirriaba los dientes y fruncía las arrugas de la frente hasta hacer que se juntasen sus cejas. Stone miraba hechizado por una de las claraboyas de la astronave, oteando el brillo helado de las estrellas como si quisiera hallar en ellas las respuestas de muchas preguntas sin palabras.
Los cuatro hombres habían sido alojados juntos en el compartimiento posterior de la esbelta nave. El Comandante Laurance y sus hombres estaban alojados en la parte delantera. Cuando hubo terminado el período de aceleración, Bernard subió hacia arriba para observar su trabajo. Era algo así como observar a ciertos sacerdotes de algún arcano rito. Laurance permanecía en el centro del panel de control como un árbol erguido en una tormenta, mientras que los demás, a su alrededor, llevaban adelante sus trabajos con la furia de una rabiosa energía. Nakamura, con los ojos recubiertos por el ocular de un dispositivo de astronavegación, recitaba cifras a Clive; Clive los integraba pasándolos a Hernández, quien a su vez los alimentaba dentro de una computadora. Peterszoon los correlacionaba; y Laurance finalmente, coordinaba. Cada hombre tenía su trabajo específico y todos lo ejecutaban igualmente bien. Bernard se alejó, impresionado por su aguda eficiencia y como sintiendo el temor de un laico frente a algo sagrado.
«No hay duda que piensan que todo eso es tan misterioso como escribir un soneto o formular un teorema de sociometría», pensó. La complejidad es todo una cuestión de punto de vista. Una situación especial de la filosofía relativística.
Las horas fueron pasando sin piedad. En algún momento más tarde de aquel «día» en el espacio, cuando los cuatro pasajeros se hallaban ya a punto de perder sus nervios, se abrió la puerta de su compartimiento y el miembro de la tripulación llamado Clive, entró.
Era un hombre de no gran talla, como si estuviera construido a escala reducida, con un rostro juvenil y burlón y unos cabellos extrañamente grises. Sonrió y dijo:
—Estamos pasando por la órbita de Plutón. El Comandante Laurance me encarga que les diga que a partir de ahora y en cualquier momento se hará la conversión del tiempo-masa.
—¿Habrá alguna advertencia… o sencillamente ocurrirá? —preguntó Dominici.
—Lo sabrán ustedes. Sonará un gong. No deben perder esa señal.
—Gracias a Dios que salimos del sistema solar —exclamó Bernard fervientemente—. Creo que la primera singladura del viaje iba a durar para siempre…
Clive emitió una risita entre dientes.
—¿Se ha dado usted cuenta de que ha cubierto seis mil millones de kilómetros en menos de un día?
—Aún así me parece demasiado tiempo.
—Pues los hombres del espacio medievales hubieran estado encantados de haber llegado a Marte en un año —dijo Clive—. ¿Le parece poco? Debería meditar un poco lo que significa la propulsión plasmática en un salto entre las estrellas. Como cinco años en una pequeña astronave, hasta poder plantar un dispositivo de transmateria por ejemplo en Betelgeuze XXIX. Entonces aprendería usted a tener paciencia.
—¿Cuánto tiempo permaneceremos en el hiper-espacio? —preguntó Stone.
—Diez y siete horas. Después se llevará algunas pocas horas en decelerar. Puede considerar un día completo entre este momento y el del aterrizaje de nuestro objetivo. —El hombrecito mostró sus dientes amarillos—. ¡Trate de imaginarlo! ¡Un día y medio en cubrir diez mil años luz y aún se quejan!
Soltó una carcajada de resignación, se golpeó el muslo con la palma de la mano y se dispuso a marcharse. Bernard y los otros observaron al tripulante sin comentario alguno. Clive volvió a ponerse serio.
—Recuerden: cuando oigan el gong, estaremos haciendo la conversión.
—¿Deberemos sujetarnos con los cinturones de seguridad?
Clive denegó con un gesto.
—No hay cambio en la velocidad; no sentirán ustedes ningún tirón. —Entonces hizo un guiño—. Tal vez no sientan nada en absoluto. Ya saben que esto es algo nuevo, en volar a mayores velocidades que las de la luz.
Nadie replicó. Clive se encogió de hombros y salió, cerrando el mamparo de la cabina tras él. Bernard rió: