—Tiene razón, desde luego. Somos unos perfectos idiotas siendo impacientes. Es sólo la costumbre de ir a cualquier parte al instante lo que nos hace sentirnos así. Para ellos, este viaje debe parecer ridículamente rápido.
—A mí no me importa nada lo que les parezca a ellos —opinó Dominici—. El estar sentado en una cabina reducida como ésta durante horas y horas, es como un infierno para mí. Y creo que para el resto de nosotros.
—Quizás ahora pueda usted aprender a saber por sí mismo lo que es la existencia de la falta de comodidad —intervino Havig solemne—. La impaciencia es imprudente. Conduce a la irritación, la irritación a la rudeza y la rudeza al pecado. Pero…
Dominici se volvió como impelido como un resorte para encararse con el neopuritano, con todos los músculos tensos. El biofísico restalló irritado:
—¡No vaya a largarme ahora alguno de sus piadosos sermones, Havig! Me encuentro tenso y nervioso y maldito si me gusta que me lo recuerden. Las palabras no van a cambiar las cosas. Y además…
—No, las palabras, no —repuso Havig con ecuanimidad—. Pero las verdades que yacen tras las palabras sí que son importantes. La verdad de verse a usted mismo en relación con la Eternidad…, el saber que cualquier demora momentánea no tiene ninguna importancia…, el ver el lugar que ocupa en el vasto mecanismo del universo…, eso sí que puede ayudar a cualquiera a superar la irritación de la impaciencia.
—¿Quiere guardarse sus ideas para sí mismo? —gritó Dominici literalmente.
—Vamos, vamos, ustedes dos… —interrumpió Stone. El diplomático parecía sentirse en su papel de mantenedor de la paz en la expedición—. Cálmese, Dominici. La cosa no es para tanto. No va usted a hacer las cosas más fáciles para nadie poniéndose así. Por favor, tenga un poco de calma.
—Ha sido provocado —opinó Bernard, mirando irritado a Havig—. Mr. Sombrío está en el rincón para darnos conferencias. Eso es ya suficiente para sacar de quicio a cualquiera. Me sorprende que no haya usted traído un brazado de panfletos de propaganda para repartirlos, Havig.
Una sombra de diversión pareció brillar en los ojos del neopuritano.
—Les presento mis excusas, señores. Sólo trataba de aliviar la tensión que están sufriendo y no incrementarla. Tal vez he cometido un error al hablar. Me pareció que ése era mi deber, eso es todo.
—No somos material convertible —protestó Bernard desafiante.
—Nosotros enseñamos; pero no intentamos hacer prosélitos —repuso Havig sin perder la calma—. Sólo intentaba ser de alguna utilidad.
—No hacía ninguna falta.
Pero… ¿dentro de dónde?
¿En qué clase de universo?
La mente de Bernard no pudo formarse la menor imagen comprensible de la realidad. Todo lo que sabía era que entrarían todos ellos en una especie de universo próximo; pero distinto, donde las distancias dejan de tener significado en cifras y donde los objetos podrían ocupar simultáneamente el mismo espacio. Un universo que había sido calculado y precisado ¿hasta qué límite de precisión? —se preguntó—, en cinco años de trabajos experimentales y ahora estaba siendo navegado por unos hombres que irrumpían hacia su interior; pero con el más nebuloso de los conceptos de dónde se hallaban o a dónde podrían ser conducidos.
El tremendo zumbido aumentó de potencia.
—¿Cuándo va a ocurrir? —preguntó Stone.
Bernard se encogió de hombros. En el silencio reinante, se escuchó a sí mismo decir:
—Supongo que se llevará a los generadores un par de minutos en conseguir la carga precisa. Después, saldremos disparados a su través…
Y llegó el cambio.
La primera sensación fue el parpadear de las luces, sólo momentáneamente, como si la inmensa carga de energía hubiese debilitado las dinamos de la astronave. El efecto inmediato, fue físico. Bernard se sintió aislado, cortado del resto del mundo, apartado de todo lo que sabía y confiaba, como esparcido en la oscuridad de una forma tan poderosa algo más allá de toda comprensión para un hombre mortal.
La sensación pasó pronto. Bernard respiró pro-tiéndose un tanto desamparado. Havig movía silenciosamente los labios como rezando una plegaria, los ojos abiertos aunque perdidos en la contemplación de la Eternidad, entonces tan próxima. De la garganta de Dominica, surgían murmullos enronquecidos que eran perceptibles en toda la cabina, recitando una letanía de palabras en latín, lengua antiquísima que Bernard conocía por sus estudios. Stone, evidentemente como Bernard, un hombre sin filiación religiosa, había perdido algo de los rosados colores de sus mejillas, y permanecía echado sobre la pared opuesta, intentando dar la sensación de que nada le importaba. Y todos esperaron.
Si las horas transcurridas desde el despegue de la Tierra les habían parecido largas, los minutos que siguieron entonces parecieron eternidades. Nadie habló una palabra. Bernard estaba sentado en su litera, preguntándose si era el miedo lo que había dejado tan seca su lengua.
No tenía ninguna clara idea de qué efecto podría producirse anticipadamente al hacer la conversión translumínica. Los momentos fueron pasando, y después sintió una extraña vibración y un sonido potente aunque a baja escala auditiva. Seguramente debería tratarse de los generadores de alto potencial Daviot-Leeson. Bernard conocía de la teoría, lo que cualquier otro hombre inteligente, aunque profano en la especialidad. En unos momentos, un incalculable impacto de energía incidiría con violencia cósmica, desgarraría el continuo espacio-tiempo y crearía un acceso a través del cual el XV-ftl pudiera deslizarse en el hiperespacio.
Stone suspiró.
—¡Valiente puñado de embajadores somos, como para llevar a cabo un acuerdo a escala cósmica! Dentro de nada se estarán tirando unos a otros a la garganta, si esto sigue así…
El gong sonó repentinamente, resonando a través de la cabina con un impacto que todos oyeron perfectamente. Era una vibración profunda, repetida tres veces y que se fue desvaneciendo lentamente hasta perderse en la última escala armónica de los sonidos perceptibles.
La disputa cesó como por encanto, como si una cortina hubiese caído entre los elementos que la llevaban a cabo.
—Estamos haciendo la conversión —murmuró Dominici.
Y se volvió de cara a la pared. Bernard comprobó con la mayor sorpresa, al observar el movimiento del codo de Dominici, que la mano correspondiente del que parecía un biofísico escéptico estaba trazando la señal de la Cruz. Bernard se sintió a disgusto. Aunque no era en sí hombre religioso, deseó íntimamente, en cierta forma, el haberse podido encomendar a alguna deidad providente que le hubiese proporcionado algún consuelo a su espíritu. Tal y como era, sólo podía esperar en la buena suerte. Se sintió momentáneamente solo, con la infinita oscuridad de la noche del Universo a escasas pulgadas de distancia, del otro lado del casco de la astronave. Y muy pronto, ni siquiera el universo estaría tampoco allí al penetrar en la distorsión del hiperespacio.
Miró a sus otros compañeros de expedición, sin-fundamente aliviado. Después de todo nada resultaba diferente. La sensación de soledad y de aislamiento, de separación, todo había sido seguramente un efecto imprevisto de su exaltada imaginación.
—Mire por la escotilla —dijo Stone cpn una voz apenas audible—. Las estrellas… ¡no están en ninguna parte!
Bernard giró rápidamente su cuerpo. Era cierto. Un momento antes, la claraboya, en forma de pantalla de televisión que estaba inserta en la misma estructura metálica del casco de la astronave, había brillado con la gloria radiante de las estrellas. Cataratas sin fin de fúlgidos resplandores habían salpicado el cielo de la Vía Láctea, notándose la presencia inmediata de los planetas, tales como el rojizo Marte y Venus, como una joya tallada.