– ¿No lo está investigando?
– Me ha asegurado en persona que su equipo mantendrá abierta esa línea de investigación, pero no cree probable que lleve a ninguna parte.
– ¿Y eso?
– Es un caso muy llamativo, todo un caramelo, tal como está ahora. Y estoy segura de que Gutierez y Harrison no tienen ninguna gana de sondear tus pistas.
Tim pensó en los hierbajos secos a la salida de la cabaña de Kindell, la tierra blanda en la que quizá quedaron huellas o roderas de otros neumáticos. Recordó cuántos vehículos habían pasado por allí -incluidos Oso y él en la camioneta-, antes de que llamaran al equipo forense, contaminando el escenario y eclipsando pistas. Encima de la intensa pena, la sensación de culpabilidad le pareció más abrumadora todavía.
– No hago más que pensar en que tendré que encargarme de los preparativos, como suele decirse. -Dray torció el gesto como si fuera a llorar, pero no llegó a hacerlo.
Tim se sirvió una taza de café y se concentró en el gesto para olvidarse del padecimiento siquiera durante un instante.
– ¿Recuerdas la merienda de la policía, cuando Ginny tenía cuatro años?
– No sigas por ahí -dijo Tim.
– Llevaba aquel vestido a cuadros amarillos que envió tu tía. Pasó un avión por encima y ella preguntó qué era. Tú le dijiste que era un avión y que dentro iba gente.
– No hagas eso.
– Y ella levantó la mirada, lo midió en comparación con su pulgar regordete y… ¿recuerdas lo que dijo? «Ni pensarlo», exclamó. No creía que ahí pudiera caber gente. -Le corrió una lágrima por la mejilla-. Por entonces tenía el cabello rizado. Lo recuerdo como si aún pudiera tocarlo.
Llamaron al timbre y Tim se levantó para ver quién era, agradecido de que los interrumpieran. En el umbral estaban Mac, Fowler, Gutierez, Harrison y algunos otros agentes que la noche anterior se encontraban en el bar. Todos se habían quitado la gorra, como vendedores a domicilio en un gesto fingido de deferencia.
– Esto…, Rack, queríamos… -Fowler lanzó un fuerte carraspeo. Olía a café y a alcohol rancio. Dio la impresión de que se contenía-. ¿También está Dray?
Tim notó que le tiraban de la cintura del pantalón por detrás. Era Dray, que se puso de puntillas y apoyó la barbilla en su hombro.
Fowler la saludó con un gesto de la cabeza y continuó:
– Queríamos disculparnos. Por lo del bar. Y también por lo de antes. Fue… una noche muy dura para todos, bueno, ni remotamente tan dura como para vosotros, ya lo sé, pero nosotros tampoco estamos acostumbrados a… Bueno, el caso es que hemos sacado los pies del tiesto cuando menos os convenía y… bueno…
Gutierez tomó el relevo:
– Estamos arrepentidos.
– Nos hemos puesto las pilas -dijo Harrison-. Con el caso. Hemos puesto toda la carne en el asador.
– Si podemos hacer algo… -se ofreció Mac.
– Gracias -dijo Tim-. Os agradezco que hayáis venido.
Permanecieron unos instantes donde estaban con gesto envarado y luego se adelantaron uno a uno para estrechar la mano a Tim. Fue una ceremonia formal bastante tonta, pero a Tim le resultó igualmente conmovedora. Dray lo sujetaba por detrás, un tanto trémula.
Los agentes se alejaron por el sendero de entrada y luego los coches de patrulla partieron uno tras otro. Tim y Dray siguieron la procesión con la mirada hasta perder de vista el último vehículo.
Las cuarenta y ocho horas siguientes transcurrieron aburridas y dolorosas. Cada acto resultaba pesado y aterrador, lleno de giros ocultos y rincones oscuros: el tener que llamar a parientes y amigos, el provocar que les dejaran sacar del centro forense el cadáver de Ginny, recibir noticias sobre la acusación que preparaba la fiscal contra Kindell… Hasta la tarea más sencilla dejaba a Tim y Dray agotados por completo.
Kindell, que, como es natural, se mostraba reticente a permanecer en prisión preventiva, prefirió no dejar que pasara mucho tiempo y exigió que se celebrara la vista preliminar de inmediato. Dray se enteró de que el abogado de oficio había elevado un recurso 1538 para que no se admitieran ciertas pruebas. Se puso hecha una furia y llamó al despacho de la fiscal, pero le aseguraron que el recurso no tenía mayor importancia, pues los abogados de oficio los presentaban una y otra vez para curarse en salud y que los dejaran en paz los letrados de apelación. El que el abogado de oficio estuviera acotando el terreno no era lo peor; tenía reputación de ser un bala perdida, y lo último que les convenía era que Kindell presentara una reclamación después del juicio por no haber tenido representación legal adecuada.
El teléfono sonaba una y otra vez con llamadas de investigadores, gente que quería mostrar su apoyo, periodistas… Los timbrazos eran una desconcertante melodía de orquestilla para el desfile de bandejas cubiertas con papel de plata y ojos entornados de compasión. Pero, a pesar de los detalles traumáticos y las torturas menores, los días se veían definidos por una falta de acontecimientos exasperante, todo sonido y furia sin apenas avance alguno, como si intentaran correr sobre hielo.
El incesante martilleo de la pena y el estrés dejaron a Tim y Dray con escasos y endebles recursos. Aunque intentaban consolarse mutuamente, abrazarse, llorar juntos, su dolor parecía agravarse con la desdicha del otro y su propia incapacidad para mermarla. Ambos se encontraron cada vez más sumidos en su propio dolor, incapaces de hacer el esfuerzo de escapar de él.
Empezaron a guardar una distancia respetuosa el uno del otro, como si fueran compañeros de piso. Sesteaban a menudo, aunque siempre por separado, y rara vez comían, a pesar de que tenían la nevera llena de bandejas de plástico traídas por vecinos y amigos casi a cada momento. Cuando establecían contacto, era en encuentros breves y excesivamente amables, parodias de vida doméstica. Con sólo ver a Dray, Tim notaba una intensa punzada de vergüenza por no ser capaz de arroparla como era debido. Era consciente de que Dray veía reflejada en su rostro la misma devastación que la afligía a ella.
Desde la oficina de la fiscal del distrito se ocuparon de mantenerlos al tanto de todo lo que ocurría, aunque también tuvieron buen cuidado de contarles sólo lo imprescindible. Dray, al charlar con sus colegas, iba enlazando retazos de información sobre las pesquisas de Gutierez y Harrison; así llegó a saber que éstos habían dejado de lado la teoría del cómplice para centrar todas sus energías en apuntalar la acusación contra Kindell.
Tim pensaba en el cobertizo de Kindell con regularidad obsesiva, repasaba una y otra vez cada detalle, desde el suelo manchado de aceite y resbaladizo hasta el intenso olor a diluyente de pintura que había en él.
«No debía matarla.»«El no…»Cinco palabras que habían abierto un abismo de duda. El dolor de la ignorancia casi se equiparaba al dolor de la pérdida, porque sometía a la pena de Tim a un sórdido juego de reflejos distorsionados que la aumentaba unas veces y otras le daba una forma distinta por completo. Lloraba su pérdida sin saber los parámetros exactos de lo que lloraba: Ginny estaba muerta, pero lo que había sufrido y la responsabilidad de ese sufrimiento eran lienzos en blanco a la espera de la última encarnación, la última proyección de ira y horror. Kindell había resultado ser una presa bastante buena para saciar el apetito de los detectives y la fiscal, pero Tim era consciente de que quedaban otros retretes que vaciar. La progresión de atrocidades que habían colmado las horas postreras de su hija seguían en alguna parte, anquilosadas en la historia, a la espera de ser reconstruidas.
El miércoles por la noche Dray y él salieron a dar una vuelta en coche; era su primera salida desde la muerte de Ginny. Permanecieron sentados en silencio, incómodos, deseosos de que el movimiento y el aire fresco de la noche les permitiera recuperar la compatibilidad. De camino a casa pasaron por delante de McLane's. Dray estiró el cuello y se fijó en los vehículos que había en el aparcamiento oscuro.