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Recorrió el resto de la casa para echar un vistazo. En la habitación del fondo había una mesa plegable con una balanza y un par de kilos de un polvo que debía de ser cocaína o heroína del sudeste asiático. En el rincón opuesto se veía una cámara de vigilancia sobre un trípode derribado. Tres gruesas barras de seguridad inmunizaban la puerta trasera contra las entradas imprevistas.

Sobre el linóleo de la cocina había un cuarto cadáver, correspondiente a un blanco, con el pecho abierto por un proyectil de mayor calibre. Un cuerpo de talego: cantidad de tatuajes y los triángulos de los músculos dorsales destacados en el torso voluminoso. Un AK-47 tirado junto a él, la correa todavía enganchada al cuello. Debía de ser el vigilante, a juzgar por su aspecto. En una de sus manos había un teléfono que emitía leves pitidos, y tenía enrollado en torno al antebrazo un cable negro.

De pie sobre el cuerpo, Tim cerró un ojo y miró por el agujero de bala que habría en la ventana, lo que le permitió ver un edificio quemado y deshabitado a unos ciento veinte metros de allí, separado de la casa por un jardín trasero sorprendentemente amplio y un solar vacío. Un disparo impresionante. Como tirador de precisión del Equipo de Operaciones Especiales, Robert probablemente se servía de un McMillan calibre 308, modelo policial.

Regresó al salón y examinó la cámara de vigilancia derribada. Faltaba la cinta, cosa que no le sorprendió. Siguió el serpenteo del cable eléctrico hasta un enchufe que vio detrás de una mininevera. Cuando abrió la puerta del electrodoméstico, le salió al encuentro una vaharada de aire húmedo y rancio. Temperatura ambiente. Salvo por una capa de moho en el estante de plástico, la nevera estaba vacía. Desenchufó el aparato de la pared y conectó una lámpara que encontró en el lado opuesto de la habitación. Apretó el interruptor. Nada. Un enchufe estropeado.

La cámara de seguridad era falsa.

Escudriñó la sala y reparó en un espejo colgado en la pared. Se acercó y apoyó la punta de la mira del arma en el vidrio. No había fisura entre la mira y su reflejo. Tiró del espejo pero no cedió, de modo que hizo añicos el cristal con la culata del arma en su mano enguantada.

Desde el nicho abierto en la pared le observó con mirada curiosa el objetivo de una cámara de vídeo portátil. Sacó la cinta del aparato antes de volver a introducirlo por las fauces melladas del espejo. Camino de la salida, se agachó sobre el cadáver de Rhythm y examinó lo que quedaba de su famosa cara.

Le habría gustado sentir cierta pena.

Condujo durante quince minutos antes de encontrar un establecimiento de la cadena Circuit City. Se decidió por un televisor con reproductor de vídeo incorporado porque los tenían en la esquina más apartada. Rebobinó la cinta aproximadamente una hora y luego pasó a cámara rápida la película, en blanco y negro y con muy mala definición. El plano abarcaba la mayor parte del salón y la puerta delantera. Le sorprendió la buena calidad del sonido.

Rhythm iba de acá para allá por la habitación, dando saltitos que hacían vibrar su barriga mientras hablaba por el móvil y gesticulaba como loco con la mano. El vigilante que se había encontrado tumbado en la cocina estaba perfectamente estático junto a la puerta, los brazos cruzados, una mano aferrada a la otra muñeca, el AK colgado del hombro. El otro blanco salió de la habitación del fondo con un par de kilos de merca en las manos. El chaval negro iba a su lado. El chico entrechocó la mano con Rhythm y desapareció en el cuarto de baño cerca de la puerta trasera. Cuando el blanquito le tendió uno de los paquetes a modo de ofrenda, Rhythm metió una de sus manazas en la bolsa y se pasó la yema empolvada por las encías.

El agudo timbrazo del teléfono interrumpió una incipiente conversación centrada en poner por las nubes al difunto rapero Biggie Smalls. El vigilante descolgó el auricular del teléfono fijo junto a la puerta principal.

– ¿Sí?

El teléfono siguió sonando. Apartó el auricular y lo miró. Luego se dirigió hacia la cocina.

– ¿Ya se ha jodido el teléfono? -exclamó Rhythm. Ahora ya casi bailaba, hincaba las rodillas y se meneaba siguiendo el compás-. Pero si lo acabo de comprar.

Tim reparó en unas sombras que se movían debajo de la puerta principal, acercándose por el lado de la cerradura.

El vigilante desapareció del plano. El micrófono apenas recogió el frágil sonido del cristal al hacerse añicos: la bala del francotirador.

Entonces se abrió la puerta delantera con tanta fuerza que el pomo se incrustó en la pared contraria. Entró Mitchell a la carga, aferrado con ambas manos a su 45.

Rhythm dejó de saltar. Las manos del blanquito, sin soltar los paquetes de coca, se alzaron y se separaron en un mismo movimiento. Sin pensárselo dos veces, Mitchell le metió dos tiros, y el tipo reculó con paso inseguro, rebotó en la puerta del baño y se desplomó de bruces como un tablón. Los paquetes de coca que había dejado caer al primer impacto produjeron sendas nubecillas blancas al estrellarse contra el suelo.

Rhythm, cuyo amplísimo rostro estaba contorsionado en una expresión de furia ciega, se lanzó hacia Mitchell y sus Nike de la vieja escuela resbalaron sobre la cocaína desparramada justo cuando el gemelo dirigía la mira hacia él. Le fallaron las piernas y se desplomó hacia delante, ciento cincuenta kilos largos de carne contra el deslustrado parqué.

Mitchell cruzó la habitación como un rayo, una rodilla por delante y la otra pierna doblada a la zaga, los codos desplegados, ambas manos cogidas al 45, que dio la impresión de planear por el aire para ir a detenerse contra la frente de Rhythm.

Este lanzó un gruñido potente y se estremeció, inmóvil cual ballena varada. Puso los ojos en blanco, abiertos de par en par y aterrados, la parte inferior del iris posada sobre una media luna blanquecina.

– Rhythm -le dijo Mitchell a voz en cuello-, ahora vas a saber lo que es el blues.

Le temblaron los brazos por causa del retroceso, y la cabeza de Rhythm sufrió una sacudida y arrojó una rociada. Mitchell estaba en pie y regresaba hacia la puerta, cubriendo toda la habitación con la pistola.

La puerta del cuarto de baño, entreabierta tras el topetazo del blanco, continuó abriéndose. La cabeza de Mitchell y su pistola quedaron fijas en algo, probablemente el negro delgaducho en el interior. Un instante después salió el chico poco a poco, con los pantalones desabrochados y las manos levantadas para enseñar las palmas vacías.

El muchacho intentaba disimular su terror, más que evidente:

– No he visto nada. Voy a darme media vuelta y me voy a largar. Muy despacio.

Se volvió y salió de plano hacia el pasillo del fondo. Mitchell lo siguió con la mirada. El 45 se vino abajo y luego volvió a levantarse para efectuar dos disparos.

– Pues muy bien, colega -dijo Mitchell.

Un leve chirrido anunció que un vehículo se acercaba al bordillo. Mitchell cogió la cinta de seguridad falsa, reculó y salió por la puerta principal. Había estado en la casa apenas dos minutos.

El motor del vehículo, que no se había llegado a ver en ningún momento, aceleró y se perdió.

Tim paró el vídeo y sacó la cinta. Cuando se dio media vuelta, una vendedora de unos diecisiete años estaba plantada en medio del pasillo con los ojos fijos en la pantalla, ahora sin imagen. Abrió la boca, pero no llegó a emitir ningún sonido. Se tiraba de los dedos con las manos cogidas sobre el vientre.

Ella y Tim se sostuvieron la mirada durante un momento atroz.

– Lo siento -dijo él.

La dejó allí, moviendo los labios para no decir nada.

Habían reventado tantas veces la puerta trasera, cubierta de pintadas, que estaba torcida con respecto al marco. Cuando Tim le propinó un empellón, se abrió dejando el pomo y el trozo de madera circundante adheridos a la jamba.