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El edificio de apartamentos olía a orina y ceniza. Parte del interior estaba quemado, pero la estructura aún se mantenía en pie. Allí donde las llamas habían ardido con más intensidad cerca de la entrada, un hueco semicilíndrico surcaba las cuatro plantas hasta el tejado. En el tramo de escalera hacia la primera planta un montón de heces humanas aguardaba a Tim. Cada piso tenía tres habitaciones en la parte de atrás, encaradas al escondrijo de Rhythm. Con la linterna dirigida hacia el suelo, Tim fue recorriéndolas en busca del mejor ángulo de la ventana de la cocina del traficante, a poco menos de cien metros. Una grúa con martillo de demolición aparcada en el solar impedía ver esa ventana desde las habitaciones del centro, de modo que Robert debía de haberse visto obligado a elegir las de los lados. La tercera planta ofrecía un ángulo demasiado elevado y no permitía ver apenas el interior de la cocina, de modo que regresó al segundo piso y lo inspeccionó con más atención.

Era consciente de que no iba a tener la suerte de encontrar un casquillo, porque los 308 se accionan manualmente: hay que retirar la guía para que salte el casquillo después de disparar. Robert había hecho un único disparo, supuso Tim, de modo que ni siquiera había tenido que molestarse en retirar la guía. E incluso si hubiera vuelto a cargar el arma, su profesionalidad le habría impedido dejar ningún rastro, sobre todo un casquillo del calibre 30 con una bonita huella dactilar.

En las dos habitaciones laterales del segundo piso no le llamó nada la atención. Pensó en lo rápido que había aparecido Robert en casa de Rhythm con el vehículo preparado para huir: menos de dos minutos. La primera planta estaba mucho más cerca del vehículo aparcado a la salida. Tim bajó otro piso y se acuclilló en el umbral de la habitación de la derecha para tener mejor ángulo con la linterna. La capa de polvo delante de la ventana, oscurecida con ceniza, estaba hollada en dos puntos.

Un bípode.

Se acercó a la ventana, se sentó donde lo había hecho Robert y respiró un rato mientras daba vueltas a lo que sabía.

Si tenía acceso a una posición frontal, Robert prefería abordar el disparo desde la derecha.

Le gustaba la ventaja táctica de la elevación.

Usaba un bípode. Prefería sentarse a tumbarse.

A la hora de derribar una puerta, Mitchell se aproximaba por el lado de la cerradura.

No dejaban ningún testigo tras de sí.

Tim cerró los ojos y pensó en el disparo, la carrera hasta la planta baja, el breve trayecto hasta la casa para recoger a Mitchell. Dio vueltas a la estrategia de los Masterson mentalmente como si fuera un nudo difícil de deshacer.

Los gemelos eran conscientes de que no tenían la menor oportunidad de entrar por las bravas con el vigilante del AK-47 preparado junto a la puerta. Todas las ventanas de la parte delantera de la casa quedaban ocultas por el muro de estuco. La única ventana que ofrecía ángulo a un francotirador era la de la cocina.

¿Cómo llevar al tipo duro hasta allí?

El vigilante había contestado al teléfono fijo, el que solía coger, y se lo había encontrado averiado. Tuvo que ir a la cocina para hacerse con el segundo teléfono más cercano, lo que le había llevado hasta el punto de mira.

No había sido una simple cuestión de suerte.

Tim pensó en la entrada de Mitchell, cómo había accedido a la sala con aplomo y agresividad. No había perdido un solo segundo en dar un repaso al espacio.

Robert y Mitchell entraron antes, averiaron el teléfono fijo al lado de la puerta y se hicieron una idea de la distribución de la casa. La puerta de atrás del escondite contaba con triple barra de seguridad, de modo que sin duda abrieron la cerradura de la puerta principal.

Cuando pensó en lo que eso conllevaba, notó el cosquilleo del sudor que le afloraba en la nuca.

Salió a la calle, rodeó la manzana y entró por la puerta principal del escondite de Rhythm. Seguía entornada, tal como la había dejado. Se puso en cuclillas y estudió la cerradura de la puerta: una Medeco de doble cilindro, con seis tumbadores dentro para joderte el día. Era imposible que Robert y Mitchell la hubieran abierto sin ayuda de un profesional.

Pasó la yema de un dedo enguantado por la bocallave y la retiró lustrosa de aerosol lubricante.

Capítulo 36

– La propuesta sigue en pie. -Tim se apoyó en el interior de la cabina telefónica. Se había puesto en contacto con Oso a través de la mesa de operaciones-. Os ofrezco mi cooperación. No necesito la vuestra.

– Estupendo, porque no te la vamos a ofrecer. -Oso tenía la voz quebrada; la boca, seca-. Perdona que esté irritado, pero es que acabo de vomitar.

– Ya te cabrearás conmigo luego, y con toda la razón. Pero, de momento, coge el lápiz y escucha. -Tim le alertó de corrido sobre el desaguisado que le aguardaba en el escondite de Rhythm y la implicación del Cigüeña que debía de estar mejor escondido que un nazi en una selva argentina. Quería que el Servicio Judicial pusiera toda la carne en el asador.

Cuando acabó, Oso dijo:

– Escucha. Voy a seguirte el juego, pero quiero que quede bien clara una cosa. Tannino no va a prestarse a esto. Quiere pillarte y los muchachos te siguen los pasos. Yo estoy a las órdenes de Tannino. Cuando me diga que te eche el guante, voy a hacerlo.

– Ya lo entiendo -dijo Tim-. Siempre puedes jugar a dos bandas.

El leve eco de una risa monocorde.

– No tengo otro modo de ayudarte.

– Pues ayúdame.

Una larga pausa.

– No había muchas pruebas en casa de Rayner. En su despacho tenía un montón de información sobre ti, como bien sabes, pero no mucho más. Te ponía los pelos de punta. Y ya que hablamos del asunto, no sabía que tuvieras crisis de ansiedad después de lo de Croacia.

– No eran crisi… -Tim respiró hondo-.Venga, Oso. ¿Qué más?

– Kindell estaba a salvo. No quería venir a comisaría. No confía en la protección policial, y no me extraña. Además, lo cierto es que no podíamos justificarlo, porque no parece un objetivo en absoluto. Y lo más gordo: Dumone se ha pegado un tiro en la boca esta tarde en el hospital.

Aunque se había preparado para recibir la noticia, le llevó un momento cobrar ánimo para volver a hablar.

– ¿Va a informar Tannino sobre el caso a los medios de comunicación?

Una larga pausa.

– Mañana por la tarde.

– ¿Hasta qué punto? ¿Voy a salir en las noticias?

– Eso no te lo voy a decir. -Tim oyó a Oso acumular flema y lanzar un escupitajo-. Tengo cosas que hacer.

– Muy bien. Hazme otro favor.

– Creo que ya hemos superado el límite.

– Ananberg tenía un ridgeback rodesiano. Un perro de raza. Probablemente está encerrado en su apartamento, muerto de hambre y a punto de mearse por todas partes. Si lo encuentran los investigadores, acabará en una perrera. Ve a recogerlo. De todos modos, te vendrá bien un poco de compañía.

Oso lanzó un gruñido y colgó.

A continuación, Tim probó suerte con los Nextel de Robert y Mitchell, pero los buzones de voz saltaron de inmediato. Luego llamó al Cigüeña y le salió un mensaje que advertía de que el número estaba fuera de servicio. El Cigüeña era lo bastante avispado desde el punto de vista tecnológico para tener en activo aunque sólo fuera el viejo Nextel; ya debía de haberlo tirado a la basura para adquirir uno nuevo.

La autopista estaba sorprendentemente despejada a las once y media de la noche. En torno a los haces de luz de los faros de Tim revoloteaban nubecillas de neblina. Se desvió y aparcó a unas cuatro manzanas del domicilio de Erika Heinrich por si había alguien más -ya fuera agente de policía o asesino- vigilando la casa. Le llevó media hora, pero registró las dos manzanas colindantes, inspeccionando coches aparcados, tejados y arbustos.