– De acuerdo. ¿Vas a ir tras ellos mañana? -preguntó Dray.
– A primera hora.
– Llámame y ándate con cuidado.
– Eso haré.
Colgaron.
Tim permaneció sentado y sopesó cómo abordar el asunto por la mañana. El Cigüeña era el eslabón más débil, probablemente el mejor dispuesto a transigir para salvar el cuello, en el caso de que Tim lograra dar con él y apretarle las tuercas. Se acordó de la factura que había visto arrugada en el sujetavasos de la camioneta que alquiló el Cigüeña. Daniel Dunn. Agencia de alquiler de vehículos VanMan.
Una pista sólida, a menos que el Cigüeña hubiera dejado allí el recibo sólo para que Tim lo viera. No le parecía probable que intentara liarlo, porque había dado con la factura justo antes de lo de Debuffier, cuando la Comisión no tenía una actitud tan abiertamente contenciosa.
Pondría manos a la obra a primera hora de la mañana.
El agotamiento se cebó en él de golpe, como si hubiera estado acumulándose de cara a una emboscada. Llevaba cerca de cuarenta y cinco horas sin dormir, y el breve sueño empapado de alcohol que había descabezado entonces, aovillado en la cama de Ginny, no había sido precisamente reparador.
Se tumbó en el colchón con la mirada clavada en el techo, de una textura parecida al requesón. Le recordó a la carne recién quemada. Sus pensamientos se remontaron a Ginny sobre la mesa del forense, a lo que había visto al retirar la sábana de color azul hospital, al sonido de la sábana al ser levantada.
Podría haberse dormido con imágenes más agradables, pero lo cierto era que no estaba en su mano elegirlas.
Capítulo 37
Se levantó con las primeras luces del alba, una vieja costumbre que adquirió con los Rangers y volvía a aflorar en situaciones de mucho estrés. En el boletín matinal de KCOM, una periodista menos atractiva y también menos marcadamente étnica que Yueh dio la noticia de un homicidio doble en Hancock Park. A William Rayner, claro, lo mencionaron por su nombre, y a Ananberg la describieron como una «joven profesora adjunta». Las autoridades, como era de esperar, estaban «desconcertadas», lo que, en el argot de Tannino, quería decir: «Quitad esas cámaras de encima a mis muchachos y dejadles hacer su trabajo.»Después de ducharse, Tim echó un vistazo al listín telefónico y dio con la única dirección de la agencia de alquiler de vehículos VanMan. Estaba en El Segundo, a escasos kilómetros del aeropuerto.
La encontró en un polígono industrial, ubicada en la esquina de una intersección moderadamente transitada. El aparcamiento tenía dos kilómetros cuadrados. La oficina en sí estaba al frente, cerca de la acera, pequeña y funcional, como una tiendecita de cebos para pescadores. A través de la verja, alta y surcada de cadenas, Tim vio una hilera tras otra de camionetas de toda clase.
Sentado en el coche, se desabrochó la funda de la pistola, colocó unas gomas elásticas en torno a la culata del 357 y se lo metió por dentro del pantalón. Luego cogió una cazadora del asiento trasero. Sacó unas cuantas esposas flexibles del equipo de guerra y se las metió en el bolsillo.
Cuando abrió la puerta corredera de vidrio y entró en la oficina, notó que los tablones del suelo se combaban levemente bajo su peso.
Un individuo corpulento con una camisa amarilla de hilo oxoniense estaba sentado a la mesa; examinaba su horario de trabajo, y pasaba un dedo gordezuelo por un calendario de regalo del Banco de América clavado con chinchetas al tablón barato que había detrás del mostrador alto. El hombre se volvió al oír la puerta, las mejillas rosadas, la calva apenas cubierta por unos cuantos cabellos repeinados que habían dejado de engañar a nadie más o menos en la época en que Cárter era presidente.
– Stan, de VanMan, a su servicio. -Se levantó y ofreció a Tim una mano blanda y un tanto sudorosa.
– Vaya negocio que tiene aquí -comentó Tim-. ¿Cuántas camionetas hay? ¿Unas cincuenta?
– Sesenta y tres en funcionamiento, cuatro en el taller. -El hombre sonrió con orgullo.
Probablemente era el propietario; probablemente no era él quien estaba detrás del mostrador todo el día. Bien.
Tim dio un repaso al interior de la pequeña oficina. En un póster de Disney desvaído por el sol y curvado por las esquinas se veía a una niña a hombros de Mickey delante del castillo de la Bella Durmiente, tal como Oso había llevado a Ginny el mes de julio anterior por la misma zona del parque. En varias fotografías con marco de madera estaba retratada una familia tan alegre como regordeta; hasta al perro salchicha le habría venido bien pasarse por una clínica de adelgazamiento. Una instantánea mostraba a la familia VanMan con jerséis rojos y verdes reunida ante un árbol de Navidad decorado. Todo el mundo parecía excesivamente contento.
Era probable que un soborno no diera muy buen resultado.
Al borde del mostrador había una agenda indexada distribuida por categorías gracias a señalizadores de plástico blanco. AEROPUERTO. NEGOCIO A NEGOCIO. INDUSTRIAL. TOURS EN GRUPO. AGENTES DE VIAJES.
– Soy agente de viajes. Tom Altman -se presentó Tim-. Hemos hablado en más de una ocasión…
– Ah, probablemente habló con mi empleado, Angelo. Yo sólo estoy los sábados, para vigilar el fuerte.
– Eso es, me suena el nombre de Angelo. Bien, escuche, encargué una camioneta para que una familia hiciera un viaje a Disneylandia.
– Disneylandia. Nuestro lugar de destino más habitual. No hay nada como ver a una familia que se baja de un avión procedente de Dakota del Norte u Ohio, se sube a una de mis camionetas y se dirige al reino de Mickey. -Su sonrisa, genuina y tranquila, dio envidia a Tim.
– Debe de ser grato.
– Los míos me arrastran allí al menos dos veces al año. ¿Tiene usted hijos? -Su sonrisa perdió unos cuantos vatios al ver la expresión de Tim.
A éste se le cerró la garganta y tuvo que hacer un esfuerzo para tragar saliva.
– No. -Hizo todo lo posible por sonreír-. La parienta viene insistiendo de un tiempo a esta parte, ya sabe a qué me refiero.
– Créame, amigo mío, ya me conozco el asunto. -Le lanzó un guiño al tiempo que señalaba con el codo las fotografías enmarcadas a su espalda-. He pasado por ello cinco veces.
Tim se sumó a la risotada de Stan como mejor pudo.
– Y bien, Tom Altman, ¿en qué puedo ayudarle?
– Bueno, cuando venía de camino he visto su letrero y me ha venido a la cabeza que alquilé una camioneta de las suyas a un cliente que no llegó a pagarme la comisión. No es que sea mucho dinero, pero últimamente cada vez me pasa más a menudo. Me preguntaba si le importaría decirme la cantidad total del alquiler para que pueda enviarle una factura.
– No veo por qué no. -Stan deslizó un libraco con todo el aspecto del libro mayor de una cárcel hasta colocarlo delante de sí-. ¿Nombre y fecha?
Tim no recordaba si el Cigüeña también había llevado la camioneta a la reunión de la Comisión la víspera de la ejecución de Debuffier.
– Daniel Dunn. Veintiuno de febrero.
– Vamos a ver… -Stan entresacó la lengua mientras recorría de arriba abajo la enorme página-. No lo veo.
– Pruebe con el veintidós.
– Aquí está. Alquiló una de mis Econoline E-350. La devolvió antes de las ocho. Eso son sesenta y dos dólares con cuarenta y un centavos por todo el día. -Sonrió de nuevo con orgullo-. Aquí en Van- Man anotamos hasta el último centavo, hasta el último detalle.
– ¿Cobran por kilometraje? La tasa por facturas de más de cien pavos es un poquito más alta.
– No hay ningún cargo por kilometraje, a menos que se excedan los ciento quince kilómetros al día. El cuentakilómetros estaba en setenta y dos mil setecientos cuarenta y ocho cuando la cogió Dunn… -Volvió a emerger su lengua, junto con una calculadora que se sacó del bolsillo de la camisa, lleno a rebosar. Apretó los botones con el cabo de un lápiz mordido-. Noventa y dos kilómetros. Lo siento, amigo.