– Recuerdo que primero alquiló otro vehículo, pero lo devolvió porque hacía un ruido extraño.
– A veces pasa -dijo Stan, un poco a la defensiva-. Es difícil eliminar por completo el traqueteo.
– Bueno, igual metió más kilómetros con esa camioneta y sobrepasó los ciento quince.
– Si volvió para cambiarla, lo dudo.
– ¿Le importaría comprobarlo?
La mirada de Stan adquirió un aire de sospecha.
– Lo siento, ahora mismo, con todo eso de Internet, no es un buen momento para las agencias de viajes. Me vendría bien hasta el último centavo que pueda sacar -arguyó Tim. Supuso que un tipo que lo apuntaba todo en un libraco debía de aborrecer los ordenadores.
Stan asintió levemente. Su dedo rechoncho recorrió la página hasta abajo y luego volvió a ascender.
– Aquí está. Diez kilómetros. -Frunció el ceño exageradamente-. Lo siento.
– No pasa nada. Me ha ayudado con el papeleo.
Volvieron a darse la mano.
– Gracias por enviarme clientes -dijo Stan.
– No hay de qué.
Tim permaneció un momento sentado en su coche, dando vueltas a la cabeza. El Cigüeña llegó con la camioneta a casa de Debuffier la mañana de la ejecución. Probablemente había cogido el vehículo y luego regresado a casa para recoger su bolsa negra de bártulos tecnológicos. Lo más probable era que no hubiese llevado la bolsa consigo para alquilar la camioneta; llamaba mucho la atención, sobre todo teniendo en cuenta que el Cigüeña apenas era capaz de levantarla. Debió de aparcar el coche lejos del establecimiento para que nadie lo pudiera identificar después, y Tim no lo veía dejando sus artilugios, tan queridos como inestimables desde el punto de vista económico, en el maletero del coche en esa zona de la ciudad mientras cumplimentaba un montón de papeles.
«Incluso devolví la primera camioneta que me dieron porque emitía un traqueteo característico», había dicho.
Un perfeccionista obsesivo como el Cigüeña tendría que haber devuelto la camioneta nada más oír algo raro. ¿Por qué había tardado cinco kilómetros en darse cuenta?
Porque iba a alguna otra parte y tenía que hacer un viaje de ida y vuelta más corto. Como, por ejemplo, ir a casa para recoger la bolsa negra.
Después habría regresado a VanMan y cambiado de vehículo antes de dirigirse a casa de Debuffier.
Diez kilómetros.
Cinco kilómetros de ida y otros cinco de vuelta desde la casa del Cigüeña.
Cinco kilómetros desde la agencia de alquiler de vehículos VanMan.
Empezó a conducir describiendo una espiral cada vez más amplia, en busca de todo y de nada, pensando en lo que sabía acerca del Cigüeña. Le llamó la atención el letrero de una farmacia Rx en un pequeño centro comercial y entró en el aparcamiento pasando por delante de los establecimientos habituales: Blockbuster, Starbucks, Baja Fresh.
Imaginó el rostro redondo del Cigüeña, el cráneo quemado por el sol y la nariz achatada. «No es que sea asunto suyo, pero se llama síndrome de Stickler.»El Cigüeña adquiría cantidad de medicamentos con receta, pero Tim sabía por experiencia que, con el asunto de la confidencialidad entre paciente y médico, la seguridad del Departamento para la Lucha contra la Droga y su falta de contactos en el ramo, rastrear recetas médicas era una tarea casi imposible. Además, el Cigüeña era lo bastante listo para tener sumo cuidado a la hora de adquirir medicamentos. Dudaba que fuera tan necio para ir a una farmacia cercana, si es que acudía a las farmacias.
Tim cerró los ojos.
Con toda probabilidad, la casa del Cigüeña estaba en un radio de cinco kilómetros a partir de donde se encontraba sentado en esos instantes.
«Es una dolencia de los tejidos conjuntivos que afecta a los tejidos que rodean los huesos, el corazón, los ojos y los oídos.»En alguna parte, un optometrista debía de tener un informe con la prescripción de lentes del Cigüeña, pero, naturalmente, éste tendría buen cuidado de no dejar cerca de su casa ningún indicio que pudiera delatarlo. Para más inri, tenía todo el aspecto de no haber cambiado de gafas desde la década de los años sesenta.
Tim invirtió su método para abordar el asunto y empezó a sopesar lo banal, lo inocuo en apariencia. ¿Qué actividades hace la gente cerca de su casa? ¿Cuáles dejan rastro?
La compra. El correo. La biblioteca.
Endeble. Difícil. Tal vez.
Volvió a abrir los ojos y se aferró al volante de pura frustración. Al otro lado del aparcamiento le llamó la atención un letrero amarillo y azul. Notó una punzada al tiempo que algo en su mente efectuaba un cruce, una conexión.
«De vez en cuando alquilo películas en blanco y negro si no puedo dormir.»Bajó del coche y sus pasos fueron haciéndose más ligeros a medida que se acercaba a Blockbuster. El cartelito de la puerta indicaba que abrían hasta medianoche, pero la sección de películas clásicas era, como mucho, anémica. Hasta Tim, que aborrecía las pelis antiguas, había visto la mayoría de la veintena de títulos en blanco y negro que encontró en las estanterías.
El chico del mostrador, con la cara cuajada de acné, llevaba la visera de la gorra hacia atrás y chupaba una piruleta en forma de silbato.
– ¿Cuál es el mejor sitio para alquilar clásicos en blanco y negro?
– No sé, tío. ¿ Para qué quieres ver ésas? Acaba de llegarnos la nueva de El señor de los anillos. -La piruleta le había teñido la boca de verde.
– ¿Hay un encargado por aquí?
– Sí, tío. Yo mismo.
– ¿Te importaría sugerirme algún otro establecimiento de alquiler de vídeos por esta zona?
El chaval se encogió de hombros. Una cliente con la cara cosida a piercings que pasaba por allí se apoyó en el mostrador mordiéndose el labio.
– ¿Te molan las pelis viejas? -dijo-. Vete a Vídeos de Alucine. De Alucine, igual que «cine». ¿Lo pillas?
El encargado se sacó la piruleta de la boca y dejó escapar un rebuzno:
– A mí me suena a sex-shop.
– Es el único sitio donde tienen cosas así. Si no lo encuentras allí, tienes que irte al West Side, a algún antro como Cinefilia o Vidiotas, algo así.
Tim le dio las gracias y le preguntó cómo llegar allí. La chica le explicó la ruta con gestos dramáticos que hacían tintinear la quincalla que llevaba encima.
Seis manzanas hacia allá, dos hacia abajo, a la izquierda. Aparcó calle arriba. Una zona tranquila, de apartamentos en su mayoría. El establecimiento, un edificio cuadrado, estaba separado de la carretera por cuatro plazas de aparcamiento en semibatería y una farola. Puerta principal de vidrio, los escaparates cubiertos de pósters, Cary Grant y Llumphrey Bogart por doquier. El cartel estaba vuelto del lado de ABIERTO. Alguien había señalado con rotulador fluorescente las horas; de lunes a sábados, la tienda no cerraba hasta la una de la noche. El horario avanzado casaba con la descripción que había hecho el Cigüeña sin apercibirse, y era probable que el establecimiento necesitara una cámara de seguridad.
La puerta hizo tintinear unas campanillas colgadas del techo cuando entró Tim. Un chico con aspecto de estrella de cine estaba sentado en un taburete, absorto en un vídeo que seguía en una pantalla de diecinueve pulgadas colocada sobre el mostrador, delante de sí. No había ningún cliente.
Tim echó un vistazo por encima del mostrador y vio la cámara de seguridad: un modelo barato de la década de los años ochenta que funcionaba con cintas de VHS. Colgaba de un soporte en el techo y, cruzada con respecto al mostrador, enfocaba la puerta principal. La puerta principal de vidrio, a través de la que se veían las dos plazas de aparcamiento centrales, donde probablemente aparcaría alguien a altas horas de la noche.
– Alguien me llamó a principios de semana y me dijo algo sobre un problema con la cámara de seguridad. Quería echar un vistazo.