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– ¿ En sábado? -El palillo que el chico había estado mordisqueando se meció al ritmo de sus palabras, pero el joven no apartó la mirada de la pantalla. Clint Eastwood hizo rechinar los dientes, lanzó una risilla desdeñosa y segó de un tiro el nudo corredizo de Eli Wallach.

Tim reparó en la estrecha puerta que había detrás del taburete, probablemente un pequeño despacho. Encima del pomo había una cerradura de doble cilindro con cierre automático, de las que requieren llave por ambos lados.

– Sí, bueno, hemos tenido mucho trabajo últimamente -dijoTim-. Quería ver de qué se trata para que puedan traer las piezas necesarias la semana que viene.

– ¿Las piezas necesarias? ¿Cuáles? La instalé yo mismo. Funciona de maravilla.

La creciente irritación de Tim estaba dirigida tanto al chico como a sí mismo. Con un empleado tan joven, debería haber abordado el asunto en un tono más autoritario, haciéndose pasar por un agente de policía o del Servicio Judicial. Pero ahora ya era tarde, no podía dar marcha atrás y empezar de nuevo.

– Bueno, el dueño me llamó la semana pasada y me dijo que viniera. Ya que estoy aquí, más vale que me asegure de que todo va bien.

El chico cambió de postura en el taburete y por primera vez apartó la mirada de la pantalla con expresión obstinada y recelosa:

– Mi padre no me ha dicho que fuera a venir nadie. Algo así no se le habría olvidado.

Tim levantó las manos como para dar a entender «Qué carajo» y se dio media vuelta para marcharse. Cuando llegó a la altura de la puerta, pasó el cierre y volvió el cartel para que pusiera CERRADO.

El muchacho había vuelto a centrarse en la película, pero notó la presencia de Tim y levantó la mirada. Reparó en el cartelito de la puerta y lanzó la mano debajo del mostrador para sacar un esmirriado calibre 22. Tim se le echó encima y alargó la mano izquierda para coger el arma por el cañón y apartarla de ambos. Con la mano derecha se abrió la cazadora y dejó a la vista el 357 que llevaba al cinto.

Ambos se quedaron quietos como estatuas, el arma de Tim estaba a la vista, pero enfundada, mientras que la otra pistola apuntaba hacia un lugar indefinido entre NOVEDADES y FRANK CAPRA.

Tim se preparó para el disparo, pero no se produjo.

El chico jadeaba y tenía un mechón de pelo rubio caído sobre el ojo derecho.

– No hagas nada -dijo Tim en un tono de voz mortalmente pausado-. Estoy tan nervioso como tú.

Dejó pasar un momento y retorció muy despacio la mano en que empuñaba el 22 para que el chico lo soltara. Cuando se desprendió el cargador, sacó la bala de la recámara y le devolvió el arma.

– Aparta del mostrador, si no te importa. Gracias. -Tim volvió a cambiarse el arma con la cazadora y rodeó el mostrador para cachear al muchacho por encima con los nudillos-. ¿Cómo te llamas?

– Sam.

– Muy bien, Sam. No voy a hacerte daño ni voy a robarte. Sólo necesito echar mano a tus cintas de seguridad de las últimas semanas. ¿Podrías abrir la puerta del despacho? Gracias.

Entre una mesa diminuta y una papelera forrada de gran tamaño había un armarito con una hilera de cintas de seguridad etiquetadas por fechas. Encima del armario, una lámina de El crepúsculo de los dioses, que probablemente ocultaba una caja fuerte, aleteaba movida por la brisa del aire acondicionado.

– ¿Por qué hay dos cintas de cada fecha?

Sam temblaba un poco.

– Sólo tienen ocho horas de duración, así que las dividimos entre el horario nocturno y el diurno. Volvemos a utilizarlas más o menos cada mes.

– Muy bien, Sam. Voy a coger las cintas nocturnas. ¿De acuerdo?

Sam asintió y dijo:

– Joder, tío, si no quieres más que eso, te las puedes quedar. Pero lárgate de aquí.

– De acuerdo. Ahora mismo. ¿Me ayudas a ponerlas en esta bolsa? Esta de aquí. Gracias.

Metieron en silencio las cintas en una bolsa de basura y luego Tim retrocedió con el botín en la mano como un caco de dibujos animados. Le quitó el palillo de la boca al chico, le hizo dar media vuelta y le puso unas esposas flexibles en las muñecas.

Luego sacó el Nextel y llamó a emergencias.

– Sí, hola, me he quedado encerrado en el almacén de Vídeos de Alucine, en El Segundo, y no puedo salir. ¿Podrían enviar a alguien para que me ayude?

Salió a la tienda propiamente dicha, cerró la puerta detrás de sí, metió el palillo en la bocallave y lo rompió. A continuación sacó la cinta de la cámara de seguridad del techo. Al pasar por delante del mostrador, le llamaron la atención los créditos de la película. Contó cuatro billetes de cien dólares y los dejó en el suelo detrás del mostrador. Luego desconectó el reproductor de vídeo y se lo puso debajo del brazo.

Llegó como si tal cosa a su coche y se marchó, seguido por la mirada del cartelito de CERRADO que colgaba en la puerta del establecimiento.

De regreso en su apartamento, Tim vio una cinta tras otra a cámara rápida, un proceso más tedioso que largo. Las cintas eran en color y ofrecían una calidad sorprendentemente buena, con un ángulo claro que abarcaba tanto el mostrador como la puerta principal.

Tuvo suerte con la quinta cinta, la del 4 de febrero, a las 12.35 de la noche. Pasaron cerca de cuarenta minutos sin que apareciera ni un solo cliente, pero luego aparcó un coche en una de las dos plazas centrales que iluminó con sus faros el interior de la tienda. Cuando el conductor entró por la puerta, Tim lo reconoció enseguida. El Cigüeña fue ojeando títulos hasta salirse del plano y reapareció camino del mostrador con tres cintas. Pagó en metálico y salió para subir al coche.

Cuando el vehículo retrocedió, Tim alcanzó a ver con toda claridad, bañado por la luz de la farola, un Chrysler PT Cruiser negro. Con el capó estrecho al estilo de la década de los años cuarenta, los parachoques torneados y una suerte de alerón descendente, casaba a la perfección con la estética del Cigüeña, tanto, que resultaba un poco embarazoso.

Tim congeló la imagen y se acercó a la pantalla. La matrícula no se veía por causa del reflejo de uno de los faros en la puerta de la tienda. Rebobinó la cinta y la paró justo cuando llegaba el Cigüeña. La matrícula, blanqueada por el brillo de los faros, seguía siendo ilegible. Cuando el Cigüeña apagó las luces, el radiador quedó inmediatamente ensombrecido, iluminado a contraluz por la farola. Tim dejó en marcha la cinta a la espera de que se derramara algo más de luz sobre el vehículo al entrar el Cigüeña en el establecimiento. La oscura rejilla del coche quedó iluminada por una décima de segundo, aunque no lo suficiente para permitir a Tim leer el número de la matrícula. Hizo avanzar y retroceder la cinta, pero no consiguió aclarar la imagen.

Se puso en contacto con Dray, que estaba en comisaría.

– ¿Tim? -Ella cambió de teléfono, y luego habló en voz queda-: Oso te sigue la pista. Ayer se pasearon por toda la casa varios agentes judiciales para registrar todas nuestras cosas.

– ¿Qué les dijiste?

– Les dije que ya no estábamos en contacto. Que no te veía desde el jueves por la mañana. Mac no te vio cuando viniste después de pasar por casa de Rayner.

Dray respetaba por encima de cualquier cosa las alianzas forjadas a fuego, un rasgo que Tim se había visto obligado a achacar a que tuviera cuatro hermanos, o al menos a que se hubiera criado con ellos. Una vez de tu parte, Dray era el mejor aliado.

– ¿Y Oso te creyó?

– Claro que no.

– ¿Alguna noticia sobre la llave de la caja de seguridad?

– No. He estado pateándome todas las sucursales bancarias que he podido en mis ratos libres, pero no he averiguado nada hasta el momento. Ya lo conseguiré, es cuestión de tiempo.

– Escucha, Dray, no quiero involucrarte más en esto, pero…

– ¿Qué necesitas? -preguntó en un tono que venía a decir: «No te andes con rodeos y suéltalo.»-Un Chrysler PT Cruiser, negro, matriculado en alguna parte de El Segundo. Dame un radio de quince kilómetros en torno a los límites de la ciudad. No puede haber muchos; creo que los empezaron a fabricar en dos mil uno. Obtén fotos del permiso y contrástalas con alguna de Edward Davis, antiguo agente escucha del FBI, blanco, entrenado en Quantico, nuevo agente de la segunda promoción del sesenta y seis. Un tipo de aspecto raro. Sabrás por qué lo digo en cuanto lo veas. -La oyó tomar notas con un bolígrafo-. Investiga también el alias Daniel Dunn, a ver si hay suerte.