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– De acuerdo.

– ¿Dispones de información reciente?

– Oso se muestra muy reservado cuando está conmigo, pero también llama cada cuatro horas, creo que sólo para oír mi voz. Debe de recordarle tiempos de mayor cordura.

– O para sonsacarte información.

– Ha mencionado que Tannino tenía pensado ofrecer una rueda de prensa esta tarde, aunque no ha dicho qué iban a hacer público. Imagino que es una llamada de atención a Bowrick, que sigue en paradero desconocido. Si es que no está ya muerto. Ah, y han tenido que soltar al retrasado. Me refiero al jardinero acusado de abusar de aquellas niñas.

– ¿Cómo? ¿Cuándo?

– Hace apenas unas horas. Es difícil mantener a alguien bajo custodia en contra de su voluntad, ya sabes. Estaba hecho una furia todo el rato. Supongo que ya entiendes por qué.

Tim notó que le latía el corazón en las sienes.

– Tengo que irme.

– Voy a localizar ese vehículo. Pero necesito tiempo para hacerlo disimuladamente.

– Gracias. -Tim se disponía a colgar, pero entonces le vino una imagen a la cabeza: Ananberg en casa de Rayner después del tiroteo, sus ojos inertes ocultos bajo el cabello brillante. Volvió a llevarse el auricular a la boca-. Dray, de veras… te lo agradezco.

– Soy una agente de Moorpark. ¿ Qué diablos quieres que haga si no?

A ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora empezó a traquetear algo en el salpicadero del Acura. Mientras se desviaba de la autopista con un fuerte chirrido de neumáticos, se le pasó por la cabeza que podía estar dirigiéndose hacia una encerrona hábilmente preparada. Dray no sería capaz de traicionarle, eso ya lo sabía, pero si Oso quería desinformar a Tim, su mujer constituía una ruta verosímil, y Dobbins, un cebo igualmente creíble.

No era el estilo de Oso, pero constituía una posibilidad que Tim no podía descartar.

Cuando llegó a las inmediaciones del apartamento de Mick Dobbins, se vio escindido entre la urgencia y la precaución. Dio una vuelta rápida por las manzanas colindantes conforme se iba acercando al edificio pero, de un modo u otro, al recorrer el último tramo a pie quedaba expuesto a una emboscada.

No hubo respuesta cuando llamó al timbre de Dobbins. No vio a nadie al mirar por la ventana.

Se volvió al percibir un leve movimiento a su lado, convencido de que iba a encontrarse con Oso y una legión de agentes judiciales, pero era la misma anciana de la vez anterior, arropada con el mismo albornoz azul dentífrico y con el cabello todavía envuelto en rulos. Ella se retiró en una pose de precaución exagerada y se llevó una mano cubierta de manchas pardas a la bata para cerrársela a la altura del cuello.

– Mira quién anda husmeando por aquí otra vez: el señor metomentodo.

– ¿Dónde está Mickey? -preguntó Tim.

– Ya estamos otra vez. -Levantó los ojos hacia el cielo y agitó las manos dos veces en una apelación exasperada a la intervención divina-. ¿Para qué le busca? Todo el mundo anda metiéndose con él; ya está bien. Déjenle en paz.

– Soy amigo de Mickey, ¿recuerda? Conseguí que la policía lo soltara. ¿Ha venido a llevárselo alguien más?

– No ha venido nadie a meter las narices. -Lo miró con los ojos entornados-. Salvo usted. Lo más seguro es que Mickey haya ido al parque. Ya han salido del colegio. Le gusta ver jugar a los niños. Los echa de menos, porque esa gentuza se lo arrebató todo: su trabajo en la escuela, aquellas niñas que tanto adoraba…

Tim hizo todo lo posible por fingir paciencia.

– ¿Por dónde queda el parque?

Ella señaló con un dedo vacilante.

– Calle arriba.

Cuando Tim pasó a su lado como una exhalación, la anciana dejó escapar un gritito. Tras recorrer un trecho a la carrera, vio el parque algo más adelante, media manzana bordeada de sicomoros. Por encima del campo abreviado planeaban platillos fluorescentes, las madres charlaban junto a las sillitas y los niños levantaban nubecillas de polvo en la arena. Entró en el merendero haciendo todo lo posible por condensar el torbellino de movimiento y escudriñó el área en busca de Dobbins. Había una madre sentada con un cuaderno sobre las rodillas y un bolígrafo dorado que destellaba al sol. Los niños lanzaban patadas al aire y gritaban en los columpios. Las prendas de ropa de colores llamativos. El olor a polvos de talco. El trino de los teléfonos móviles.

Al otro lado del parque, Dobbins estaba sentado al borde de un amplio macetero de obra y miraba con cara tristona a un grupo de niños que jugaban a pillar.

En el momento en que Tim empezaba a abrirse paso por entre el gentío, Dobbins se puso en pie y echó a andar en dirección a él. Caminaba con paso decidido, la nariz picuda apuntando al suelo, mirándose los zapatos.

Tim vio que algo se movía a su izquierda. Un tipo fornido que partía en dos la muchedumbre, sólido y decidido, como si planease por entre el bullicio. Cazadora negra, gorra de béisbol calada, cabeza gacha, las manos en los bolsillos. Mitchell.

Tim apretó el paso y lanzó un grito, pero su voz se perdió entre los chillidos alegres de los niños.

A pesar de todo lo que había ocurrido, le pareció aberrante que Mitchell intentara ejecutar a un objetivo en una zona llena a rebosar de críos. Apenas tuvo tiempo de pensarlo cuando la mano del gemelo asomó rauda del bolsillo con unas esposas flexibles entre los dedos. Una de las duras tiras de plástico estaba curvada de tal modo que formaba un círculo del tamaño de un plato, con el otro extremo ya enlazado y listo para tensarse.

Mitchell se puso a espaldas de Dobbins, quien siguió andando hacia Tim, ajeno a todo, escudriñando la tierra a sus pies. Tim lanzó un grito y apartó a un padre de su camino de un empujón. Dobbins empezaba a levantar la cabeza para ver a qué venía el barullo cuando el aro de las esposas flexibles le pasó por la cabeza como un nudo corredizo.

A pesar del retumbo grave del gentío, Tim oyó el roce estridente del plástico al cerrarse. A continuación, Dobbins lanzó un gemido quebrado a la mitad, se llevó las manos a la garganta y cayó de rodillas. Una niña se puso a chillar, lo que provocó un revuelo entre la muchedumbre ya en movimiento, con gente que huía y críos que se precipitaban hacia sus padres.

Mitchell ya se había alejado varios pasos de Dobbins, pero se volvió al ver acercarse a Tim, que ahora estaba a unos quince metros. Se sostuvieron la mirada. La expresión de plena tranquilidad del gemelo no cedió en ningún momento, ni siquiera al desenfundar el 45 con un rápido ademán reflejo idéntico al que hizo Tim. El arma de éste ya estaba desenfundada, pero apuntaba al suelo; no se atrevía a levantarla con tantos niños y padres alborotados en el punto de mira.

A medio camino entre ambos, Dobbins yacía en el suelo boca arriba y profería intensos y breves jadeos. Su cuerpo permanecía notablemente quieto, salvo por un pie que oscilaba con la constancia de un péndulo, arrastrando por el asfalto los cordones desatados. Por encima del hombro de Mitchell, Tim alcanzó a ver un Cadillac de color canela que, con Robert al volante, se aproximaba lentamente por la calle de detrás del parque.

Tim se quedó mirando el cañón del arma de Mitchell, un punto negro hipnótico que absorbió todos sus pensamientos y lo dejó únicamente con un zumbido inconcreto en la cabeza. El gemelo tenía cerrado el ojo derecho y el izquierdo fijo en el rostro de Tim por encima de las miras alineadas. Entre uno y otro pasaban niños a la carrera.