– La camioneta de Gutierez -murmuró.
Tim describió un giro de ciento ochenta grados y entró en el aparcamiento. Su esposa se volvió en el asiento para mirarle, más curiosa que sorprendida.
Encontraron a Gutierez al fondo, jugando al billar con Harrison. Gutierez asintió a modo de saludo y luego habló con el mismo tono de voz melosa con el que todo el mundo se dirigía a ellos de un tiempo a esta parte.
– ¿Qué tal os va?
– Bien, gracias. ¿Tenéis un minuto?
– Claro, Rack.
Los detectives siguieron a Tim y Dray hasta el aparcamiento de atrás.
– Se rumorea que habéis descartado la posibilidad de que haya un cómplice -dijo Tim.
Harrison se puso rígido. Gutierez ladeó levemente la cabeza.
– No llegábamos a ninguna parte.
– ¿Habéis comprobado los antecedentes de Kindell? ¿Tuvo algún cómplice en anteriores casos?
– Estamos trabajando mano a mano con la fiscalía y no hemos encontrado indicios de que hubiera ninguna otra persona. Lo estamos investigando todo. Ahora bien, ya sabéis que no podemos implicar a los padres de las víctimas en nuestras indagaciones…
– Es un poco tarde para eso -terció Dray.
– No podéis distanciaros del caso. No tenéis una perspectiva adecuada. Y decir que tenéis prejuicios sería quedarse corto. Ya sé que allí creíste escuchar que…
– ¿Cómo encontrasteis el cadáver de Ginny? -preguntó Tim-. Tan pronto, quiero decir. La ribera del arroyo está muy apartada.
Harrison lanzó un suspiro que formó una nubecilla en el aire frío.
– Una llamada anónima -dijo.
– ¿Hombre o mujer?
– Mira, no tenemos que…
– ¿Era voz de hombre o de mujer? -insistió Tim.
Gutierez se cruzó de brazos; la irritación se estaba tornando ira.
– De hombre.
– ¿Localizasteis la llamada? ¿Quedó grabada? -quiso saber Tim.
– No, se recibió en la línea particular del agente que estaba en recepción.
– ¿No fue una llamada a emergencias? ¿No fue una denuncia en toda regla? -indagó Dray-. ¿Quién podía saber el número particular?
– Alguien que quería estar seguro de cubrir sus huellas -respondió Tim-. Alguien que no quería verse implicado ni ser identificado… como un cómplice.
Harrison avanzó un paso y se acercó demasiado a Tim.
– Escucha, Fox Mulder, no creo que tengas la menor idea de la cantidad de chivatazos anónimos que nos llegan. Eso no significa que el tipo que llamó estuviera implicado. Lo que quiero decir es que hay muchas probabilidades de que un tipo que deambulaba por la orilla de un arroyo apartado no estuviera precisamente vendiendo galletitas de las Girl Scouts. Es posible que fuera alguien con antecedentes, un chico asustado que no quería verse implicado en un asesinato. Tal vez lucra un vagabundo que esnifaba pegamento.
– Sí, claro. 1,os vagabundos que se colocan con pegamento suelen tener los números particulares de la comisaría de Moorpark, ¿verdad? -comentó Dray.
– Están en el listín telefónico.
– Un vagabundo con listín -dijo Tim.
– Venga tío, desperdiciaste la oportunidad de ocuparte del asunto. Te lo pusimos en bandeja. ¿Y sabes qué pasó? Tú preferiste que todo se hiciera en plan legal. Pues muy bien. Lo respetamos. Pero eso significa que el asunto 110 está en tus manos. Sois parte implicada, los padres de la víctima, y si metéis las narices en la investigación os vamos a meter un puro por obstrucción. No hay ningún francotirador en la colina. Vuestra hija murió y tenemos al hijoputa tarado que la mató. Caso cerrado. Volved a casa a estar juntos. Llorad vuestra pérdida.
– Gracias -dijo Dray-. Tendremos en cuenta el consejo.
Regresaron al coche de Tim en silencio, se montaron y permanecieron sentados un rato.
– Tiene razón. -La voz de Tim sonó tenue, cascada, vencida-. No podemos implicarnos. No hay modo de que intervengamos en esta investigación de manera ecuánime y objetiva. Esperemos que Kindell pase un mal trago e intente cantar para llegar a un acuerdo. O que se venga abajo a la hora de declarar y se vaya de la lengua. O que su abogado defensor proponga la teoría del cómplice como una táctica de defensa. Algo. Lo que sea.
– Tengo la sensación de que no sirvo para nada -se lamentó Dray.
Un vehículo de la policía entró raudo y se detuvo al otro lado del aparcamiento. Mac y Fowler se apearon entre bromas y risas, y se dirigieron hacia el bar.
Tim y Dray permanecieron con la mirada fija en el salpicadero.
Era jueves por la mañana, y Tim entró en la cocina el jueves por la mañana, Dray levantó la vista de la última remesa de cartas de agradecimiento y respuestas de condolencia que estaba escribiendo. Posó los ojos en el busca que llevaba su marido en la mano y luego en el Smith & Wesson, sujeto al cinturón.
– ¿Ya vas a la oficina? ¿Tan pronto?
– Oso me necesita.
La luz, amarilla y luminosa a través de las persianas echadas, le caía al sesgo sobre el rostro.
– Yo te necesito. Seguro que Oso puede apañárselas.
Sonó el teléfono pero ella meneó la cabeza.
– Son periodistas -comentó-. Han estado llamando durante toda la mañana. Buscan una madre llorosa y un padre estoico. ¿Cuál quieres ser tú?
Aguardó a que dejara de sonar el teléfono antes de hablar.
– Esta mañana nos ha llegado un chivatazo de uno de nuestros confidentes. Vamos a hacer una redada de las buenas. Tengo que participar -dijo Tim.
A uno de los confidentes de Oso y Tim le habían llegado rumores de un negocio que tenía toda la pinta de ser asunto de Gary Heidel. La Unidad de Búsqueda de Fugitivos llevaba casi cinco meses tras la pista de Heidel, uno de los quince más buscados. Tras ser condenado por un asesinato en primer grado y dos acusaciones por tráfico de drogas, Heidel escapó cuando era trasladado del palacio de justicia a la cárcel. Dos cómplices hispanos en una camioneta hicieron que el coche chocara contra un árbol, acribillaron a los dos agentes judiciales y se llevaron a Heidel.
Tim sabía que Heidel no tardaría en necesitar dinero y acudiría al único lugar en el que conseguían pasta rápida los tipos de su calaña. Puesto que el modus operandi de Heidel era de lo más característico -conseguía cocaína diluida de Chihuahua y tenía camellos que la pasaban por la frontera escondida en botellas de vino-, a Tim y Oso les resultó más sencillo apretar a sus confidentes para que les facilitaran información al respecto. Al cabo, su celo dio resultado. Si la información que habían recibido era de fiar, a lo largo de esa tarde o esa noche se iba a llevar a cabo una transacción de cuarenta kilos.
– ¿Seguro que estás listo para volver al trabajo? -preguntó Dray.
Tim echó un vistazo al montón de cartas dispersas sobre el tablero de madera de la mesa. Guirnaldas de colores apagados sobre papel gris pardo.
– No sé qué otra cosa hacer. Me estoy volviendo majara. Si no trabajo, es posible que cometa alguna estupidez.
Dray bajó la mirada. Tim se apercibió de que lo notaba ansioso por salir de casa.
– Entonces, más vale que vayas. Lo que pasa es que a mí me fastidia no estar preparada aún.
– ¿Seguro que estás bien? Podría llamar a Oso…
Ella alzó la mano para rechazar el ofrecimiento.
– Es igual que lo que me dijiste la primera noche, tan horrible. -Se las arregló para esbozar una sonrisa-. Al menos uno de los dos tiene que dormir un poco.
Tim se detuvo un momento en el umbral antes de marcharse. Dray se inclinó sobre la carta que estaba escribiendo, con la barbilla ligeramente tensa, como siempre que se concentraba. La luz del sol de primera hora de la mañana entraba por la ventana dando un tono de oro pálido a las puntas de su cabello.
– Claro que recuerdo el día de la merienda, con ella y el avión -dijo Tim-. Recuerdo todo lo que tiene que ver con ella. Sobre todo cuando se portaba mal; por alguna razón, esos recuerdos son los que más me la acercan. Como cuando pintó el papel del salón con lápices de colores…