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– Ay -exclamó Bowrick.

Cuando Tim retiró la aguja, brotaron del pinchazo unas burbujillas tintadas de negro.

– Cicatrizará en cuestión de horas -dijo Tim-. Y además te dejará una buena cicatriz.

Puso el coche en marcha y se alejaron.

– ¿Qué coño era eso?

Tim le pasó una porción de tarta y una lata de refresco.

– Come.

– ¿Qué demonios…?

– Calla y come. Rápido.

Bowrick empezó a engullir la tarta a grandes bocados ayudándose con largos tragos de Mountain Dew.

– Ahora este trozo. Venga, come.

El muchacho empezaba a tener la cara cubierta de migajas.

– Bébete esto. A tragar. -Tim le hincó otra lata de refresco en el costado hasta que Bowrick la cogió. El muchacho la abrió y tomó unos sorbos. Tim se puso la caja de Sudafex en el regazo y sacó a tientas cuatro pastillas de treinta miligramos-. Y éstas también. Tómatelas. -Le lanzó el frasco de jarabe para la tos-. Ayúdate con esto.

Bowrick obedeció con una sonrisa torcida.

– ¿Para qué me das toda esta mierda?

Cuando se dio cuenta de que no iba a obtener respuesta, levantó las manos y se palmeó los muslos. La rodilla empezaba a temblarle, un tic nervioso provocado por la cafeína y la pseudoefedrina. Poco después empezó a palparse el pequeño hematoma y vio que se propagaba y adquiría un tono más oscuro. Tim conducía a buena velocidad y disfrutaba del silencio.

Regresaron al centro. A su izquierda, en lo alto de las colinas, Tim distinguió la silueta umbría en forma de árbol del monumento conmemorativo, apenas visible tras el andamiaje.

Entró en el aparcamiento de un enorme edificio de dos plantas. A través de las persianas echadas se apreciaba la luz cruda de los centros hospitalarios. Bowrick, con los temblores de la rodilla convertidos ahora en espasmos, entornó los ojos para leer el cartel de madera agrietada a la entrada: CENTRO DE REHABILITACIÓN DEL CONDADO DE LOS ÁNGELES.

– ¿Qué coño…? -masculló Bowrick al tiempo que se bajaban-. ¿Qué coño está pasando?

Tim lo cogió por el brazo y tiró de él camino del edificio. El chico, falto de aliento, lo siguió a trompicones. Pasó por la puerta principal con el chico a rastras y la enfermera de recepción se puso en pie de un salto tan repentino que su silla negra salió rodando por las baldosas blancas y chocó contra una papelera cerca de metro y medio a su espalda. Por lo demás, el vestíbulo estaba vacío.

– He pillado al capullo de mi hermano con esto. -Tim tiró del brazo de Bowrick hacia la enfermera para dejarle ver el feo hematoma en la piel tersa de la cara inferior-. Se suponía que estaba limpio. Llevaba sin pincharse más de seis meses. -Lanzó una mirada amenazante a Bowrick. A través del flequillo revuelto y sudado, el muchacho parecía arrepentido de veras-. Se suponía que llevaba sin pincharse más de seis meses.

– Tranquilícese, por favor.

Tim respiró hondo, contuvo el aliento y luego lo expulsó. Al tiempo que soltaba el brazo del chaval, se apoyó en el mostrador y adoptó un tono quedo, casi de conchabanza:

– Lo lamento. Ha sido un año muy duro. Mire, esto ha sido motivo de bochorno para mi familia y mi hermano Paul. ¿Es su clínica… ya sabe, un lugar discreto?

– Tratamos a los pacientes en la más absoluta confidencialidad. Se lo garantizamos.

– No quiero que el nombre de mi familia figure en los documentos.

– No tiene por qué figurar. Pero vamos por partes…

– ¿Se puede ingresar al paciente? Últimamente no hace más que decir tonterías, habla de quitarse de en medio, mi madre y yo no podemos tenerlo vigilado veinticuatro horas al día.

– Eso depende de si la evaluación médica aconseja su ingreso. -La enfermera miró a Bowrick, pálido, sudoroso, jadeante-. Cosa más que probable, por lo que parece. Puede permanecer aquí cuarenta y ocho horas de forma confidencial. -Miró el reloj de pulsera-. Lo que nos da hasta el lunes a medianoche. Luego tendría que pasar otra evaluación y nos plantearíamos una estancia más permanente. -Salió de detrás del mostrador y cogió amablemente por el brazo al muchacho, que la siguió aturdido.

– Déjame que te lleve a la sala de reconocimiento. Voy a llamar a la enfermera encargada de salud pública. Estará contigo en un instante y luego veremos si eres apto para permanecer en el centro.

– Tiene dieciocho. ¿Puedo dejarlo aquí?

– Sería mejor que se quedara con él.

– Creo que ya he tenido más que suficiente por el momento.

– Eso es cosa suya, caballero. Si no le importa esperar hasta que llegue la enfermera encargada de asuntos de salud pública… No debería tardar más de diez minutos. Yo tengo que estar en recepción.

– Muy bien -accedió Tim-. De acuerdo.

La enfermera cerró la puerta a su espalda y entonces Tim se acercó a Bowrick para ponerle dos dedos en el cuello y tomarle el pulso en la carótida. Lo tenía elevadísimo.

– Tienes náuseas y sudores -explicó Tim-. Te rascas los brazos mucho. Tienes insomnio. De nerviosismo, ansiedad e irritabilidad creo que ya vas bien servido. De un tiempo a esta parte te ronda la idea del suicidio. Frótate los ojos para que estén enrojecidos. Bien, sigue frotándotelos. Las semillas de amapola y el dextrometorfán del jarabe deberían mantener elevado el nivel de opiáceos en sangre al menos un par de días. A ver si puedes vomitar dentro de un rato, para tener la seguridad de que te dejen quedarte. Cuando te den habitación, escribe el número en un papel y pégalo con cinta adhesiva a la tapa de la papelera del vestíbulo. Llama al agente de la condicional en cuanto salgas de aquí. Si no le llamas, vendré a buscarte yo mismo, y no te quepa duda de que daré contigo.

Bowrick levantó la mirada con una mano sobre el corazón desbocado. Aún le costaba respirar; se le había condensado saliva en las comisuras de la boca y tenía un poco de glaseado de la tarta en el labio inferior.

– ¿Por qué no me has contado el plan?

– Quería que parecieses asustado, reacio, cabreado.

– Qué listo eres, joder.

– Lo triste es que la mayor parte de los trucos que sé los he aprendido de los chorizos.

– Los chorizos, ¿eh?

– Así nos referimos a ellos.

– A ellos. -Bowrick esbozó una leve sonrisa.

Tim se marchó de la sala. Iba a cerrar la puerta cuando Bowrick le llamó. Se volvió y asomó la cabeza.

– ¿Cuánto tiempo he de quedarme aquí?

Sopesó seriamente la pregunta antes de responder:

– Dame cuarenta y ocho horas.

Capítulo 39

La tentativa de Tim de echar un sueño no fue más que eso. Se deprimió con la cabeza llena de imágenes de Ginny muerta y despertó con una visión de sí mismo inmerso hasta las rodillas en un mar de cadáveres con las manos manchadas de sangre hasta más arriba de las muñecas, cosa que no le pareció un alarde de originalidad.

A las cuatro de la mañana estaba sentado en una silla con los pies apoyados en el alféizar, mirando cómo salía vapor de una tubería rota en la callejuela de abajo. Sonó el Nextel.

Se acercó a paso lento y lo cogió al tercer pitido.

Esta vez era Robert; su voz era áspera como metal sin pulir.

– Te crees muy listo, ¿eh?

– Depende del día.

– Si lo eres, harás caso de este consejo: vete cagando leches. Estás en nuestra lista.

– Y vosotros en la mía. -Tim reconoció en segundo plano retazos de un avance informativo. Puso la tele, le quitó el sonido y fue pasando canales hasta que los labios del presentador encajaron con las palabras que alcanzaba a oír por el teléfono: KCOM.

Aparecieron las fotos del Cigüeña y los Masterson en pantalla, seguidas a continuación de la imagen de un tipo disfrazado de pollo que cantaba no sé qué para anunciar un restaurante. Continuaban sin mencionar a Tim ni mostrar su foto.