En la cabina, el tipo levantó la mano y se tocó la cara en sombras con el nudillo, como si empezara a santiguarse. El objeto que llevaba al cinto volvió a relucir. Un teléfono móvil.
Tim notó que el estómago le daba un fuerte vuelco y luego otro. ¿Por qué diablos llamaba desde una cabina un tipo que disponía de móvil? La mano a la cara… No era un gesto piadoso sino una costumbre: la que tenía el Cigüeña de subirse las gafas por el insignificante puente de la nariz. A Tim empezó a girarle la mente como un carro de diapositivas.
El delantal de la tienda. La caja de derivación de GTE. El despertador. La caja de derivación de GTE. La camioneta de Pac Bell. GTE. Pac Bell. Tim casi alcanzó a oír el chasquido en el interior de su cabeza cuando todas las piezas encajaron en su lugar. Una camioneta de Pac Bell no pintaba nada en una zona en la que los teléfonos dependían de GTE. Aminoró el paso, lo aminoró más, se detuvo. Dio media vuelta para ver la puerta trasera de la camioneta de Pac Bell, ahora unos quince metros por detrás de él. Para ser una camioneta vacía, los amortiguadores se veían bastante bajos.
No habría sabido decir qué ocurrió antes, las puertas traseras de la camioneta que se abrían o su cuerpo que tocaba el suelo, pero de repente estaba estirado por completo hacia la izquierda y buscaba el hueco entre dos coches aparcados junto al bordillo cuando resonó la explosión sorda de una bala. Cayó con el hombro por delante y arrastró la cara por el asfalto al rodar de cualquier modo por el impulso que llevaba. A ambos lados, los coches oscilaron sobre sus ruedas y las ventanillas fueron estallando en rápida sucesión, abriendo dos claros senderos de agujeros y vidrios rotos que desembocaban en el hueco entre uno y otro vehículo y el cuerpo de Tim. Las alarmas de coche empezaron a pitar y aullar por toda la manzana.
Tim adoptó pose de tirador en la acera, con el 357 en ristre y el maletero del segundo coche como parapeto. Efectuó dos disparos y sus balas dejaron sendos boquetes en una de las puertas metálicas abiertas de la camioneta.
Al alejarse de la acera con un chirrido, el vehículo dejó tras de sí una mancha de caucho de metro y medio. Una de las puertas de atrás se cerró y la otra continuó oscilando por las bisagras. Tim volvió la mirada hacia Ventura -el Cigüeña había desaparecido de su puesto de vigilancia en la cabina- y salió a la calzada. Disparó una vez cuando la camioneta doblaba la esquina y la bala hizo saltar chispas del tapacubos de la rueda trasera derecha.
El sonido del motor fue mermando; Tim quedó sumido en el estruendo de las alarmas, inmerso en el dolor crudo y frío provocado en la cara por el asfalto. Oyó cerraduras y puertas que se abrían.
Desanduvo la manzana corriendo tan aprisa como se lo permitía una rodilla magullada. Mientras cruzaba los jardines traseros anexos camino de su coche, llamó a Oso para facilitarle toda la información relevante sobre la emboscada de manera rápida y concisa. Oso confirmó los detalles con la voz teñida de impaciencia e ira, y luego colgó para ponerse manos a la obra.
De camino a la 101, se cruzó con tres coches patrulla con las sirenas puestas, y se volvió levemente en el asiento para ocultar en la medida de lo posible las heridas del rostro.
No fue hasta desembocar en la autopista cuando cayó en la cuenta de que lo habían alcanzado.
Capítulo 40
Tenía la parte superior de la manga derecha de la camiseta empapada en sangre. Al llegar a un semáforo la retiró y dejó al descubierto dos cortes en el hombro. Eran tan pequeños que, supuso, debían haberlos causado fragmentos de proyectil en vez de disparos directos, quizás una bala rota al estrellarse contra el asfalto. Se palpó la espalda, pero no localizó ningún orificio de salida. Aunque aún podía abrir y cerrar la mano derecha -una buena señal- manejó el volante con la izquierda para no forzarla más de lo debido. Empezó a notar en el hombro un dolor sordo. Era soportable.
Aparcó a varias manzanas de su edificio y hurgó en la bolsa que contenía el equipo de guerra que había dejado en el maletero. Encontró los artículos de primeros auxilios que necesitaba y los metió en una bolsa de plástico que el antiguo propietario del coche había olvidado en un rincón del maletero.
No disponía de una camiseta limpia ni de nada con lo que disimular la manga ensangrentada, así que echó a andar aprisa, con la cabeza gacha, ceñido al bordillo de la acera. Al cruzar el vestíbulo, oyó la voz de Joshua, pero siguió adelante. Mientras esperaba el ascensor se acercaron unos pasos. Se echó la bolsa al hombro sin poder evitar una mueca de dolor y dejó que las dos capas de plástico ocultaran la herida. El dolor resultante fue atroz, tanto, que hubo de concentrarse para que no le rechinaran los dientes. Se volvió levemente, con buen cuidado de mantener oculta la herida del perfil derecho.
Joshua guardaba la misma distancia que un agente de policía, tenía los brazos cruzados y las palmas abiertas y apretadas contra los bíceps.
– Vaya noticia la que están dando todos los telediarios, ¿eh?
– No los he visto.
– ¿Lo de los Tres Vigilantes?
– Algo he oído en la radio.
A Joshua le cambió la expresión, y dio un paso en sentido lateral para mirar lejos.
– Dios santo, ¿qué le ha pasado en la cara?
– Un accidente.
– ¿De moto?
– Sí, no pasa nada. Ocurre a menudo. Basta con que me desinfecte.
– Déjeme que le eche un vistazo.
– No. No hace falta. Esto es más bien desagradable.
– Hay quien piensa que los maricas somos frágiles. Se les olvida que hemos visto de todo. La década de los años ochenta no nos trató nada bien.
Llegó el ascensor y Tim entró al tiempo que giraba el torso para mantener el hombro oculto.
– Última oportunidad -insistió Joshua-. Si quiere, le llevo a urgencias.
– No, de verdad. Estoy bien. -Apretó el botón de la tercera planta y las puertas empezaron a cerrarse-. Gracias, de todos modos.
Una vez en el apartamento, volvió a colocar la cuña debajo de la puerta para asegurarla y se quitó la camiseta de inmediato. Le bastó echarse un vistazo en el espejo del cuarto de baño para cerciorarse de que no había orificios de salida; los fragmentos estaban incrustados en la densa masa muscular del deltoides anterior. Se llevó a la boca cuatro analgésicos Advil e hizo girar el brazo por el hombro para asegurarse de que no había perdido capacidad de movimiento. Así era.
Pasó un paño húmedo por la zona para delimitar los márgenes de las heridas; luego apretó los dientes y metió las puntas de unas tenacillas en el primer orificio. Penetraron más de dos centímetros antes de entrar en contacto con el metal. No le costó trabajo extraer la esquirla de cobre. En la segunda herida tuvo que hurgar un rato antes de dar con el fragmento. Al ser irregular, el trozo de proyectil tardó en salir y rasgó algún tejido por el camino. Tim se vio obligado a detenerse un par de veces y enjugarse la frente para que no le cayera el sudor a los ojos.
Acercó el morro de una botella de agua destilada a escasos centímetros del hombro y le propinó un buen apretón para que el chorro limpiara cualquier partícula que pudiese quedar en la herida.
Como era de esperar, la repetición del mismo proceso en la segunda laceración resultó más dolorosa aun.
Tras desinfectarlas con agua oxigenada, las heridas parecían dos boquitas rosas. Con la sensación de tenerlos tan bien puestos como Terminator, contempló su obra con satisfacción antes de vendarla.
Lo de la cara fue harina de otro costal. En torno al ojo derecho tenía una herida muy parecida a un parche de pirata ensangrentado. Tuvo que limpiar la suciedad y los trocitos de gravilla con un paño.
Después de ponerse una camiseta limpia, se sirvió de su nuevo teléfono móvil para comprobar si tenía llamadas en el buzón de voz del viejo Nokia. Dray le había dejado un mensaje en el que le decía que seguía tras las pistas, aunque sin suerte aún. Al oír la voz que anunciaba la hora de grabación del mensaje, recordó que Bowrick sólo tenía treinta y seis horas antes de que en el centro de rehabilitación lo sometieran a otra revisión o lo pusieran de patitas en la calle.