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Lo habían derrotado en su propio juego. A pesar de que su alarma aumentaba por momentos, una frase fue cobrando peso en su conciencia: «La venganza de los pardillos.»Cuando ya habían puesto varias manzanas de por medio, el ulular de las sirenas se hizo audible y empezó a acercarse.

Tim metió las manos en los bolsillos y sacó el Nextel y el Nokia. Este último estaba limpio porque acababa de adquirirlo y nadie tenía el número. El botón superior del Nextel emitía un parpadeo verde indicativo de que disponía de una buena conexión a la red.

El taxi estaba rodeado por camionetas, coches y otros dos taxis. El conductor aceleró para pasar un semáforo en verde, enfilaron la rampa que desembocaba en la autopista y empezaron a alejarse de los demás carriles. Tim se asomó a la ventanilla, afinó la puntería y lanzó el Nextel por la ventanilla abierta del taxi más cercano conforme su carril viraba hacia la derecha.

El móvil rebotó en el alféizar y fue a caer en el regazo de una sorprendida matrona con un exceso considerable de maquillaje. El taxista que llevaba a Tim, ajeno a lo ocurrido, subió el volumen de la radio y siguió tarareando mientras conducía. Tim se volvió en su asiento para mirar por la ventana de atrás. Todo un muro de vehículos con las sirenas puestas viró bruscamente hacia la derecha justo antes de la salida para seguir cada vez más de cerca al otro taxi. En el entramado de calles que ahora quedaba a sus pies, Tim alcanzó a distinguir las luces giratorias de dos controles policiales que había esquivado por los pelos.

Hasta que no hubieron atravesado dos salidas más sin el menor rastro de que los seguían, no se tranquilizó un poco.

Tenía el arma con seis balas, el teléfono Nokia, la ropa que llevaba puesta y poco más de treinta dólares en efectivo. El resto de sus pertenencias estaban en el maletero del Acura, que intentaría recuperar al día siguiente si no había moros en la costa. Había firmado el contrato de alquiler de su apartamento con el nombre de Tom Altman, lo que suponía que su cuenta bancaria estaba congelada o pronto lo estaría. Hizo que el taxista le dejara en un cajero automático y consiguió sacar seiscientos dólares, el máximo disponible.

Se fue manzana adelante e hizo una llamada desde una cabina. No le sorprendió encontrar en su despacho a Masón Hansen.

– ¿Trabajando hasta tarde?

Una larga pausa.

– Escucha, Rack, yo… Mira, me explicaron qué ocurre. He tenido que…

– Consiguieron mi número de teléfono a partir del listado del móvil que te encargué rastrear, ¿verdad? Y tú se lo confirmaste. -Pasó un coche patrulla y Tim se volvió para ocultarse en la cabina, igual que un Superman venido a menos-. Tú sabías que era mi número el que marcaron a las 4.07 de la madrugada.

– Tus colegas vinieron con órdenes de registro. ¿Qué iba a hacer yo? -Alzó la voz con un deje de ira-. Y tampoco es que tú fueras muy sincero conmigo. Estás de mierda hasta el cuello.

– No hace falta que intentes localizar la llamada. No va a durar lo suficiente.

En segundo plano, Tim oyó el leve trino de otra línea, probablemente una llamada de Oso. Estaba a punto de colgar, pero la voz de Hansen sonó antes de que lo hiciera:

– Esto, Rack… -Una pausa nerviosa-. Vas a venir a por mí, ¿no?

La ansiedad reflejada en la voz de Hansen lo recorrió como un escalofrío y lo dejó anonadado.

– Claro que no voy a hacerte daño. ¿Quién te has creído que soy?

No hubo respuesta. Tim colgó.

Tenía las palmas sudorosas, una reacción que su cuerpo no reservaba para el miedo ni el esfuerzo, ni siquiera para la tristeza, sino para la vergüenza.

Capítulo 41

Puesto que daba por sentado que Oso llenaría de agentes la casa de Dray esa noche, Tim cogió otro taxi y se alojó en un motel de mierda en el centro, a escasos kilómetros de su edificio. Iría en busca del Acura a primera hora de la mañana, y tal vez hasta lograra recogerlo.

El cubrecama olía a espuma de afeitar. Llamó a su mujer con el Nokia porque sabía que no podían estar preparados para rastrearlo:

– Andrea.

Ella cogió aire de repente.

– Oso me ha dicho que te habían pegado un tiro. Han encontrado vendas con sangre en el cuarto de baño cuando han ido a sacarte de allí.

– No es más que una herida superficial.

Dray profirió un suspiro interminable.

– Vuelve a decirlo. Creía que no… Di mi nombre otra vez.

No le había oído semejante tono de alivio desde que una vez, cuando estaba destinado en Uzbekistán, una misión de despliegue duró una semana más de lo previsto.

– Andrea Rackley.

– Gracias. De acuerdo. Voy a respirar hondo. -Siguió sus propias instrucciones-. ¿Ahora qué quieres, malas noticias o malas noticias?

– Pues empieza por las malas noticias.

– No he conseguido nada, y luego menos aún. Lo de «Danny Dunn» no ha dado fruto. Y de los veintitrés PT Cruiser negros de la zona, no concuerda ni una sola matrícula. Ni una sola.

Tim notó cómo se iban al garete los últimos flecos de esperanza.

– Entre eso y la maldita llave de la caja de seguridad, se me ha ido el día entero. Menos mal que no tengo que trabajar para ganarme la vida. Mañana a primera hora voy a probar con unos cuantos bancos más, así que ya veremos.

Tim intentó disimular la decepción en su voz.

– Cuando hablaste con Oso, ¿te dijo cómo es que mi nombre no aparece en las noticias?

– Bueno, al Servicio Judicial no le hace ninguna gracia la perspectiva de lidiar con la prensa. Y la oficina del distrito no está dispuesta a seguir la caída en picado ante la opinión pública de la Policía de Los Ángeles. Supongo que están decididos a mantenerlo en secreto hasta que te echen el guante. Por el momento, prefieren que carguen con el muerto los forasteros. Además, tampoco te consideran una amenaza para gente inocente. Tú sólo vas tras ellos. -Lanzó una risilla-. Los Tres Vigilantes.

– Que las alimañas se maten unas a otras.

– Algo así. O igual es que saben que tienes más posibilidades que ellos de encontrar a tu equipo antes de que las cosas empeoren.

– Entonces, ¿por qué han venido a tirar mi puerta abajo?

– Tannino tiene que velar por sí mismo. Y también por el Servicio Judicial. Debe actuar con diligencia.

– Seguro que lamenta haberme conocido.

– No lo sé. Oso asegura que a Tannino le duele no haberte podido proteger más tras el tiroteo con Heidel y Mendez. Sabe que fue un asunto limpio y es consciente de que te tocó bailar con la más fea. Le pareció admirable que renunciaras a la placa y te largaras como los de la vieja guardia, según dice Oso. Gary Cooper hasta el final. Pero también cree que fue eso precisamente lo que acabó de desquiciarte, sobre todo después de lo de Ginny. En parte se siente responsable. Ya sabes que, en el fondo, es un blando.

En medio de todo lo que estaba ocurriendo, le conmovió que Tannino adoptara una actitud tan cabal. De todos modos, a juzgar por las ganas que le habían echado a la hora de entrar en su apartamento, no iba a servirle de gran cosa cuando las cartas estuvieran boca arriba.

– Necesito ayuda, Dray. A ver si puedes sacar algo de dinero de nuestra cuenta, dos de los grandes.

– Lo haré a primera hora. Coño, me paso la mañana yendo de un banco a otro, la verdad es que me viene de camino.

– Gracias.

– Soy tu mujer, bobo. Forma parte del trato.

Las sábanas olían a polvo y la almohada era tan blanda que su cabeza separó las plumas y acabó apoyada en el colchón, en un ángulo de lo más incómodo.

Se despertó con un dolor que se prolongaba desde el cuello hasta la caja torácica. El teléfono de la ducha gorgoteó y escupió agua templada. Un cadejo de cabellos sueltos taponaba el desagüe. La toalla era tan pequeña que tuvo que tensar los hombros para secarse la espalda.