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– Más vale que no me quede mucho rato. No quiero ponerte en peligro. No tenía ningún otro sitio adonde ir. Esto… Dray, me hace falta ese dinero.

– Claro. He sacado dos mil esta mañana. Están en el armero.

– Gracias.

Permanecieron sentados en silencio, sin saber muy bien qué era necesario decir, vacilantes porque lo más probable era que las siguientes palabras dieran pie a la partida de Tim.

– Veo que tienes una mesita de centro nueva. La caja está… en la habitación de Ginny.

– No puedo respetar esa habitación como si fuera suelo sagrado eternamente. Igual es que, al vivir aquí, el tiempo pasa de un modo distinto. Al menos en ciertos aspectos. -Apartó la mirada enseguida, y Tim vio cómo se reafirmaba su expresión, airada y terca como la de una niña. Recordó que no echaba de menos absolutamente todos los detalles de su personalidad-. ¿Cómo ibas a saberlo tú?

Él dejó que el comentario pasara sin mayor trascendencia.

– ¿Cómo va la vigilancia de Dobbins?

– Es imposible que lleguen hasta él. Su habitación en el hospital parece Fort Knox. ¿Dónde está Bowrick?

El período de estancia confidencial de Bowrick en la clínica, que acababa a medianoche, era otra preocupación que añadir a su lista.

– No lo encontrarán.

Dray tomó un sorbo de café y arrugó la cara ante el calor.

– ¿Por qué habrían de quedarse los Masterson donde los busca todo el mundo?

– Odian Los Angeles porque su hermana fue asesinada aquí, odian a los polis de esta ciudad porque no llevaron bien el caso de su hermana y odian el sistema porque los tribunales de esta jurisdicción pusieron a su asesino en libertad.

– ¿Dónde está ahora?

– Le pegaron un tiro.

– Qué coincidencia.

– Desde luego. -Tim hizo crujir los nudillos-. Tienen un plan para la ciudad. Cuentan con buenos contactos y saben por dónde se mueven. Además, todos los expedientes que robaron tienen que ver con la ciudad de Los Ángeles.

– Ahora está mucho más claro su móvil para matar a Rayner -dijo Dray-. Atar cabos sueltos. Eliminar a los testigos. -Hinchó el pecho y lanzó un suspiro hondo e intenso, como si expulsara algo de su cuerpo.

– Sí. Saben que no hay pruebas de peso, porque, en caso contrario, ya se habrían presentado cargos. Se dedican a hacer limpieza.

Dray echó la cabeza atrás igual que si hubiera recibido un golpe. La exasperación y la intensidad daban color a sus tersas mejillas. Habló lentamente, como si aún tuviera que ponerse a la altura de sus pensamientos:

– Hay otro cabo suelto que tendrán que atar.

Tim notó que se le quedaba la boca seca al instante y le pareció oír una suerte de oleaje oceánico. Caer en la cuenta de improviso lo alarmó y le provocó un estrés inmediato.

Se puso en pie y fue pasillo adelante.

Sacaba munición del armero para meterla en una mochila cuando reparó en la presencia de Dray en el umbral. Se había metido el fajo de billetes en el bolsillo de atrás de los vaqueros. Dray observó sus manos, la munición.

– Coge el chaleco antibalas -le aconsejó.

– Sería un estorbo.

– Así mueras y te reencarnes en una mujer afgana.

Tim se dio media vuelta, se colgó la mochila al hombro y fue hacia la salida, pero ella se le cruzó en el umbral. Tenía los brazos extendidos y las manos cogidas a las jambas; la repentina proximidad de su rostro, su pecho, le trajo a la cabeza el momento previo a un abrazo. Alcanzó a oler su perfume de jazmín y notó el calor que emanaba su rostro arrebolado. Si hubiera vuelto la cabeza, sus labios habrían rozado los de ella.

– Vas a llevarte el puto chaleco -insistió Dray-. No es un consejo.

Capítulo 42

Cuando Tim salió de Grimes Canyon Road para seguir el sinuoso trayecto hasta la casa quemada, notó una suerte de rasgueo en el vacío donde debería haber tenido el estómago. Fue aminorando la velocidad hasta detenerse entre los cimientos cubiertos de malas hierbas sobre los que se había erigido la casa; unos matojos crujieron bajo las ruedas.

Un poco más adelante, el garaje aislado se alzaba a los pies de un bosquecillo de eucaliptos. De noche, transmitía una sensación de grandeza dilapidada, como una mansión sureña deshabitada, pero a la luz impávida del día, adquiría un aspecto patético que no resultaba en absoluto amenazador. Tim se puso los guantes y el chaleco antibalas y luego se acercó.

Las ventanas cubiertas de mugre se habían vuelto casi opacas. La puerta del garaje chirrió sobre las bisagras oxidadas. Lo primero que le llamó la atención fue el hedor, sucio y húmedo, el olor a agua estancada y posteriormente drenada. La cañería rota había depositado esquirlas de sedimento en el suelo de hormigón.

El mismo sofá raído. El mismo agujero en la pared opuesta, aunque ya no lo tapaban las braguitas de Ginny. La misma penumbra que lo envolvía todo.

Pero ni rastro de Kindell.

La mesita auxiliar estaba en el suelo; el tablero de contrachapado barato se había roto por la mitad y enseñaba infinidad de astillas. Uno de los cojines del sofá estaba en vertical, la tela rasgada en la parte anterior como una costura reventada. El relleno rugoso y amarillento asomaba por la abertura. Aunque la lámpara estaba hecha añicos en el suelo, la bombilla seguía milagrosamente intacta.

Los indicios de un breve forcejeo.

Posó las yemas de los dedos enguantados en una mancha oscura que hacía el sofá y luego untó la humedad del cuero sobre el enlucido blanco de la pared del fondo para distinguir su auténtico color, que era rojo sangre.

Encima del mostrador se veía un envase de leche tumbado. Aunque estaba cerrado, dejaba caer un finísimo hilillo de líquido. Lo puso en vertical. Estaba casi vacío. Se quedó mirando el charco de leche en el suelo, que tenía algo más de un metro de diámetro. Contempló su soporífera expansión y calculó que debía de llevar así al menos media hora.

Se habían llevado a Kindell a alguna parte. Si su intención hubiera sido sencillamente matarlo, lo habrían hecho allí mismo, en un lugar aislado, tranquilo, rural. El bosque de eucaliptos habría amortiguado en buena medida los disparos.

Había otro plan en marcha.

Cuando ya salía, le llamó la atención una veta blanca en el relleno del cojín al aire. Se acercó, introdujo la mano y, al tirar, sacó el calcetín de su hija.

Una cosa diminuta, poco más de quince centímetros de un extremo al otro, con un círculo de lunares de aspecto circense en la cenefa superior. El calcetín de su hija. Metido en un cojín rasgado igual que una revista porno, una bolsa de marihuana, un fajo de pasta. En ese lugar.

Le temblaban las piernas, de modo que se sentó en el sofá con el calcetín aferrado entre las manos, los pulgares hundidos en el tejido. La pequeña habitación dio un giro ebrio y se cernió sobre él una mezcolanza de sensaciones. Una vaharada de diluyente de pintura. La leche que caía de la encimera. Una comezón en la herida encima del ojo. El olor de la mesa de embalsamamiento, de lo que había quedado de su hija al cabo.

Se llevó una mano a la frente y la retiró húmeda. Le temblaban las rodillas, ambas, de forma incontrolable. Intentó ponerse en pie pero no consiguió hallar fuerzas en sus piernas, de modo que volvió a tomar asiento, aferrado al calcetín de su hija; no temblaba de ira sino debido al anhelo implacable de abrazarla, un anhelo más profundo que la pena o incluso el dolor. No estaba preparado, no había previsto la necesidad de escudarse de semejante vulnerabilidad, y el diminuto calcetín blanco con sus estúpidos lunares había penetrado por sus fisuras para alcanzarlo en lo más hondo.

Transcurridos diez minutos, o tal vez treinta, se las arregló para salir bajo un sol de justicia y atravesar los cimientos chamuscados hasta su coche. Permaneció un momento sentado e intentó recuperar el aliento.