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A Dray se le iluminó la cara.

– Y luego lo negó.

– Como si hubiera podido hacerlo yo. O tú. O aquella vez que calentó el termómetro en la bombilla para no ir al colé.

La sonrisa de Dray imitó la suya.

– Volví a entrar a su habitación y el mercurio había subido a cuarenta y dos grados.

– La princesa tirana.

– El diablillo. -A Dray se le quebró la voz, tenue y cariñosa, y se llevó el puño a la boca.

Tim vio que se esforzaba por no derramar lágrimas y mantuvo la mirada hasta que sus propios ojos se secaron.

– Por eso no puedo… por eso lo evito. Cuando hablamos de ella es todo tan…, cercano… Y me…

– Yo necesito hablar de ella -dijo Dray-. Necesito recordarla.

Tim hizo un gesto con la mano, aunque ni él mismo supo qué quería decir. Otra vez le pasmaba la ineficacia de las palabras, su incapacidad para digerir los sentimientos y transformarlos en frases.

– Es parte de nuestra vida, Tim.

Los ojos se le volvieron a humedecer.

– Ya no.

Dray lo contempló hasta que él apartó la mirada.

– Vete a trabajar le dijo.

Capítulo 5

Tim fue al centro a toda velocidad y llegó a la colmena de edificios federales y palacios de justicia en torno a Fletcher Bowron Square. La achaparrada estructura de cemento y vidrio que pasaba por Edificio Federal albergaba las oficinas de la Brigada de Búsqueda y Captura. Empotrado en la fachada había un mosaico de grandes dimensiones que representaba a unas mujeres con la cabeza cuadrada y Tim nunca había llegado a apreciarlo del todo. Las pocas veces que había llevado a Ginny a su despacho, a ella le había parecido inquietante el mural, en principio inofensivo; al pasar, mantenía la cabeza apartada hacia un lado. A Tim siempre le había costado trabajo descifrar sus miedos, entre los que se contaban los cines, la gente de más de setenta años, los grillos y Elmer Fudd, ese cazador que siempre va detrás de Bugs Bunny.

Se identificó a la entrada, subió las escaleras hasta la primera planta y recorrió el pasillo con suelo de baldosas blancas y mosaico moteado en las paredes.

El despacho en sí no era gran cosa, un laberinto de cubículos de metal con mesas de escuela y paredes con moqueta de un color rosado parecido al vómito mezclado con jarabe Pepto-Bismol. La administración llevaba meses prometiendo a los agentes un traslado al cercano edificio Roybal, más elegante y espacioso, y había ido demorando la mudanza un mes tras otro. El mosqueo había alcanzado la intensidad de un programa de cotilleo, pero no había servido de gran cosa; los agentes no eran los primeros en darse cuenta de que la burocracia federal avanzaba como una tortuga artrítica, y, a decir verdad, un despacho de pacotilla nunca había supuesto ningún impedimento para unos hombres que, de todos modos, preferían la calle. Las paredes estaban cubiertas con recortes de periódico, estadísticas criminales y fotografías de los delincuentes más buscados. John Ashcroft vigilaba desde un retrato, todo ojillos brillantes y barbilla de endeble.

A medida que se abría paso por el entramado de cubículos hasta su mesa, los demás agentes murmuraban palabras de condolencia y apartaban la mirada, justo la clase de reacción que había querido evitar yendo al trabajo.

Oso se le acercó casi a la carrera y ocupó el estrecho espacio de separación entre las mesas. Iba bien pertrechado: casco antibalas bajo un brazo, gafas colgadas del cuello, finos guantes de algodón, una radio portátil con micro de manos libres, dos juegos de esposas negro mate, una ristra de esposas flexibles de plástico duro colgada del hombro, botas negras con puntera de acero, una Beretta enfundada en la cadera, un pulverizador con gas pimienta, cargadores de repuesto en una cartuchera colgada del hombro derecho y un chaleco táctico de nivel III, más flexible que los chalecos especiales con un voluminoso revestimiento antitraumatismo, pero igualmente capaz de detener la mayoría de los disparos. Casi veinte kilos, sin contar su arma de asalto principal, un fusil de repetición Remington recortado con capacidad para doce proyectiles, cargado con cartuchos 00 y provisto de un cañón de ánima lisa de treinta y cinco centímetros y empuñadura de pistola. Puesto que no tenía culata de fusil, el retroceso era de una fuerza equivalente a unos dieciséis kilos que debían absorber los brazos; tarea fácil para Oso, aunque Tim había visto a agentes más delgados caerse de culo.

Al igual que el resto de los miembros de la Unidad de Respuesta y Detención, Tim prefería el MP-5 con culata, que permitía seleccionar mejor los objetivos. Consideraba que el arma de Oso era un error de criterio porque ocupaba ambas manos y ofrecía problemas a la hora de penetrar en un área cerrada, pero Oso había cogido cariño al Remington en los tiempos en que trabajaba en Protección de Testigos, y el estruendo que producía cada vez que disparaba un proyectil aumentaba considerablemente el canguelo del fugitivo más pintado.

La URD estaba formada por los agentes judiciales federales mejor preparados. Cuando sonaba la sirena, abandonaban su labor habitual, se ponían ropa de asalto y llevaban a cabo operaciones de precisión para detener a fugitivos. Gracias a su experiencia en Operaciones Especiales y su historial de detenciones, Tim había tenido la buena fortuna de entrar en la U Kl) casi inmediatamente después de licenciarse en la academia. Durante una redada efectuada el segundo mes, su unidad había estado registrando hasta quince escondites al día, empuñando armas en cada registro. La mitad de las veces tiraban la puerta abajo de una patada, y en más de la mitad de las detenciones se trataba de hombres armados.

Oso apenas aminoró el paso al llegar a la altura de Tim, y éste se volvió y avanzó con él para que no lo arrollara.

– Te estamos esperando. Abajo. Ahora. Tendremos la charla previa de camino.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Tim.

– Nuestro confidente nos ha dado un chivatazo sobre un colega que debía transportar un cargamento de vino importado y pasarlo por la aduana de San Diego. Ha quedado con un tipo que encaja con la descripción de Heidel.

– ¿Dónde?

La estrella dorada de agente federal destellaba en el cinturón de cuero de Oso a medida que iba andando.

– En el hotel Martía Domez. En Pico y Paloma.

Probablemente el camello dejaría la droga en una camioneta en el aparcamiento para que no le pillaran con ella en la habitación. En el motel recibiría el primer pago y se le indicaría cómo llegar hasta el escondite, donde se extraería el agua del supuesto «vino» para obtener la cocaína.

– ¿Cómo habéis localizado el lugar? -quiso saber Tim.

– Gracias a la UVE. Heidel es un cabrón de lo más listo y ha estado cambiando de teléfono prácticamente cada dos días, pero nuestro informador nos pasó su nuevo número y hemos localizado la señal de un móvil justo en la esquina de Paloma con la Doce.

La UVE, Unidad de Vigilancia Electrónica, tenía una serie increíble de trucos a su disposición a la hora de dar con fugitivos. Todo teléfono móvil emite un impulso acústico de localización en su frecuencia de emisión característica, identificándose así ante su red. Si una agencia gubernamental autorizada, como el Servicio Judicial Federal o la Agencia Nacional de Seguridad, está dispuesta a hacer una inversión desmesurada, se puede programar un sistema celular a escala nacional para concretar la emisión de ese impulso a un área de cobertura local con un radio de unos doscientos setenta y cinco metros. Debido a lo cara que resulta -para realizar esta clase de rastreo hacen falta hombres, coches y aparatos de GPS-, los problemas evidentes para obtener permisos y la necesaria cooperación del sector privado de telecomunicaciones, esta tecnología se utiliza muy rara vez. En el caso de Heidel, iban a por todas.