El crepúsculo daba a la calle una textura granulada y le imponía el leve desenfoque de los documentales bélicos y las desvaídas fotografías en blanco y negro. En alguna parte, a kilómetros de allí, el rumor de las olas alcanzó una intensidad audible.
Tim se las arregló para subir la colina por detrás de la casa. Avanzó a paso firme y ligero, agachándose allí donde calculaba que podían detectarlo los objetivos de las cámaras o los haces infrarrojos. Tuvo que sortear como un acróbata una zona vigilada por sensores de movimiento sincronizados cerca del costado de la casa, y luego comprobó que el trayecto hasta la cima estaba despejado. Para no tener que preocuparse por que se le cayera el arma, se la volvió a meter en la funda que llevaba al cinto.
Se tumbó boca abajo e inspeccionó el jardín trasero a la luz cada vez más escasa, arrepintiéndose de haber dejado las gafas de visión nocturna con el resto del equipo de guerra en el maletero del Acura. Si algo bueno tenía la verja, que llegaba a la altura del pecho y estaba coronada por un alambre de espino en espiral, era que se ceñía a las normativas de altura de cercas y vallados en zonas residenciales. Con barrotes de hierro a juego, las ventanas de atrás parecían igualmente impenetrables que las anteriores. Una colonia virtual de cámaras de seguridad enfocaba la puerta de atrás cual atentos perrillos de las praderas. Alcanzó a ver un detector de movimiento junto a la puerta trasera, una caseta de perro ominosamente tranquila bajo un manto de sombra y heces de can en el césped, cuyo contorno tenía forma de riñón.
Sin dejar de vigilar por si aparecía algún chucho, fue avanzando colina abajo y dirigió los prismáticos hacia la puerta posterior, casi oculta tras la gruesa rejilla de la pantalla de seguridad. Una sola lámina de vidrio enmarcada por un grueso montante de madera. Aunque no podía confirmarlo desde donde se encontraba, le pareció que los márgenes del vidrio llevaban una cenefa oscura, una capa de plexiglás característica de los cristales a prueba de balas. Un dispositivo de protección cubría la cerradura y solapaba el marco de forma que no se pudiera abrir la puerta con una tarjeta de crédito; eso, y las bisagras a la vista, indicaba que la puerta se abría hacia fuera. La cerradura en sí albergaba una serie de cerrojos con inmensas bocallaves, probablemente hechos a medida.
No esperaba menos del Cigüeña.
El vidrio a prueba de balas daba a un lavadero y a otra puerta cerrada, ésta maciza. Dos círculos lustrosos en la segunda puerta sugerían cerraduras estándar, probablemente Medeco, con dispositivo antirrobo. Un relumbre de metal cerca del pomo indicaba la presencia de un recubrimiento magnético que la reforzaba frente al uso de una palanqueta. Habría apostado a que ambas puertas contaban con hembras reforzadas, largos tornillos para protegerlas ante la posibilidad de una entrada por la fuerza.
Tenía un buen trabajo por delante.
Estaba a punto de retroceder cuando se encendió una luz en el interior de la casa, revelando una amplia mesa sobrecargada de teclados y monitores de ordenador y rodeada por una suerte de jaula cubierta con una malla de cobre. Apareció el Cigüeña con un pijama azul cielo, entró en la jaula arrastrando los pies y se sentó delante del cúmulo de aparatos.
Tim permaneció tumbado en la oscuridad sin apartar la mirada de aquel hombre que había tenido que ver con el desmembramiento de su hija. Notaba cómo le latía el corazón en las yemas de los dedos, los oídos; toda su piel parecía moverse impulsada por el aumento de la frecuencia cardíaca. Imaginó al Cigüeña tras un teleobjetivo, enfocando tranquilamente mientras Kindell salía de su casucha con paso vacilante y los muslos manchados con la sangre de Ginny para… ¿para qué? ¿Aullar a la luna? ¿Respirar el aire fresco? ¿Recuperar el aliento para seguir dándole a la sierra? Al Cigüeña debía de darle lo mismo; seguramente desmontó la cámara con todo cuidado, alojó las piezas entre la espuma del estuche y recogió el cheque.
El Cigüeña tecleó unos momentos y luego hizo una pausa para desentumecer las manos agarrotadas. A través de las ventanas enrejadas, Tim le vio reanudar el trabajo antes de retirarse colina arriba.
Le llevó casi diez minutos desandar sus pasos sin hacer saltar ninguna alarma ni cruzar por delante de los objetivos. Se sentó en su coche a unas manzanas de allí para pensar y lamentó haber dejado de mascar tabaco, porque necesitaba algún gesto físico que reflejase su actividad mental.
Aunque era bastante hábil con la ganzúa y la palanqueta, no poseía la sutileza ni la preparación del Cigüeña. No tenía la menor oportunidad frente a semejantes cerraduras.
La sutileza tendría que irse al carajo.
Pagó en efectivo en el mostrador de la ferretería Ace, donde invirtió la mayor parte de lo que le había dado Dray. La cajera, una vieja bruja con las manos ásperas de un jardinero veterano, llamó de un silbido a un compañero para que ayudara a Tim a llevar la compra hasta el coche. Este rechazó su ayuda y metió todo el equipo en una enorme bolsa de lona que había sacado de un cubo lleno a rebosar en el pasillo cinco de la ferretería.
– Debe de ser un proyecto de cuidado. -A la mujer le olía el aliento a enjuague bucal barato.
Tim se echó la bolsa al hombro.
– Desde luego que sí.
A Tim, atravesar el patio delantero del Cigüeña por el sendero adecuado le resultó más difícil con la voluminosa bolsa a la espalda, sobre todo en plena noche. No había modo de sortear los sensores de movimiento sincronizados a un lado de la casa, y no tenía paciencia ni herramientas para colocar un espejo que reflejase el haz infrarrojo sobre sí mismo. En vez de eso, sacó un espejito de afeitar de la bolsa, lo hizo pedazos y desvió el rayo momentáneamente con un fragmento para untar la carcasa de vaselina.
Tras la tediosa tarea de arrastrarse y arrastrar el equipo, llegó al puesto de vigilancia en la ladera de la colina. El esfuerzo y el pesado chaleco lo dejaron cubierto de sudor. A sus pies, el Cigüeña seguía trabajando al ordenador vestido con su pijama azul. Por lo visto, hablaba consigo mismo. Transcurridos unos minutos, Tim oyó el timbre estridente de un teléfono y el Cigüeña contestó a un móvil encima de la mesa, aunque, al parecer, no había nadie al otro extremo de la línea. Meneó la cabeza al caer en la cuenta de que había cogido el teléfono que no era y volvió a posar el móvil. Tras levantarse del taburete detrás de los monitores, fue a la cocina aneja.
Tim comprobó la bolsa para asegurarse de que contaba con todo lo necesario y además lo tenía bien ordenado. A continuación inició un sigiloso descenso hasta la verja trasera. Se colocó un aerosol de autodefensa al cinto, comprobó el arma y sacó del bolso una manta aislante. Se veía al Cigüeña en la cocina, sentado en una banqueta, tomando zumo por una pajita al tiempo que se inclinaba para hablar por el auricular de un teléfono fijo en la pared. Consiguió abrir entre aspavientos el tapón de un frasco y tomó unas cuantas pastillas sin dejar de frotarse las manos artríticas.
Respiró hondo y lanzó la bolsa de lona por encima de la verja. La hierba amortiguó su caída, pero, aun así, oyó un súbito movimiento dentro de la caseta del perro. Desplegó la manta aislante sobre el alambre de espino y sorteó la verja en el momento en que un dóberman se lanzaba hacia él enseñando los dientes. Cayó al suelo y cogió el aerosol al tiempo que el perro iniciaba un largo salto con los colmillos fuera. Lanzó una rociada y esquivó al animal, que se introdujo por sí mismo en la nubecilla tóxica, quedando los gruñidos reducidos a meros gemidos. El perro rodó por el suelo e intentó frotarse los ojos con las patas mientras emitía un quejido arrastrado similar a un relincho.