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Tim se colgó la bolsa del hombro y echó a correr camino de la puerta de atrás. Reventó con una palanqueta la pantalla de seguridad, que cedió con un grato chasquido metálico y osciló sobre sus bisagras. Hincó una rodilla y empezó a sacar material de la bolsa. Mientras colocaba en el taladro eléctrico una ancha broca circular, oyó movimiento en el interior de la casa: el Cigüeña se acercaba a paso vacilante.

Tras atravesar el lavadero, el Cigüeña se detuvo para echar un vistazo por el vidrio de la puerta trasera.

– Me alegro de que me haya encontrado, señor Rackley, porque no conseguía dar con usted. Robert y Mitchell se han vuelto completamente locos.

– Abre y vamos a hablar.

– De algún modo me he visto involucrado, pero yo…

– Ya sé que estás involucrado. Sé que te encargaste de abrir la cerradura en casa de Rhythm.

– Ahora mismo iba a decirle que Robert y Mitchell me coaccionaron para que les ayudara. No era mi intención, pero me amenazaron con matarme y qué sé yo. Lo hice con un arma apuntándome a la cabeza. Les dije que no volvería a colaborar.

– También sé que tuviste que ver con la muerte de mi hija.

Al Cigüeña le flaqueó el cuerpo entero, echó los hombros adelante y agachó la cabeza.

– No fue idea mía. Ni lo elegí yo. Intenté advertirles que no lo hicieran, les dije que sólo provocaría…

– ¿Dónde están? ¿Adónde se han llevado a Kindell?

– No he estado en contacto con ellos. Se lo juro, señor Rackley. No sé dónde están. -Volvió la mirada hacia el dóberman, que seguía rodando por el césped, junto a la verja trasera-. ¿Qué le ha hecho a Gatillo? -Se le aceleró la respiración-. Dios, mi casa, ¿cómo ha…? -Lo recorrió un escalofrío-. ¿Por qué habría de confiar más en usted que en ellos?

– Esto acaba aquí, Cigüeña. Es hora de que respondas ante mí. Y ante las autoridades.

– No voy a dejarle entrar. No pienso permitir que me entregue. -La voz chillona del Cigüeña no hizo gran cosa por disimular su pánico.

Tim levantó el taladro. Con un intenso chirrido, se abrió paso a través del cristal a prueba de balas y dejó un limpio agujero del tamaño de un posavasos junto al pomo, por el lado del montante de madera. A continuación puso en marcha una sierra eléctrica con empuñadura de pistola.

– ¡Comete un terrible error! -gritó el Cigüeña.

Tim soltó el gatillo y dejó que guardara silencio el filo convulso.

– Tengo pruebas contra usted, señor Rackley, ¿o acaso no le importa? -Al Cigüeña le caían por las mejillas goterones de sudor que le nacían de la cima de su cráneo pelado-. Usted fue quien cometió los asesinatos en realidad. Yo no era más que el técnico. Si me entrega, me iré de la lengua, y su vida también habrá terminado.

Tim volvió a poner en marcha la sierra; el Cigüeña dio un paso adelante y lanzó un grito al tropezar con una pulcra hilera de zapatos dispuestos al lado de la lavadora. Tenía el rostro de un tono rojo atomatado. Tim empezó a cortar el vidrio a prueba de balas, que no opuso mucha resistencia. Llegó a la madera del travesaño, y el zumbido de la sierra alcanzó un tono más agudo. El filo había empezado a paralizarse; las sierras mecánicas eran más adecuadas para el cristal a prueba de balas, pero también resultaban mucho más estruendosas.

El Cigüeña se había echado contra el cristal, a escasos centímetros de Tim, y le suplicaba. Éste paró la sierra y cambió el filo.

– Participaste en los preliminares de la muerte de mi hija. Te quedaste allí sentado y sacaste fotos mientras la cortaban en pedazos. Voy a entrar. Voy a hacerte hablar. Y no pienso dormir, ni comer, ni descansar hasta que los tres hayáis pagado por lo que hicisteis.

– ¡Basta! ¡Por el amor de Dios, basta! -El Cigüeña apretaba las manos y la frente contra el vidrio a prueba de balas, dejando manchas. Estaba jadeando y su aliento empañaba el cristal aquí y allá. Le temblaban los hombros, y su nariz, curiosamente pálida, era una mera pincelada blanca en el rostro enrojecido. Por lo visto, estaba llorando-. Sólo quiero que me dejen en paz. De todos modos, desde que filtró mi nombre a la prensa, ya no puedo dar ni un paso. No voy a hacer nada. Ni siquiera saldré de casa. Sólo quiero vivir aquí, a solas.

Tim volvió a poner en marcha la sierra y se echó hacia delante.

La expresión del Cigüeña cambió repentinamente y recuperó su habitual semblante inescrutable: había acabado la representación. Se apartó de la puerta, sacó una Luger que llevaba metida en la cintura del pijama y disparó a través del agujero en el vidrio directamente contra la boca del estómago de Tim.

La fuerza del disparo le hizo caer de los peldaños de cemento. Retrocedió otros dos pasos y quedó tendido sobre el césped. A pesar del dolor punzante, consiguió rodar dos veces de costado para quedar fuera del limitado ángulo de tiro de la Luger por el agujero. Intentó gritar pero no lo consiguió; intentó coger aire pero no pudo.

Con la boca abierta, dio unas sacudidas moviéndose de la cabeza a los pies; sus entrañas eran un denso nudo de dolor que no le permitía coger aliento. Surgió de su boca un gañido gutural que sonó extraño a sus propios oídos. Lanzó patadas y se golpeó contra el suelo como un pez contra la cubierta de un barco. El Cigüeña lo observó con curiosidad, subiéndose las gafas de vez en cuando con los nudillos.

– No iba a permitir que acudiera a las autoridades, ahora que ya sabe dónde vivo, señor Rackley. Seguro que se hace cargo.

Tim intentó quitarse la cazadora a manotazos, aturdido aún, forcejeando aún, constreñido aún desde el cuello hasta las entrañas. Su interior sufrió un espasmo y se relajó al mismo tiempo; entonces consiguió coger una bocanada de aire frío que le hizo toser de inmediato. Al borde de la hiperventilación, se puso a cuatro patas para toser, inhalar y coger aire a sorbos. Le goteaba la nariz, y pendía un reguero de saliva de su labio inferior. Tenía la sensación de que le acababan de golpear en el estómago con un martillo de demolición.

Se puso en pie; el Cigüeña lo observó pasmado.

Sin poder evitar un gesto de dolor al sacar primero un hombro y luego el otro, Tim se quitó la cazadora. Fue entonces cuando el Cigüeña vio el chaleco antibalas. Se le desorbitaron los ojos en un gesto casi cómico de pánico renovado, y emitió un gritito. Se dio la vuelta y cruzó el lavadero a la carrera para dar un portazo a su espalda. Tim le oyó echar cerrojos y arrastrar sillas.

Se acercó de nuevo a la puerta con zancadas firmes y furiosas. No dejó de notar ni un solo segundo el estómago dolorido mientras, en sentido descendente a partir del orificio, serraba el vidrio hasta alcanzar el travesaño inferior de madera. Propinó una patada a la puerta, que se partió. Al salir disparada la mitad del vidrio, quedaron perfectamente insertados en la jamba un tramo del montante, una fina pestaña de vidrio a prueba de balas y un montón de cerrojos. Tim pasó por el hueco con la bolsa a rastras.

Apenas había dado tres pasos cuando lo detuvo la puerta maciza del lavadero. Tenía refuerzos de acero y, tal como había supuesto, ambas cerraduras eran Medeco.

Al otro lado, oyó los movimientos aterrados del Cigüeña.

– Lo siento. Pero me ha asustado, lo cierto es que me ha asustado. Tengo dinero, cantidad de dinero. En metálico. Lo guardo aquí, casi todo. Puede llevarse… puede llevarse lo que quiera.

Tim quitó la broca circular del taladro y colocó una punta de carburo. Las cerraduras Medeco tenían cojinetes de bolas reforzados y accesorios de inserción de acero endurecido que habrían dejado inservible cualquier broca normal.

Cogió el pomo de la puerta y una sacudida eléctrica volvió a lanzarlo al suelo. Se apoyó contra la pared junto a la puerta trasera partida y, con la lengua y los dientes entumecidos, meneó la cabeza al tiempo que se cogía el brazo para evitar que siguiera temblándole.