El astuto cabrón había conectado el pomo a la corriente.
Se puso en pie y se apoyó en la lavadora hasta que se le pasó el vértigo. Lo recorrió una leve sensación de náusea que, al desaparecer, sólo le dejó el recuerdo de un intenso dolor en el abdomen, una pulsación que se le propagaba hasta la vejiga y el pecho cada vez que cogía aire.
El Cigüeña se había quedado en silencio al otro lado de la puerta.
Tim hurgó entre el montón de calzado y apartó las diminutas deportivas del Cigüeña y un par de mocasines gastados. Una bota de paseo que encontró al fondo, con la suela de caucho manchada de un polvo rojizo, le serviría. Introdujo la empuñadura del taladro en la bota, la cogió como mejor pudo y se sirvió de un cordón para atar el gatillo.
Al reanudarse los gemidos del taladro, el Cigüeña empezó a suplicar de nuevo:
– Concédame al menos quince minutos y me largaré de la ciudad. No volverá a verme en la vida. ¡Por favor!
Tim dirigió la punta de carburo contra el núcleo de la cerradura, directamente sobre la bocallave. Saltó una prolongada lluvia de chispas como la de unos pequeños fuegos de artificio a medida que el taladro avanzaba, iba eliminando las piezas de la cerradura y descabalaba tumbadores y muelles. Cuando hizo una pausa para limpiarse las manos recalentadas en los vaqueros, le dejaron manchas rojas de la suela de caucho mugrienta. Coger el taladro con la bota de por medio no era tarea fácil; para cuando acabó con la segunda cerradura, la cuña del aparato humeaba y tenía los antebrazos agarrotados.
Sacó la pistola y propinó una patada a la puerta, que se abrió de golpe y lanzó una silla apuntalada hacia el salón. De un enchufe salía un cable de lámpara cortado cuyo extremo opuesto estaba pelado y sujeto con cinta adhesiva al pomo.
Ni rastro del Cigüeña.
Oyó quejidos al fondo de la casa, así que cruzó el salón en dirección al pasillo posterior con los codos en posición y el 357 adelantado. La casa estaba abarrotada de trastos. Tres cestos de ropa llenos de cerraduras reventadas y taladradas. Una hilera de máquinas para hacer llaves colocadas unas al lado de las otras, cada una de ellas un barullo amenazante de brazos, palancas y dientes. Gafas de protección colgadas de ruedas bruñidoras. Soldadores. Cajas de distintos tamaños llenas de interruptores, enchufes y arandelas. Aparatos con múltiples antenas que ofrecían un aspecto curiosamente vital.
Avanzó con suma precaución, evaluando todo lo que había a su alrededor en busca de alguna trampa.
La voz del Cigüeña resonó desde el otro extremo del pasillo:
– No me detenga, por el amor de Dios. Alguien como yo no lo resistiría. No aguantaría ni un segundo en la cárcel. -Las palabras fueron deteriorándose hasta resultar ininteligibles.
Unos veinte centímetros por encima del suelo del pasillo, justo antes del recodo, Tim vio el brillo de un finísimo cable y tuvo buen cuidado de no tocarlo al pasar.
El cuarto de baño a la vuelta de la esquina estaba vacío, igual que el estudio delante de éste. Tim rastreó el tenue lloriqueo hasta el cabo del pasillo. Otra puerta cerrada, ésta de madera maciza. Se pegó a la pared por el lado del quicio. Cuando tendió la mano y llamó, el lloriqueo se convirtió en un chillido.
– Váyase, por favor. Lamento haber intentado matarlo, señor Rackley. No puedo ir con usted y ser detenido. No puedo.
– ¿Adonde se han llevado Robert y Mitchell a Kindell?
– No pienso decir nada. No voy a ir a la cárcel. No pienso ir a la cárcel. Le juro que… -Sus palabras se interrumpieron de improviso y dejaron paso a un silencio mortal.
– ¿Cigüeña? ¿Cigüeña? ¡Cigüeña!
No hubo respuesta.
Transcurrido otro minuto de silencio, Tim hizo ruido de pasos sin moverse del sitio para ver si así le incitaba a disparar. Pegó un taconazo a la puerta, pero eso tampoco provocó ninguna respuesta. Le dolía el estómago. Tal vez se había roto una de las costillas inferiores. Aún notaba un cosquilleo en el paladar por efecto de la descarga eléctrica. Sentía un dolor punzante en el hombro.
Se deslizó pared abajo hasta quedar en cuclillas, con la pistola suspendida entre las piernas, y aguzó el oído.
El silencio era absoluto.
Volvió a ponerse en pie y se esforzó en ahuyentar el dolor, en centrar la atención. Girando sobre sí mismo, propinó un puntapié a la puerta justo al lado de la cerradura, pero no cedió. Retrocedió unos pasos y se cogió el tobillo mientras maldecía. El pie se le había quedado hecho polvo.
Desanduvo sus pasos por el pasillo con buen cuidado de no tropezar con el cable, cogió un par de ganzúas acanaladas y regresó. Haciendo todo lo posible por mantenerse a un lado de la puerta, aferró el pomo y lo giró con fuerza para hacer saltar las arandelas y hurgar en los cilindros. Luego pegó la espalda al quicio, hizo de tripas corazón para ahuyentar los diversos dolores y se preparó para entrar.
A la de dos.
Esta vez la puerta cedió ante la fuerza de la patada. Irrumpió en la habitación e hizo un barrido de izquierda a derecha con el 357.
El Cigüeña estaba recostado contra la pared opuesta, hecho un ovillo debajo de la ventana, con la Luger en el suelo delante de sí. Tenía las piernas encogidas debajo del cuerpo, un brazo en torno a una rodilla, una mano aferrada al pecho. Se le veía el rostro de un intenso color rojo, cubierto de sudor reseco, la boca entreabierta. Las gafas se le habían descolgado de una oreja y le caían al sesgo sobre la cara.
Tim apartó el arma de una patada, le tomó el pulso y no notó salvo la piel pegajosa y lánguida. El débil corazón del Cigüeña había acabado por fallar.
Se puso en pie y contempló la habitación, una extraña mezcolanza de antigüedades de solterona y juguetes pasados de moda. Una colcha sobre una cama con el armazón parecido a un trineo. Una gramola Silvertone encima de una mesita barnizada junto a un montón de viejos discos de vinilo, una pila de billetes de cien dólares desordenados y una fiambrera de hojalata decorada con dibujos del Llanero Solitario, con la tapa abierta. La fiambrera estaba llena de billetes de cien pulcramente ordenados.
Se inclinó para echar un vistazo detrás del único cuadro de la habitación -Lou Gehrig, sin gorra y con la cabeza agachada, el hombre más afortunado sobre la faz de la tierra frente a las gradas abarrotadas del estadio de los Yankees- y vio el relumbre de la caja fuerte de acero empotrada en la pared. Al mirar desde el otro lado, vio unos cables y explosivos plásticos. Pensando en sus compañeros de la Unidad de Respuesta y Detención, cogió un rotulador fluorescente del cajón de la mesilla y escribió TRAMPA EXPLOSIVA en letras mayúsculas en la pared con una flecha de gran tamaño que señalaba hacia el marco.
Abrió con cautela la puerta del armario y quedaron a la vista varios cientos de antiguas fiambreras infantiles apiladas desde el suelo hasta el techo. Cogió la de encima -con los personajes de dibujos animados el Avispón Verde y Kato- y la abrió con precaución. Estaba llena de dinero, sobre todo de billetes de cinco y de diez dólares. Supuso que el dinero que había junto a la gramola debía de ser el último pago, quizá por el papel que había desempeñado en la preparación del asesinato del propio Tim. O en un asesinato venidero; el de Kindell.
La encimera del cuarto de baño apenas se veía bajo un manto de frascos de pastillas. Un patito de goma lo miró desde el borde de la bañera. Colgadas de las baldosas se veían docenas de fotografías, la mayoría instantáneas de vigilancia de Kindell dedicado a sus asuntos: salía de un supermercado, se ataba los zapatos en la acera, arreglaba su casucha del garaje como un habitante cualquiera de los barrios residenciales un domingo por la tarde… Tim se preguntó cuáles serían anteriores a la muerte de Ginny. Le sobrevino una necesidad feroz, fantástica: la de retroceder en el tiempo para llenarle de plomo la cabeza a Kindell antes de que el calendario llegara al tres de febrero.