Una fotografía de Tim y Ginny en las barras para trepar del parque infantil, la pequeña con cara de aprensión mientras él mostraba un gesto de impaciencia afectuosa. Ella le cogía la mano con fuerza, como si temiese que las barras fueran a atacarla. Al lado había una instantánea de Ginny volviendo de la escuela, la mochila sobre los hombros, la cara gacha, los labios fruncidos: silbaba para sí, como tenía por costumbre, perdida en esa clase de ensueño en el que parecen sumirse los niños de su edad cuando están solos.
Al mirar la foto, Tim notó que la ira empezaba a cobrar fuerza de nuevo en su interior. Tuvo la sensación de que la mente le chirriaba en su intento de enfrentarse a la colosal injusticia de que Ginny, con apenas siete años, hubiera sido escogida, puesta en peligro y, al cabo, despedazada por causa de su propio talento y sus aptitudes para ser reclutado. Parpadeó la luz piloto del remordimiento, presta a encenderse y brillar en toda su intensidad. ¿Hasta qué punto era responsable él, por su preparación y su perfil psicológico? ¿ Qué parte de la muerte de Ginny estaba relacionada con los rasgos y las aptitudes inherentes al carácter de él? El remordimiento podía alcanzar cotas pasmosas, como bien había aprendido, por mucho que no fuera unido a un error.
Regresó por el pasillo y volvió a sortear el cable de la trampa explosiva para entrar en el salón.
Por todo el suelo había artilugios y chismes en etapas diversas de desarrollo o abandono. Tim reconoció a Betty, el utensilio cónico que habían utilizado para descifrar tonos digitales, y a Donna, el dispositivo espía modificado. Betty había sido alterada por medio de la eliminación del teclado y la inserción de un único auricular de walkman. La cogió, se puso el auricular e hizo oscilar la pequeña antena parabólica por el salón. No detectó nada. La dirigió hacia las puertas abiertas del lavadero y la calle, y le estallaron en el oído los jadeos del dóberman, cálidos y babosos. Lanzó un grito de sorpresa y se arrancó el auricular con el corazón acelerado. El perro seguía tumbado junto a la verja trasera, a unos cincuenta metros. Tim contemplaba el micrófono de largo alcance con admiración renovada cuando se percató de la risilla áspera como papel de lija de Robert a escasos pasos de distancia.
Dejó caer a Betty y antes de que alcanzara el suelo ya tenía el 357 en la mano.
La risa maliciosa de Robert continuó. Con los músculos tensos y el arma presta, Tim siguió el sonido hasta la cocina. Entró en la habitación con la espalda contra la jamba de la puerta, pero no había nada salvo una mesa vacía, la taza de zumo del Cigüeña en la encimera y la luz roja del teléfono.
Cayó en la cuenta de que la risa surgía del altavoz todavía en funcionamiento del teléfono fijo en la pared. Su ataque contra la puerta de atrás había interrumpido la llamada del Cigüeña.
La voz abrasiva de Robert resonó en la cocina por encima de algo que parecía un zumbido parásito de baja frecuencia.
– ¿Te ha asustado algo, princesa?
Tim respondió a voz en cuello en dirección al auricular.
– Me tiemblan hasta los tacones. -Con sólo hablar se le agravó el dolor punzante en el estómago.
– Has montado una buena. Ha sido como en los viejos seriales radiofónicos. La Sombra lo sabe. Seguro que al Cigüeña le habría gustado. ¿Te lo has cargado?
– Está muerto.
– Ya me lo imaginaba.
A pesar del zumbido, Tim oyó un tañido claro y familiar al fondo.
– Tenéis a Kindell.
– No se te pasa una.
– ¿Lo habéis matado?
– Todavía no.
El zumbido parásito apenas audible del auricular encontró resonancia en la cocina, la repentina profundidad del sonido en estéreo. El murmullo parejo procedía de la mesa de la cocina. Al ir acercándose, Tim vio un escáner de radiofrecuencia en el asiento de una de las sillas. El tañido característico que había oído al fondo: la señal acústica que precedía al parte de órdenes para la jornada de la Policía de Los Ángeles. Notó que se le hacía un nudo en el estómago, pero volvió a centrarse en la conversación.
– ¿Qué vais a hacer con él?
– Pues voy a violar sus derechos constitucionales.
Una pantalla digital en el teléfono iba marcando la duración de la llamada: 17.23. El reloj del horno indicaba las 10.44 de la noche. Bowrick ya sólo disponía de poco más de una hora; luego le darían el alta y estaría otra vez en la calle.
– Hicisteis que Kindell secuestrara a mi hija.
Robert se quedó sin aliento; Tim lo oyó por el auricular como una pequeña explosión de ruido parásito. El susurro al cubrir una mano el teléfono. El murmullo de los hermanos conversando.
– No teníamos previsto que saliera así.
– ¿ Ah, no? Bueno, ¿por qué no me cuentas cómo teníais previsto que saliera? Porque, en fin, igual después de oírlo, me da por perdonaros y nos podemos volver todos a casita.
– Necesitábamos un ejecutor. Llevábamos meses esperando, casi un año, mientras Rayner daba vueltas a los perfiles psicológicos. Ananberg se estaba portando como una zorra remilgada. Dumone… bueno, Dumone iba lento. Rayner y nosotros teníamos necesidad de poner el plan en marcha. El problema, según él, era que un tipo con tu perfil no iba a acceder a unirse a la Comisión. Necesitaba una motivación más personal. Así que pensamos en darte un empujoncito.
– Un empujoncito.
– No debía ser gran cosa. Kindell secuestra a Virginia, nosotros entramos a la carga y le volamos la tapa de los sesos antes de que llegue a tocarle un solo pelo. La salvamos y te la devolvemos en secreto. Te contamos que el sistema ha permitido que un pedófilo se libre de la cárcel por tres veces consecutivas y se mude a tu bonito barrio. Te decimos que tenía planes para tu hijita, unos planes que habría llevado a cabo si todo dependiera únicamente del sistema. Te contamos que detrás de nuestra actuación hay un proyecto y, puesto que ese proyecto acaba de salvar la vida a tu hija, te invitamos a una reunión.
– Yo me deshago en elogios y, tras hacer buenas migas con vosotros, me uno a la Comisión.
Algo así.
– ¡Pusisteis a mi hija en manos de un pedófilo convicto! -El veneno que exudó la voz de Tim debió de dejar pasmado a Robert, porque tardó unos instantes en responder.
– Mira, lamento que saliera así, pero corren tiempos duros, y todo eso. Rayner estaba investigando minuciosamente a Kindell porque se había librado de ir a la cárcel por sus crímenes anteriores: esa gilipollez de la enajenación mental, un ardid legal que lo convirtió en candidato potencial a ser eliminado por la Comisión mucho antes de lo de Ginny. Rayner elaboró el perfil. No era un asesino. Ninguno de sus crímenes había tomado ese rumbo. Se nos ocurrió abordarlo y decirle: «Eh, hay una niña que igual te gusta. Cógela y mantenía vigilada. No hagas nada hasta que aparezcamos nosotros.»-Pero no salió así, ¿verdad?
– No, no salió así. Y una vez ocurrido todo, supusimos que Kindell acabaría en la cárcel. Íbamos a intentar sacar provecho de la muerte de Ginny para traerte a bordo, pero cuando volvió a librarse por eso de la sordera… bueno, joder, eso sí te convertía en un candidato ideal. Oye, tío, cuando surge la oportunidad…
– Luego os ganáis poco a poco mi confianza, Rayner manipula el expediente del caso de Kindell para que yo quede convencido de que lo hizo solo, y votamos a favor de su ejecución. Yo me encargo del asunto. Soluciono vuestra mete dura de pata y me libro del único testigo.
– Eso es. Una vez muerto Kindell, no hay nada que nos vincule a Ginny. Ni a ningún otro aspecto de la Comisión. Es tu palabra contra la nuestra.
No tenían ni idea de que Rayner había grabado su llamada desde las inmediaciones de la casa de Kindell. Tim dejó escapar un ruido, una risa estridente, extraña, que lo cogió por sorpresa.