– ¿Qué hostias te parece tan gracioso?
– Os habéis vuelto igual que ellos. Ese proyecto vuestro os llevó a matar a una niña. Una niña de siete años.
– No nos endoses esa mierda -dijo Robert en un tono de voz mucho más fuerte, casi al borde del grito-. Lo que hizo Kindell no es cosa nuestra. No era lo que queríamos.
Desde un primer momento, Tim había intentado comprender la extraña combinación que mostraban los Masterson de resentimiento hacia Tim y horror por la muerte de Ginny. El resentimiento era culpabilidad adulterada; el horror era su propia repugnancia al saber que tenían las manos manchadas de sangre. Recordó las palabras de Mitchell al teléfono: «Vamos a hacerte el favor de dejarte en paz. En cierto modo, te lo debemos.»-Bueno, pues ahora Kindell va a pagarlo -dijo Robert-. Nos lo vamos a cargar por ti. Incluso será una declaración de intenciones frente a esta mierda de ciudad. Un pequeño…
– … Homenaje… -La interjección amortiguada de Mitchell.
– … Para que se entere toda la demás gentuza. El primer paso de la siguiente fase, nuestra fase. Una forma de decir: «Nos lo hemos cargado. Y tú eres el siguiente, hijoputa.»-No puedo permitir que lo hagáis.
La voz de Robert sonó teñida de intensidad y amenaza:
– ¿De verdad piensas luchar por salvar la vida del tipo que mató a tu hija? Ese cabronazo merece morir.
A Tim le vino a la cabeza una imagen de Kindell vivida y fugaz, como solía ocurrirle. La mata de pelo rizado, tan parecida al pellejo de un animal, que coronaba la frente plana. Los ojos húmedos e insensatos, carentes de comprensión emocional. Pensó en el alivio que le aportaría el que Kindell desapareciera de la faz de la tierra. En ese momento le fue imposible imaginar nada más ingrato que esforzarse por salvarle la vida.
– Estoy de acuerdo. Pero la decisión no es nuestra -dijo.
– ¿Ah, no? Está aquí mismo, joder, en manos de Mitch. Dime, ¿ quién ha de tomar esa decisión? -Robert lanzó una risotada-. Y, ya puestos, voy a advertirte que estamos al tanto de tus tratos con el Servicio Judicial. Si vemos cualquier vehículo, nos cargamos a Kindell y salimos a tiro limpio. Y no te quepa la menor duda de que lo sabremos. Tenemos la oreja pegada al suelo.
Tim miró el escáner de radio encima de la silla.
– Se te olvida que llevamos casi un año entero tras tus pasos, Rackley. Sabíamos cuándo aprendiste a no mearte encima. Sabíamos cómo reaccionarías al morir Ginny, cómo hacer que entraras a formar parte de la Comisión. Predijimos tu comportamiento y te dirigimos igual que si fueras un puto muñequito de videojuego. Si medimos nuestras fuerzas, vas a salir perdiendo. Te conocemos, Rackley.
– ¿Igual que conocíais a Kindell?
– Mejor. Trabajamos codo con codo. La próxima vez que te veamos, te vamos a dar con eso en los morros.
– Bonita imagen.
– No te entrometas en nuestros logros.
– Ese tono de rectitud es para mearse -respondió Tim-. Y si crees que voy a dejar esta ciudad a merced tuya y de tu hermano, estás más pirado de lo que pensaba.
Robert dejó escapar un brusco siseo de repugnancia.
La ira de Tim fue reduciéndose a un único punto de calma, el ojo del huracán.
– Voy a por vosotros.
Levantó la pistola y disparó contra el auricular, que sufrió una sacudida y se hundió sobre sí mismo. Nada de chispas ni fragmentos; fue mucho menos satisfactorio de lo que había imaginado. Permaneció unos minutos en la cocina silenciosa, a la espera de que su ira se consumiese por sí misma.
Una comprobación de las frecuencias memorizadas en el escáner de radio confirmó sus peores sospechas: el Cigüeña no sólo se las había ingeniado para captar las frecuencias tácticas de la Policía de Los Ángeles sino también las del puesto de asignaciones del Servicio Judicial, desde donde los mandos se ponían en contacto con todos los agentes de servicio. El eco que había oído por teléfono quería decir que los Masterson -cualquiera que fuese su paradero- estaban al tanto de los movimientos policiales por toda la ciudad. No había manera de saber si también tenían controlada la frecuencia del móvil de Oso. Por el momento, tendría que dar por sentado que al ponerse en contacto con cualquier autoridad les estaría enseñando la mano que llevaba.
De regreso en el salón, acabó de echar un vistazo a alguno de los curiosos inventos animados del Cigüeña antes de centrarse en la jaula de cobre. Con semejante protección, no había modo de que las vibraciones del teclado salieran de allí.
Se inclinó y miró con atención el extraño revoltijo de palabras en la pantalla del ordenador.
– ¿Qué diablos…?
Las letras fueron apareciendo en la pantalla como si las acabara de mecanografiar: «Qué diablos.»Tim encontró el micrófono erguido encima del monitor y habló por éclass="underline"
– Eres un programa de reconocimiento de voz.
La pantalla volvió a copiarle: «Eres un programa de reconocimiento de voz.»Hizo retroceder la pantalla y comprobó que el ordenador había registrado la mayor parte de su conversación con Robert en la cocina, aunque sólo las frases pronunciadas por él.
«Me tiemblan asta los tacón está muerto tenéis aquí del…»
El teléfono no debía de tener la potencia suficiente para que el micrófono recogiera las respuestas de Robert.
Siguió remontándose en el texto escrito hasta llegar a las frenéticas súplicas que el Cigüeña le había dirigido a través de la puerta del dormitorio. Cuando las palabras no resultaban inteligibles, el ordenador planteaba hipótesis: «Vaya sé por favor lamento haber intentado matar lo señora clic no puedo ir con usted y ser detenido no puedo.»Cuando llegó al inicio del documento, descubrió que el Cigüeña había puesto en marcha el programa de reconocimiento de voz para redactar una carta.
Joseph Hardy
Apdo. 4367
El Segundo,
CA 90245
Estimado señor McArthur:
Tengo gran interés en su remesa más reciente de clásicos juveniles, sobre todo Tom Swift y la sonda espacial megascópica, de 1962, y Tom Swift y el rastreador acuatómico, de 1964. Sólo estoy interesado si están en perfectas condiciones. Las páginas del último libro que me envió, El primer inalámbrico de los Chicos de la Radio, estaban muy amarillentas hola hola Robert no me llaméis por esta línea ya os dije que las nuevas están despejadas en el según Dopago faltaban un par de cientos lo conté dos veces me largo no sé porque las cosas sean salido de madre desde que el señora clic filtró todo a la prensa boya largarme de casa ya no me necesitáis para inspección are el terreno el emolumento está desajado por la noche desde lago Linai buena perspectiva en todas dirección es no pienso iris menos esta noche la cosa está que arde no lo siento e incluso si meló pensara mejor hoscos Taría más de loquete un momento Dios un momento me alegro de que me haya encontrado señora clic porque no conseguí a dar con usted
La aproximación del ordenador al diálogo que habían mantenido Tim y el Cigüeña separados por la puerta de atrás continuó hasta llegar a: «Cigüeña cigüeña qué diablos eres un programa de reconocimiento de voz.»A todas luces, había que dar más instrucciones orales al software para que escribiera las frases con sentido; el Cigüeña había dejado de supervisarlo cuando entró en la cocina para responder al teléfono fijo. Cuanto más lejos estaba del micrófono, peor había transcrito el programa el diálogo que, sin saberlo él, estaba quedando registrado. Sus dificultades de dicción tampoco debían de haber ayudado mucho.
Tim retrocedió hasta «hola hola Robert» para intentar dilucidar las frases: «… no mella méis por esta línea ya os dije que las nuevas están despejadas…». Hasta ahí, todo bien.
El Cigüeña había contestado primero a un móvil cuando oyó que le llamaban. Al recordar que lo había dejado en la mesa, Tim lo buscó y dio con él detrás de un montón de teclados desechados. Buscó en la agenda y sólo encontró dos teléfonos memorizados: «R» y «M».