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Descartó las primeras respuestas que le vinieron a la cabeza porque era consciente de que Bowrick se merecía algo más.

– Mira… -Se humedeció los labios-. Cuando fui a tu casa para matarte, cuando te vi, tuve la sensación de estar mirándome en el espejo.

El joven recorrió el salpicadero con la mirada.

– Un espejo, ya.

– Mírame. No apartes la mirada. Eso no es más que arrogancia.

Bowrick le sostuvo la mirada, aunque se fue quedando pálido y no podía tener las manos quietas en el regazo.

– Te crees tan duro que nadie puede mirarte a los ojos. Pues bien, yo sí puedo. Los dos hemos matado a gente por las mismas razones. Y veo que estás iniciando un proceso que bien podría ser de redención. Yo apuesto por ello.

– ¿Y si no quiero cargarme con esa responsabilidad?

– Si la cagas, siempre puedo volver y pegarte un tiro más adelante.

Bowrick dejó escapar una breve carcajada, pero su mueca se desvaneció cuando vio que Tim no sonreía:

– Vale. -Asintió, la cara pálida moteada de acné-. Redención. Joder. Hasta ahora no había tenido un cometido como ése que cumplir.

– ¿Y bien?

– Por mí no hay problema. Pero más vale que sigas dando vueltas a eso de la redención. Porque si vas a quedarte ahí pensando: «Coño, este chico no es tan malo como había creído, así que igual yo tampoco lo soy», pues es que no te has enterado de nada. Se trata de un camino, no de una categoría. -Expulsó un suspiro trémulo-. Y yo no tengo ni puta idea de lo que es la redención, pero llevo recorriendo ese camino el tiempo suficiente para saber que hay que seguir adelante.

Doblaron un recodo de la autopista y allí estaba, su silueta umbría visible en contraste con el cielo negro, dominando desde las alturas cual ángel custodio tanto el centro de la ciudad como la 101. Llegaron a las faldas de Monument Hill en cuestión de minutos, dejaron el coche en la calle y fueron a hurtadillas hasta la verja. Bowrick pasó su tarjeta de acceso por el panel lector y la puerta se abrió lentamente con un zumbido sordo. Entraron con disimulo y viraron hacia el este del sendero, Bowrick a la cabeza y Tim aferrado a los prismáticos para que no hicieran ruido al rebotarle contra el pecho. Había cogido a Betty de la colección de artilugios que había en el salón del Cigüeña, y la llevaba respetuosamente a un lado, con el auricular enrollado en torno al asa. El Cigüeña andaba en lo cierto al menos en una cosa: desde la colina había buena perspectiva en todas direcciones.

Bowrick tendió la mano como una aleta de tiburón para señalar a Tim la ruta por la que debía ascender la escarpada colina. Éste asintió y le entregó las llaves del coche y el Nokia; lo miró luego a los ojos para que el mensaje quedara claro. Indicó al muchacho con un gesto que permaneciera donde estaba y comenzó a aproximarse con cautela. Tras recorrer un trecho, se tumbó y regresó a rastras hacia el sendero, para lo que tuvo que abrirse paso por una zona de densos arbustos que le impedía ver la cima; los cargadores de la pistola se le clavaban en el muslo a cada movimiento.

Salió a escasos cien metros de la cima de la colina. Allá arriba despuntaba el monumento, ahora un árbol entero, porque ya habían colocado la carcasa de metal sobre el armazón de las últimas ramas. Seguía acomodado entre la red que constituía el andamiaje, un conjunto armonioso de planos y ángulos primitivos, una forma rudimentaria que pugnaba por emerger y desprenderse de su caparazón. En la explanada que servía como base a la construcción escultórica había un Ford Expedition y un Lincoln aparcados morro con morro, visibles entre los rimeros de placas metálicas. Aunque no había nadie a la vista, Tim discernió el leve murmullo de unas voces. Arreció la brisa que soplaba colina arriba, sólo un poco, pero lo suficiente para potenciar cualquier sonido procedente de la cima. Volvió a Betty en dirección a los coches, pero no captó nada con ella aparte del rumor del viento sobre la pequeña antena parabólica.

Uno de los Masterson apareció entre dos altos montones de metal, y a continuación se dejó ver el otro. Las siluetas oscuras eran inconfundibles, el pecho abombado, los hombros abultados, todo músculo denso y postura belicosa. El primero apoyó el pie en un caballete para serrar y encendió un cigarrillo con el otro brazo apoyado sobre la rodilla levantada. Gracias a los prismáticos, Tim vio la cinta ondeante de humo que se desprendía de la cara en penumbra. Descendió el punto candente del ascua del cigarrillo; las bocas se movieron en una conversación. El aire que ofrecían las sombras paralelas era hosco, centrado, tajante.

Uno abrió el maletero del Expedition y tiró de un hombre atado hasta que casi quedó colgando del coche.

Kindell.

El gemelo lo cogió con una mano por la ropa a la altura de los omoplatos y con la otra por el cinturón; luego tensó la musculatura para levantarlo. Kindell permaneció lánguido y contraído, con las manos atadas a la espalda y las rodillas encogidas contra el estómago. El secuestrador le propinó un tirón y lo dejó caer el metro largo que lo separaba del suelo sin hacer nada por aliviar el golpe.

Kindell cayó con el pecho y la cara por delante. A pesar de la brisa, Betty registró el gemido de dolor.

Robert y Mitchell discutían algo. Por debajo de sus voces, Tim oyó unos retazos de correspondencia radiofónica de la mesa del oficial de asignaciones, procedente con toda probabilidad de una radio portátil equivalente a la que tenía el Cigüeña en la cocina.

A través del auricular, alcanzó a entender: «… Bien oculto hasta que… Luego regresa…»La primera sombra tenía el pie apoyado en la espalda de Kindell con la misma naturalidad que encima del caballete unos minutos antes. Por lo visto, debían de haber llegado a una conclusión, porque la segunda figura agarró a Kindell y, tras mecerlo una vez para coger impulso, lo lanzó al maletero del Lincoln. Luego cerró la puerta de golpe. Tim observó con atención y no vio el menor indicio de que ninguno de los Masterson colocara una trampa explosiva en el vehículo.

Los dos se dieron media vuelta y desaparecieron en el laberinto de plataformas y madera apilada.

Tim salió de su escondrijo y fue acercándose a los dos coches, pero el trayecto resultó sumamente lento porque los caballetes y los montones de material de construcción ocultaban infinidad de sitios donde esconderse, y tuvo que ir de acá para allá en zigzag a fin de cerciorarse de no dejar ningún ángulo vulnerable. Llegó al margen de la explanada y permaneció quieto entre la hierba alta y ondulante para efectuar un barrido lento y amplio de toda la zona con el micrófono parabólico; llevaba puesto el auricular y tenía el 357 firmemente asido con la mano derecha. No sacó nada de Betty salvo unos minúsculos sollozos procedentes del maletero del Lincoln.

Se asomó y fue a la carrera hasta el parapeto más cercano para lanzarse detrás de un montón de desechos metálicos. Ni el chaleco antibalas ni la tierra rojiza amortiguaron la caída lo suficiente para evitar que el dolor se cebara en su estómago.

Seguía sin haber el menor indicio de Robert ni Mitchell. Por todas partes aleteaban lonas plastificadas: entre los diversos niveles de piezas de metal apiladas, debajo de las patas de los caballetes para serrar, en torno a los haces atados de tablones. Escudriñó el monumento en penumbra con los prismáticos, pero apenas si distinguió algo más que la silueta del árbol a través del andamiaje. Lo que sí vio fue la escotilla abierta en la base del tronco por donde habían introducido el gigantesco foco en el árbol.

Se arrastró hasta un difusor de chorro de arena casi oxidado a unos diez metros de los dos vehículos, lo bastante cerca para oír los golpes desesperados que daba Kindell desde el interior del maletero. Volvió a inspeccionar la explanada, escudriñando los montones de metal retorcido y retales desechados, la maquinaria en reposo, la elevación compartimentada del andamiaje.