Выбрать главу

Kindell en el maletero bien podía ser un cebo. Tim sacó del bolsillo el Nextel nuevo del Cigüeña. Puesto que Mitchell, como experto en demolición, tenía por costumbre mantener desconectados los teléfonos, escogió el número memorizado con la letra «R», enarboló a Betty y apretó el botón de llamada. El tenue gorjeo de un móvil se hizo audible de inmediato, y Tim hizo oscilar el micrófono parabólico en busca de la señal más fuerte. La antena cónica ascendió por el tronco del árbol y se desvió siguiendo una de las ramas. Robert no estaba a la vista porque la plataforma de madera del andamio ocultaba prácticamente toda la rama, pero Tim escuchó un fuerte pitido por el auricular. Supuso que debía de estar allí arriba, ocupado en preparar el nudo corredizo para Kindell.

Respondió la voz hosca que era de esperar:

– Robert.

Tim puso fin a la llamada.

Robert apareció en el extremo del andamiaje de la rama, tal como Tim esperaba. El gemelo se llevó los dedos a la boca y lanzó un silbido brusco y monocorde. Se movió algo al costado del monumento y descolló entre unos arbustos achaparrados la cabeza de Mitchell, que había estado haciendo una vuelta de reconocimiento en torno a la base de la escultura mientras Robert preparaba la rama.

A cubierto de las planchas metálicas apiladas, Tim salió a la carrera e intentó abrir el maletero del Lincoln, pero no pudo. También las puertas estaban cerradas con llave, de modo que no había forma de alcanzar el mecanismo de apertura del maletero sin romper una ventana. Sus intentos hicieron que arreciaran los golpes en el interior del maletero y los gritos sofocados de Kindell.

– No me haáis daño. Dejamme en paz, por favor.

La enunciación de Kindell, imprecisa y sorda, trajo a Tim nuevos recuerdos que lo inundaron de repugnancia.

Volvió a esconderse detrás del difusor de arena y dirigió la antena de Betty hacia Robert y Mitchell, lo que le permitió oír el final de la discusión que mantenían a gritos:

– … En el teléfono del Cigüeña… No pierdas de vista el escáner… Tráeme a Kindell…

Mitchell se dirigió hacia los vehículos y el Colt relumbró en la oscuridad. Tim, agazapado detrás del difusor, estaba casi directamente en su camino. El gemelo se fue acercando al coche y golpeó la puerta del maletero con el cañón del 45. Kindell dejó escapar un grito.

Con el gesto torcido de asco, Mitchell rebuscó las llaves en el bolsillo.

Tim se preparó, levantó el arma a la altura de la mejilla y salió al descubierto. Mitchell lo vio levantarse y ambas armas apuntaron al unísono en direcciones opuestas. Milagrosamente, ninguno de los dos disparó.

Habían llegado a un punto muerto.

– Bueno -dijo Mitchell-. ¿Y ahora qué?

– Dímelo tú.

El viento soplaba más fuerte; Tim estaba convencido de que, a menos que se hiciera algún disparo, Robert no los oiría desde su posición en lo alto del árbol.

Se acercaron un poco, Mitchell con el guardamonte del arma apoyado en la palma de su mano izquierda. Miró de soslayo hacia el monumento, lo que delató su necesidad de llamar a su hermano. Volviendo a asir la pistola con ambas manos, Tim meneó la cabeza, y la expresión de Mitchell dejó bien a las claras que entendía el precio que tendría que pagar por un grito. Su manaza mantenía el arma con firmeza; su dedo ya ejercía una levísima presión sobre el gatillo. Tim se lo imaginó sentado en una camioneta aparcada, vigilando la salida de Ginny de la escuela de primaria Warren, los ojos tranquilos, una libreta en el regazo. Se lo imaginó siguiéndola con disimulo, pisándole los talones por las calles que su hija recorría de camino a casa.

Un poli de Detroit, miembro de un cuerpo de elite, técnico en artillería y explosivos, al acecho de una niña de siete años que aún tenía que hacer orejitas de conejo para anudarse los zapatos.

El mostacho de Mitchell se ensanchó en una sonrisa:

– Supongo que no estás dispuesto a tirar las armas y pelear como un hombre.

– Ni lo sueñes.

Fueron orbitando el uno en torno al otro en el ruedo que constituían los montones de piezas metálicas, una zona que no se divisaba desde el monumento.

– ¿Sabes una cosa? -dijo Tim-. He efectuado nueve disparos en acto de servicio y acertado en todas las ocasiones. Ocho fueron disparos mortales de necesidad. -Hizo una pausa y se humedeció los labios-. Si nos batimos, no tienes la menor oportunidad.

Mitchell sopesó sus palabras y asintió para sí.

– Tienes razón. No soy un gran tirador.

Extendió los brazos en toda su envergadura y dejó que el arma le quedara colgando del pulgar. Luego la lanzó hacia la izquierda, buscando el difusor de arena. Rebotó en la caja metálica, a escasos centímetros del botón que la habría puesto en marcha.

Mitchell desvió la mirada hacia el montón de piezas de metal a su lado. Si alguien podía levantar una plancha de metro y medio de acero con un grosor de más de un centímetro, era él. Tim no tenía intención de correr riesgos.

– De rodillas. Los brazos separados. Vuélvete. Las manos a la cabeza, ahora mismo. Eso es. No hagas el menor ruido.

Tim se acercó a él arrastrando los pies sin soltar ninguna de las dos manos del arma. En el último momento, vio que las punteras de las botas de Mitchell estaban dobladas en vez de planas contra el suelo.

El gemelo cogió impulso y saltó hacia delante. Tim aferró el 357 con una sola mano y golpeó a Mitchell en la cara con una maza de carne y metal.

Crujió algún hueso.

Mitchell trastabilló pero no llegó a caer. Al desplomarse contra Tim, hizo cuña en la tierra con ambas piernas igual que un jugador de rugby que intentara ganar metros, y derribó a Tim de espaldas contra una pila de planchas de metal. Se llevó un buen topetazo, y los brazos inmensos se convirtieron en un borrón frenético. Los puñetazos eran más devastadores de lo que Tim había imaginado, rápidos e implacables, con la potencia bruta de un accidente de automóvil. Encorvado en un gesto defensivo igual que un boxeador agotado contra las cuerdas, recibía una andanada tras otra de golpes contra el acero.

Un derechazo lo hizo caer de rodillas.

Iba a tener que decidir entre matar a Mitchell o morir. Levantó la pistola, pero entonces una sombra se acercó al gemelo y se le colgó de la espalda, y éste se dio media vuelta y propinó un atroz codazo a la sien a su atacante. En el destello de un instante, antes de que Mitchell pudiera volverse, Tim le dio otro golpe impulsado por el peso de su arma, hacia arriba, directamente entre las piernas. Mitchell lanzó un soplido y a continuación una arcada seca lo obligó a inclinarse hacia delante. Con los ojos cubiertos de su propia sangre, Tim se levantó y le asestó un fuerte golpe descendente en la cara.

El gemelo se desplomó con la boca abierta contra la tierra y sus jadeos levantaron nubecillas de polvo. Bowrick, con un entramado de capilares rotos que le coloreaba la sien izquierda y la parte superior de la mejilla, se agitó a su lado. Aunque Tim se volvió rápidamente y miró a su espalda casi a la espera de que Robert se le echara encima, no oyó otro sonido que el de las lonas que aleteaban y el viento que ululaba sobre la explanada. Escudriñó la construcción escultórica, pero no llegó a detectar ningún movimiento, ningún temblor en el andamiaje indicativo de que Robert hubiera empezado a bajar. Bowrick rodó por el suelo y se puso de rodillas y manos con la frente arrugada de dolor. Luego extendió la mano, le sacó el arma a Mitchell de la funda y le apuntó al pecho con ella.

Tim se puso tenso, la respiración cortada por el miedo.

Bowrick desvió la vista hacia él y se sostuvieron la mirada un instante. Luego se metió el arma en la cintura, se sentó sobre los talones y miró a Tim a la expectativa.

Éste cogió un trozo de cuerda de uno de los montones de madera y le ató a Mitchell las muñecas a la espalda y luego los tobillos. Uno de los ojos del gemelo lo observó desde abajo, un lustroso órgano animal, todo pupila. El primer golpe de Tim le había machacado la mejilla; la piel se hundía debajo del ojo igual que una cortina absorbida por una ventana entreabierta. No se ensañó a la hora de amordazarlo. Lo cacheó de arriba abajo y le cogió del bolsillo las llaves del coche.