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Bowrick estaba sentado, con los codos apoyados en las rodillas, y observaba las maniobras de Tim. Cuando habló, lo hizo en un áspero susurro:

– ¿Dónde está el tipo que quieren cargarse?

Tim señaló hacia el maletero del Lincoln.

Con la mirada fija en el monumento, Tim se acercó a Bowrick y bajó la voz para que Mitchell no le oyera:

– No podemos permitirnos que haga ruido. Y es impredecible. No nos conviene que salga corriendo ahora mismo. -Lanzó las llaves al chico-. Saca al rehén de aquí. No abras el maletero ni hables con él. Llévalo en punto muerto colina abajo con el mayor sigilo posible. Las pilas de planchas te ocultarán buena parte del camino. No pongas el coche en marcha hasta que hayas dejado la verja atrás, luego aléjate unas cuantas manzanas, aparca en algún sitio discreto y mantente alerta. Ten el móvil conectado. Si no doy señales de vida de aquí a una hora, lárgate, llama al agente Jowalski del Servicio Judicial Federal y explícale el lío en que te he metido. Y esta vez no vuelvas, ni siquiera para salvarme el cuello.

Bowrick asintió, se puso al volante y cerró la puerta con sigilo. El Lincoln inició el solemne descenso colina abajo; los neumáticos crepitaban levemente en el camino de tierra, las luces de freno relucían en la oscuridad.

Tim permaneció un momento sentado y se enjugó la sangre de la frente. Uno de los puñetazos de Mitchell le había abierto una brecha justo debajo del nacimiento del pelo. Le quedaría una cicatriz a juego con la del culatazo de Kandahar. Otro golpe lo había alcanzado en el hombro, cerca de donde tuvo alojado el fragmento de bala, y ya se le había empezado a inflamar. Notaba el torso como un saco surcado de nervios que contuviera piedras y cuchillas. Transcurridos unos instantes, el flujo de sangre hacia los ojos mermó y Tim se puso en pie haciendo un esfuerzo por ahuyentar el vértigo.

Recogió a Betty y el móvil del Cigüeña, y volvió a marcar el número de Robert. El aparato rastreó el tono hasta la misma rama, oculta tras el andamiaje desde su perspectiva.

La misma voz bronca:

– Robert.

Tim colgó y rodeó el monumento hasta el lado opuesto. En caso de que hubiera un tiroteo, el gemelo tendría ventaja táctica desde las alturas; no había disparo más difícil que el efectuado directamente hacia arriba.

El andamiaje le facilitó la subida. Dejó a Betty tras de sí y fue ascendiendo con todo el sigilo de que fue capaz, alerta ante cada movimiento y cada crujido. Cuando le era posible, se apoyaba en las ramas de metal porque resultaban menos ruidosas que la madera. Cada pocos instantes se detenía y aguzaba el oído a la escucha de cualquier movimiento de Robert, pero el viento, sobre todo a medida que iba ganando altura, ahogaba la mayoría de los ruidos, algo que también jugaba en su favor. Acá y allá faltaba alguna plancha de metal. En su lugar había aberturas umbrías que daban al interior hueco del árbol.

A unos quince metros del suelo, hizo un alto para apoyarse en el tronco metálico, recuperar el aliento e introducir los dedos por algunos de los numerosísimos agujeros diseñados para dar salida al brillo del foco en el interior. Desde allí veía a la perfección el sendero de tierra. El Lincoln salió del recinto en silencio. Vio el parpadeo de las luces al encenderse el motor para seguir su camino.

Tim continuó el ascenso centímetro a centímetro y, al abrazarse al metal y la madera, se clavó más de una astilla. Alcanzó la plataforma que sostenía la rama frente a la de Robert, apenas un metro más abajo. Hincó una rodilla, sacó el móvil del Cigüeña del bolsillo y volvió a llamar. El gorjeo del teléfono sonó con toda claridad, justo al otro lado del árbol. Tim dejó la línea abierta y se metió el Nextel en el bolsillo. Con el Smith & Wesson entre las manos, se retiró hasta el extremo opuesto de la plataforma para poder coger tres zancadas de carrerilla.

Respiró hondo un par de veces y tomó impulso. Al saltar de la plataforma para cubrir el metro y medio que lo separaba del andamio opuesto, rozó el tronco del árbol con el hombro. Por debajo tenía una caída de más de veinte metros, interrumpida únicamente por ramas de metal y vigas transversales de madera.

Alcanzó el extremo de la otra plataforma y rodó sobre su espalda para quedar arrodillado en posición de tiro, con una rodilla en el suelo y la otra levantada; el arma era ahora una prolongación de sus brazos, rígidos a la altura de los codos.

A un par de metros de la plataforma, colgado de una cuerda que pasaba por encima del tramo superior del andamiaje, estaba el Nextel de Robert. Sonaba al tiempo que se mecía levemente; la brusca caída de Tim sobre la plataforma le había dado impulso.

Notó que las entrañas se le aflojaban ante la acometida del pánico. Con las manos aferradas al 357, avanzó un par de pasos con buen cuidado de no tropezar con alguna barra suelta, y miró por el borde de la plataforma. A sus pies, Robert atravesaba la explanada a la carrera en dirección al monumento al tiempo que envainaba un machete en una funda que llevaba sujeta a la cintura. Venía de la zona del coche aparcado y las pilas de planchas de metal. Antes de levantar la mirada siquiera, Tim supo que iba a ver a Mitchell, unos veinte metros a la zaga de Robert, desprendiéndose de las ataduras que acababa de cortarle su hermano. Aunque Mitchell caminaba a paso inseguro, aún mareado por culpa de los golpes recibidos, tenía los hombros tensos de ira y daba zancadas breves y vigorosas.

Lo que más alarmó a Tim fue ver que Mitchell llevaba colgada del hombro la bolsa negra con material de detonación.

Tim volvió a mirar directamente hacia abajo en busca de Robert, pero ya había desaparecido en la base del monumento. Antes de que tuviera tiempo de formular una sola idea coherente, al margen de la flagrante noción de que le habían tomado el pelo de mala manera, un brusco chasquido metálico anunció que el foco se había encendido. Una luz cegadora colmó el interior del árbol y se difundió en finos haces por los agujeros en el tronco y las ramas. Un hueco entre las planchas metálicas un poco más abajo proyectaba contra la parte inferior de la plataforma una luz que se derramaba por los costados como un río dorado y cristalino.

Entrecerró los ojos para no quedar deslumbrado y, al echar un vistazo por el borde de la plataforma, vio a Robert, que reculaba poco a poco, mirándolo por la mira telescópica de un McMillan 308. Una bala atravesó la madera, pasó rozando el oído a Tim y se incrustó en una viga encima de su cabeza. Éste se lanzó sobre la plataforma. La atravesó una segunda bala y proyectó una rociada de astillas que a punto estuvo de alcanzarle la mejilla. Rodó hacia el tronco, cercenando a su paso los haces cié luz. Dos proyectiles más penetraron en la plataforma a escasos centímetros de su cuerpo y rebotaron en la madera y el metal. Tim se quedó perfectamente quieto junto al tronco.

Un tintineo metálico y luego el chasquido lánguido de una bala al alcanzar la carne. Notó un espasmo en la pierna en el instante en que oía el sonido levemente aplazado del disparo, y lanzó un grito, más por la impresión que por miedo. La boca se le secó al instante. En torno a él se alzaban haces de luz procedentes de las ramas y la plataforma acribillada a balazos, un rayo a un par de centímetros escasos de su nariz, otro justo allí donde doblaba el codo; otros dos los percibió en el ángulo abierto entre sus piernas. Permaneció quieto, consciente de que cualquier movimiento lo delataba al pasar por encima de los haces de luz y hacerlos parpadear.

Notaba una especie de palpitación en la pierna, tumefacta e indolora. Calculó que la bala le había entrado justo por encima de la rodilla derecha. Cuando oyó movimiento algo más abajo, se arriesgó a volver la cabeza para mirar por uno de los agujeros de la plataforma.