– El Martía Domez es el único hotel de la manzana, y el informador sabía que el encuentro iba a producirse en la habitación número nueve de un hotel -continuó Oso-. No tenían que encontrarse hasta las seis de la tarde, pero Thomas y Freed pasaron por allí con el coche hace unos veinte minutos e informaron de que ya había alguien en la habitación. Acaban de aparecer dos hombres más.
– ¿Alguno de ellos encaja con la descripción de Heidel?
– No, pero se parecen a los hispanos que le ayudaron a escapar. Thomas y Freed están de vigilancia con los pardillos de la UVE. Les he advertido que tengan buen cuidado de que no les vean. Les he dicho que vamos para allá a todo trapo y vamos a pillar a esos tipos antes de que se den cuenta.
Oso abrió la puerta con tal fuerza que dejó una muesca en la pared. Los otros agentes sintieron cierta envidia al verlos salir.
La Bestia los aguardaba abajo. La Bestia era una vieja ambulancia militar reconvertida, con capacidad para una docena de personas sentadas en dos bancos corridos a cada lado. En la pintura negra destacaba una enorme leyenda en blanco -POLICÍA JUDICIAL FEDERAL, EE.UU.-, casi exactamente igual a la que llevaban los miembros de la URD en su camiseta. En toda la ropa y el equipo de los judiciales, la palabra POLICÍA aparece en un cuerpo más grande que el que proclama el nombre del organismo en concreto, porque si se da una situación de alto riesgo, no conviene que el agente judicial tenga que esperar a que el ciudadano de a pie recuerde qué es exactamente un agente judicial federal de Estados Unidos, y porque POLICÍA es un término en lengua franca que equivale a «disparo mucho mejor que tú». Las leyendas en amarillo y los distintivos cosidos al uniforme también reducen considerablemente las posibilidades de que se confunda a la URD con una banda de atracadores.
Tim cogió su equipo del maletero de su coche, lo metió en la parte trasera de la Bestia, estrechó con fuerza unas cuantas manos y se sentó entre Oso y Unan Miller, el agente supervisor a cargo de la URD y la Unidad Canina de Detección de Explosivos. La mejor perra de Miller, una labradora negra llamada Preciosa en honor al chucho de Jame Gumb, el tarado de El silencio de los corderos, olisqueó la entrepierna a Tim antes de que Miller la hiciera volver a su sitio de un manotazo.
Tim miró a los otros ocho hombres sentados en los bancos del vehículo. No le sorprendió ver a los dos miembros mexicanos de la URD; a sabiendas de que los dos cómplices de Heidel en el asesinato de los agentes federales eran hispanos, Miller había recurrido al talento hispano como medida preventiva contra acusaciones de venganza racista. Un chico cubano llamado Guerrera ocupaba el puesto de su habitual número tres, que era cuñado de uno de los agentes que mataron los hombres de Heidel. Miller había tomado todas las precauciones para que fuera una redada totalmente legítima y asegurarse de que sus hombres sobrevivieran al atroz escrutinio de los medios de comunicación de Los Angeles una vez terminada la operación.
Tim notó movimientos incómodos en el banco de enfrente.
– Hacedme un favor: no me digáis lo mucho que sentís lo de mi hija. Ya sé que es así, y os lo agradezco.
Los interpelados hicieron gestos de asentimiento y murmuraron a modo de respuesta. Oso aligeró la tensión señalando el 357 que llevaba Tim al cinto.
– Eh, Wyatt Earp. ¿Cuándo vas a agenciarte una automática y entrar de una vez en el siglo veintiuno?
Era la táctica de Oso para demostrar a los demás que Tim no era tan frágil. Tim, agradecido, le siguió la corriente.
– El tiroteo habitual dura unos siete segundos y se produce a una distancia de unos tres metros. ¿Sabes cuántos disparos suelen hacerse?
Oso sonrió al oír el tono fingidamente formal de Tim, y los otros lo imitaron.
– No, señor, no lo sé.
– Cuatro. -Tim desenfundó la pistola e hizo girar el tambor-. Así que, a mi modo de ver, aún llevo dos balas de más.
El vehículo salió a trompicones del aparcamiento y dejó atrás la escultura metálica del edificio Roybal, compuesta de cuatro inmensas siluetas humanas que tenían todo el aspecto de haber sido agujereadas por la misma brigada que acabó con Bonnie y Clyde. Los hombres y mujeres perforados de cabeza cuadrada tenían plenamente convencido a Tim de que más le habría valido al gobierno ceñirse a elaborar presupuestos y olvidarse del arte.
Frankie Palton se pasó el brazo por detrás de la cabeza con gesto de dolor y Jim Denley lanzó un bufido.
– ¿Qué pasa, te ha zurrado tu chulo?
– No, la parienta ha traído a casa el maldito «Comi Sutra», ya sabéis, ese libro de posturas sexuales…
Tim reparó en que el MP-5 de Guerrera estaba en posición de disparo; lo miró y se señaló con el índice y el corazón los ojos para luego dirigir ambos dedos hacia la culata del arma. Guerrera asintió y puso el seguro.
– … Y ayer por la noche me tuvo haciendo la «coyunda de la vaca»; no es coña, estuvo a punto de joderme el manguito del rotor.
Ted Maybeck se agachó y tanteó el suelo a sus pies.
– Maldita sea. ¡Maldita sea!
– ¿Qué coño pasa, Maybeck? -preguntó Miller.
– He olvidado el ariete.
– Tenemos dos arietes y un mazo ahí delante.
– Pero no mi ariete. Me lo traje de Saint Louis. Trae buena suer…
– No digas eso, Maybeck -gruñó Oso, que levantó la mirada del revólver de cinco disparos que estaba cargando-. Ni se te ocurra decir eso, joder.
Tim se volvió hacia Miller.
– Thomas y Freed están reconociendo el terreno en estos mismos instantes para ver qué se cuece. La UVE tiene vigilada la señal de su teléfono móvil para asegurarse de que no se nos vaya. Como todos sabemos, Heidel es un criminal armado y sumamente peligroso. Si hemos de regirnos por las cuatro armas que le ha venido en gana registrar, parece ser que prefiere los revólveres. Cuando lo pillemos, no le digáis que ponga las manos a la espalda, porque es posible que tenga una pistola detrás. Tiene que llevarse las manos a la cabeza. Según los testigos, los dos hispanos que…
– ¿Te refieres al pichafloja número uno y el pichafloja número dos? -bromeó Denley.
– Putos blancos -contestó Guerrera-. Siempre andáis a vueltas con vuestro complejo de inferioridad, con esa lombricilla que lleváis colgando.
– Es lo bastante grande para llenarte la boca.
Los dos hombres tendieron los puños y entrechocaron los nudillos. Si la precisión técnica era un requisito en la URD, no se podía decir lo mismo de la conversación ingeniosa.
Miller alzó la voz para adoptar un tono de advertencia.
– Los dos hispanos llevan el distintivo de alguna banda callejera tatuado en la nuca, y es posible que uno de ellos lleve tatuado en el bíceps un alambre de espino. No lo sabemos con seguridad, pero creemos que en la habitación hay cuatro personas: Heidel, los dos hispanos y el camello. Heidel está liado con una mujer, una pava gorda que apenas sabe hablar inglés y cuenta con antecedentes por tenencia de armas. El año pasado no la pillamos, así que es posible que se haya venido con él. Heidel ha asegurado en numerosas ocasiones que no piensa volver al trullo, de modo que ya sabéis lo que quiere decir eso.
Heidel, como la mayoría de los fugitivos que perseguían, no tenía nada que perder. Ya había pasado por los tribunales. Si le echaban el guante, el resto de su vida transcurriría en prisión, cosa que no lo predisponía -ni tampoco predisponía a sus dos cómplices en el asesinato de los agentes federales- a mostrarse dócil a la hora de una redada. Una vez más, los agentes iban a tener que ceñirse a las reglas por mucho que los criminales se las saltaran. Esos perros no se regían por las regulaciones del departamento, ni tenían reparos en acabar con el enemigo, ni se preocupaban de que pudiera resultar herido alguien ajeno a la redada, de modo que los agentes no debían esperar a que les amenazaran con un arma o a que su vida estuviera en peligro para disparar.