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Asomó Robert de improviso con una mano aferrada al 45, que corcoveaba como un potro. El retroceso hacía que se le marcaran los músculos del antebrazo y el destello del cañón le iluminaba el rostro. Había demasiado blanco en sus ojos. A ambos lados de la mandíbula le colgaban jirones de piel que dejaban a la vista retazos de músculo medio ajado. Gritaba algo; sus labios se veían lánguidos y húmedos; el bigote era un tajo rojo encima de la boca entreabierta.

Jim corrió como mejor pudo por entre los fundamentos del andamiaje en la base del árbol para poner metal y madera entre Robert y él. El gemelo, que no tenía tanta práctica con la pistola, disparaba sin tino. Aunque apenas era capaz de correr con la pierna herida, Tim iba dejando atrás los tablones a ambos lados y por encima de su cabeza. Se agachaba, saltaba y esquivaba. El plomo hacía surgir chispas del metal, siempre unos centímetros a su espalda, siempre unos centímetros a su encuentro. Había recorrido a la carrera cerca de ciento ochenta grados en torno al tronco cuando viró hacia fuera y se dio media vuelta para alinear las miras. Robert volvió el recodo precedido por el arma y, aún a la carrera, Tim efectuó un disparo.

El 45 de Robert, alzado a la altura de su pecho, detuvo el proyectil con un tañido de plomo contra acero. El cañón despidió un chispazo y el gemelo lanzó un grito cuando el arma salió despedida de su mano.

Tim se volvió justo a tiempo para ver el montón de desechos de cerca de un metro de altura que tenía ante sí y luego chocó, provocando una lluvia de clavos y polvo. Escorado hacia la izquierda de la pila, se dio un buen golpe contra el suelo y efectuó un par de vueltas sobre sí para acabar con un ladrillo incrustado contra la cadera izquierda. Levantó la vista por entre la nube cada vez más espesa provocada por el brusco desplazamiento de la chatarra y, unos tres metros por encima de su cabeza, vio la desembocadura abierta del tubo para el material de desecho, que lo miraba como un ojo curioso.

Se incorporó con el 357 en ristre. A pesar de la caída, ahora tenía ventaja, porque su bala tenía que haber destrozado el 45 de Robert.

Este se encontraba quieto como una estatua, a menos de quince metros, precariamente a cubierto de un montón de planchas de metal. Se limitaba a observarlo.

Tim desvió la mirada de los ojos enrojecidos de Robert al gesto confiado de su boca, demasiado confiado para alguien desarmado a quien estaban apuntando; luego posó la vista en el globo ascendente de su bíceps cuando el gemelo volvió la mano y dejó visible el extremo de un detonador por control remoto. Se ocultó un poco más detrás del montón de planchas, de tal modo que sólo asomara la mitad de su cuerpo, y asintió una vez en dirección a Tim para indicarle algo. Éste echó un vistazo y cayó en la cuenta de que el ladrillo que notaba contra la cadera no era tal, sino un bloque de C4, el primero de los muchos que había dispuestos en torno a la base del monumento a intervalos de poco más de un metro.

El cuerpo de Mitchell yacía desmadejado a unos diez pasos a la izquierda de Tim, la bolsa de detonación un poco más cerca, allí donde Robert la había arrastrado cuando ultimaba los preparativos del C4. Naturalmente, Robert debía de haber cebado los explosivos, ya que en ese momento creía que Tim seguía encaramado al árbol.

Éste asomó la cabeza y disparó una vez, pero Robert anticipó su movimiento y se agachó detrás del montón de metal. El disparo hizo saltar chispas del acero. Tim se preparó para la explosión, pero no la hubo.

En vez de eso, se oyó la voz hosca de Robert:

– Le has arrancado la cabeza a Mitch, hijo de puta. Se la has arrancado de cuajo. -Las palabras sonaban vacilantes, imprecisas.

Tim miró de soslayo el cadáver de Mitchell, un mero borrón allí donde estaba la cabeza. A su lado vio el rifle de Robert, medio oculto entre la tierra rojiza. De la bolsa de Mitchell habían caído unas cuantas herramientas: aerosol adhesivo, unas finas pinzas de conexión, el minúsculo cilindro reluciente de un detonador aneléctrico medio enterrado. Cogió el detonador y pasó el pulgar por el lado más uniforme.

La policía no tardaría en llegar -el árbol iluminado tenía que haberse visto varios kilómetros a la redonda-, pero Tim no oía ninguna sirena.

El rifle de Robert estaba sin balas; el 45, fuera de servicio.

«No quiere hacer saltar por los aires un monumento de treinta metros de altura -conjeturó Tim-, sólo quiere pegarme un tiro a mí, pero no le queda ninguna bala.»Volvió del revés el detonador y lo introdujo por el cañón del 357 con la parte cóncava por delante. Encajó a duras penas, todo su diámetro en contacto con el metal. Le hacía falta algo para empujarlo hasta el fondo. Miró frenético a su alrededor en busca de un objeto del tamaño adecuado, a sabiendas de que era cuestión de segundos que Robert planteara sus exigencias definitivas. No había nada en el suelo. Se adelantó para hurgar entre el montón de chatarra y un espasmo de dolor le recorrió el estómago.

La bala.

Recorrió con las yemas de los dedos la parte anterior del chaleco antibalas y dio con el pequeño champiñón de plomo procedente del arma del Cigüeña. Un mellado proyectil de nueve milímetros.

Le costó introducirlo en el arma, tanto, que las aristas afiladas dejaron surcos en el liso cilindro metálico. Utilizó la punta de las pinzas de conexión de Mitchell para acabar de encajarla. Bajó el 357 a la altura del regazo y confió en que Robert, acostumbrado a su 45, no notara ninguna diferencia en el peso del cañón manipulado.

El rostro del gemelo asomó entre las sombras en el lado opuesto del montón de metal.

– Si aprieto este botón, vas listo. La única cuestión es si quieres que haga saltar por los aires el monumento contigo.

– No -respondió Tim-. No hace falta.

– Tírame la pistola.

– No lo hagas.

El detonador subió de golpe, aferrado a la mano de Robert al lado de su cara.

– Tírame la puta pistola.

Tim se la tiró, y fue a caer al suelo a escasos pasos de las botas de Robert. Éste se adelantó y la cogió para encañonarlo con mano vacilante. El escáner de radio portátil que le colgaba del cinturón ya llevaba un rato apagado.

Tim hizo el esfuerzo de ponerse en pie sirviéndose sobre todo de la pierna izquierda.

El gemelo volvió la mirada hacia el cadáver de su hermano. Se le formó una lágrima sobre el párpado inferior, pero no llegó a caer.

– La verdad es que me gustaría dedicarte un buen rato.

Tim trastabilló un poco para mantener el equilibrio sobre la pierna sana.

– Pero no soy un animal como tú -prosiguió Robert-. No quisiera dejar a tu esposa con poco más que un cadáver mutilado. -Señaló con el arma el torso de Tim-. Quítate el chaleco. No quiero joder- te la cara.

Éste se quitó la cazadora y se desabrochó el chaleco. Al despegar el velero emitió un ruido como de ropa rasgada. Dejó caer el chaleco al suelo y se quedó mirando el arma. Desde su perspectiva veía los arañazos en el cilindro del cañón.

Robert le indicó con el arma que avanzara y Tim, desarmado, ensangrentado y débil, dejó atrás la protección que le ofrecía el monumento. La extensión delante del andamiaje le pareció desértica. No había nada que detuviera el viento.

– ¿Fue Mitchell o fuiste tú el que se reunió con Kindell aquella noche en su casucha? ¿ Quién de los dos fue el que le dio toda la información sobre Ginny… cuando volvía a casa, qué ruta seguía? -A Tim se le trabaron las palabras de puro asco-. ¿Quién le dijo que era de su «tipo»?

– Yo -se jactó Robert con ojos enrojecidos y taciturnos-. Fui yo.