Apretó el gatillo.
Tim se acuclilló y se cubrió la cabeza con los brazos.
La explosión fue estrepitosa y sorprendentemente brusca. Y cuando Tim levantó la vista, Robert le seguía mirando como si no hubiera ocurrido nada, con el brazo extendido igual que antes, sólo que su mano había saltado por los aires.
Los ojos del gemelo dieron con el extremo cercenado del muñón, similar a un manojo de malas hierbas arrancadas de cuajo, y entonces le brotó un chorro de sangre del lado izquierdo del cuello, allí donde un trozo de metralla le había abierto un orificio en la carótida. Se llevó la mano buena al cuello, pero no consiguió sino dividir la hemorragia entre sus dedos.
Tim se levantó lentamente y se le acercó.
Robert volvió a levantar el brazo destrozado y se quedó mirando la herida, su presencia boquiabierta, como si aún le costara creerlo. La sangre seguía brotándole del cuello entre los dedos y le resbalaba por el antebrazo hasta el codo. Tenía los ojos abiertos de par en par, vulnerables como los de un niño, y Tim notó cómo se le atascaba el aire en la garganta.
Robert reculó un paso y aleteó con el brazo para recuperar el equilibrio. Tim lo cogió y le ayudó a tumbarse. Se quedó encima de él, contemplándolo. Empezaron a movérsele espasmódicamente los brazos y las piernas; al poco, ya no era capaz de mantener la mano apretada contra el agujero del cuello.
Se desangró sobre la tierra.
Tim permaneció un momento de pie en el espacio entre los dos cadáveres desmadejados de los gemelos. Su voz ya había recuperado el temple para cuando llamó a Bowrick:
– No hay peligro. Ven a recogerme.
Sacó el machete de la funda de Robert. Al llegar el Lincoln colina arriba, los faros se inmiscuyeron con su luminosidad y dieron una especie de relieve umbrío a la sangrienta escena. Tim se apartó del cadáver de Robert y salió cojeando al encuentro del vehículo. Bowrick detuvo el coche, que conducía con un codo apoyado en la ventanilla igual que un camionero. Apagó el motor y el Lincoln permaneció compacto e inmóvil en medio de una nube de polvo rojizo.
– Abre el maletero -le dijo Tim.
Kindell guardaba silencio, pero al notar la voz de Tim empezó a moverse otra vez. El maletero se abrió con un bostezo y allí estaba, aovillado entre una lata de gasolina vacía y la rueda de repuesto.
Kindell, incapaz de arreglar un fusible pero capaz de violar y asesinar. Kindell, que ya siempre tendría el privilegio de ser la última persona que vio a Ginny, que estaba allí cuando la luz abandonó la mirada de la pequeña. Kindell, el bobo por antonomasia.
– Déame en paz. Po favor, déame en paz.
Bowrick había salido del coche y estaba detrás de Tim, cruzado de brazos, mirando.
Este asió la cuerda que mantenía atado a Kindell por las muñecas y los tobillos y lo sacó de un tirón. El gritó al notar el tirón en los hombros y luego lanzó un bramido al caer al suelo. Hizo el esfuerzo de mirar por encima del hombro, la piel del rostro tan húmeda como temblorosa. Tenía la mejilla magullada y una ventana de la nariz taponada con tierra.
Permaneció tumbado un momento con la frente apoyada en el suelo e hilillos de saliva colgando del labio inferior. Jadeaba y hacía ruido con la garganta igual que un animal acorralado tras una ardua persecución.
– No me haas daño. Ni se te ocurra.
Tim se sacó el machete del bolsillo trasero y se puso en cuclillas. Kindell profirió un chillido e intentó zafarse, pero Tim lo inmovilizó colocándole una rodilla sobre los omoplatos.
Le cortó las ataduras y se puso en pie. Kindell siguió llorando sobre la tierra.
– Fuera de aquí -dijo Tim, aunque era consciente de que Kindell no podía oírle.
Le empujó con el pie y Kindell levantó la mirada; el miedo empezaba por fin a abandonar su rostro.
Tim lo pronunció con toda claridad:
– Fuera. De. Aquí.
Kindell se puso en pie y empezó a frotarse las muñecas mientras la incredulidad comenzaba a desaparecer lentamente de sus ojos.
– Gracias. Gracias. Me has sal ado la vida. -Dio un paso vacilante hacia Tim con las manos extendidas en un gesto de gratitud-. lento haber ma ado a tu hija.
Tim le soltó un fuerte puñetazo en la cara. Al contacto con sus nudillos, los dientes de Kindell rechinaron. Lanzó un quejido y se desplomó al suelo, donde permaneció resollando con la boca cubierta de sangre y los ojos abiertos de par en par sin mirar a ninguna parte.
– Fuera de aquí de una puta vez.
Kindell consiguió ponerse en pie de nuevo y trastabilló un poco, con la mirada inexpresiva fija en Tim.
– ¡Fuera de aquí de una puta vez! -Dio un paso con ademán amenazante, y Kindell se dio media vuelta y salió corriendo.
Tim siguió con la mirada sus pasos desgalichados e irregulares, y lo vio tropezar un par de veces durante el descenso. Unos instantes después de que Kindell desapareciera, cayó en la cuenta de que estaba temblando, así que recogió la cazadora del suelo.
Cuando regresó, Bowrick lo miraba impasible:
– ¿Ese era el tipo que mató a tu hija? -Sí.
El muchacho movió la cabeza de arriba abajo.
– Si lo hubieses matado, ¿te habrías quitado un peso de encima?
– No lo sé.
Bowrick extendió los brazos -una postura irónica a medio camino entre pose de mártir y alarde- y luego los dejó caer. Introdujo los pulgares en los bolsillos y él y Tim permanecieron uno frente al otro, como adversarios o amantes, mientras el polvo se asentaba a su alrededor y el silencio les permitía ordenar las ideas.
Entonces, por fin, llegó el aullido lejano de las sirenas que se aproximaban, y a lo lejos, en la autopista, Tim vio el relumbre azul y rojo de las luces de la Policía de Los Angeles.
Bowrick se acercó al Lincoln y subió al asiento del acompañante, donde permaneció sentado pacientemente. Tim miró los cuerpos tendidos sobre la tierra, el monumento.
Se puso al volante e hizo girar el vehículo en la explanada, lanzando tras de sí un surtidor de polvo y guijarros. Los faros hicieron un barrido sobre la piedra en la base del monumento. La inscripción en la superficie desbastada ya estaba completa:
Y LAS HOJAS DEL ÁRBOL ERAN SALUDABLES PARA LAS NACIONES. Apocalipsis 22, 2.
Capítulo 45
Por suerte, los Masterson habían elegido un Lincoln, porque, de otro modo, le habría resultado imposible manejar embrague y acelerador con una sola pierna en condiciones. Se deslizó cuesta abajo hasta la autopista mucho antes de que la Policía de Los Angeles llegara a Monument Hill. Un levísimo reborde dorado asomaba por el horizonte, subrayado por la niebla tóxica tierra adentro.
Bowrick tenía el 45 de Mitchell en el regazo. Tim lo cogió y se lo enfundó a la cintura. Su peso en la cadera le resultó reconfortante. Después de cometer el error de mirar su reflejo una vez, hizo todo lo posible por evitar el espejo retrovisor.
Esforzándose por ahuyentar el dolor y el mareo, mantuvo ambas manos en el volante y los ojos fijos en la carretera.
Al cabo, se desvió hacia el arcén y aparcó. Sacó el dinero que le quedaba en el bolsillo -cuatro billetes de cien dólares- y se lo entregó a Bowrick.
Este, tras doblarlos, se los guardó en el bolsillo.
– Gracias -dijo el muchacho.
– No soy tu ángel de la guarda. No soy tu hermano mayor. No voy a apadrinar a tu hijo. Tus problemas y tus asuntos me traen sin cuidado. Pero si alguna vez estás en un lío, y me refiero a un lío de los de verdad, búscame. No vas a meter la pata. No después de todo lo que ha ocurrido.
Se bajó y atravesó cojeando el centro de Fletcher Bowron Square. Los pocos madrugadores vestidos de traje con que se cruzaba no podían por menos de lanzarle una mirada extrañada. La sangre y el sudor le habían dejado la camisa tibia y empapada. Bowrick lo siguió en silencio unos pasos por detrás, con una pierna a rastras, la cabeza gacha y las manos metidas en los bolsillos. Transcurrido un momento aceleró, adoptó una postura más erguida y se puso a la altura de Tim.