El criterio federal con respecto al asesinato en primer grado iba de la cadena perpetua a la pena de muerte. El criterio federal, como le había comentado a Tim cierto abogado borracho, era notorio por su in- flexibilidad. Hasta donde él sabía, se enfrentaba al menos a tres acusaciones de asesinato en primer grado y estaba implicado en otras tres muertes, por no hablar de la larga lista de delitos adicionales que había ido cometiendo por el camino, incluidos obstrucción a la justicia, conspiración para cometer un asesinato, agresión a una agente federal -un agente del Servicio Judicial Federal de Estados Unidos, nada menos-, tenencia ilegal de armas de fuego y tenencia ilegal de explosivos. Tim se dijo que más le valía acostumbrarse a la vida que llevaba. Comida mexicana de microondas dos veces al día durante el resto de su vida.
Se había fijado una fecha para el juicio, según se le notificó, el dos de mayo, lo que le daba un plazo de setenta y ocho días.
La segunda semana, el simpático funcionario de prisiones le indicó amablemente que saliera de la celda y lo llevó a la zona de visitas. Dray estaba sentada cuando entró en la sala, y lo miraba desde el otro lado del cristal a prueba de balas.
Ella cogió el auricular y Tim hizo lo propio.
– Las fotos -dijo Dray-. Qué fotos tan espantosas. De Kindell. Con Ginny. Se las pasé a Delaney.
Tim se mordió el interior de la mejilla.
– No serán admisibles. Las obtuve de forma ilegal.
– Eso no importa. Yo soy agente de policía y las obtuve legalmente. De manos de un civil. Tú.
Tim movió los labios, pero no emitió sonido alguno.
– Se ha reabierto el caso. La vista incoatoria se ha celebrado esta mañana; la preliminar es dentro de cinco meses. El abogado defensor está acojonado, así que esta vez quiere tomarse su tiempo para que la causa caiga en el olvido.
Tim notó cómo le afloraba una lágrima, que rodó lentamente por su mejilla y quedó colgando de la barbilla hasta que se la enjugó con el hombro.
Se quedaron mirándose un momento a través del cristal y la rejilla en su interior.
– Te perdono -dijo Dray.
– ¿Por qué?
– Por todo.
– Gracias.
A ella también empezaban a lagrimearle los ojos. Asintió una vez, apoyó la mano en el vidrio y se marchó.
Los funcionarios de prisiones le ofrecieron libros y revistas, pero Tim se pasaba el día entero tumbado en la cama, reflexionando en silencio. Le permitieron prolongar varias horas el tiempo que permanecía en la sala de ejercicio, lo que le ayudó a combatir el desaliento en cierta medida. Comía poco, dormía bien y dedicaba mucho tiempo a pensar en su hija asesinada.
Un día, tumbado sobre el vinilo agrietado del banco de ejercicio, finalmente tuvo un recuerdo puro de Ginny, no de su pérdida, sino de ella, sin asomo de ira, rencor o dolor, riendo con todos los dientes. Se había puesto de color grana, tenía la barbilla tiznada y su alegría, aun en el recuerdo, resultaba contagiosa.
La víspera de que diera comienzo su juicio, el funcionario de prisiones llamó suavemente a la puerta.
– Rack, despierta, colega. Tiene que verte tu nuevo abogado.
El letrado de Tim, un hombre hastiado de rasgos lánguidos, se había ido de pesca a Alaska, y decidió no regresar. Otro defensor de oficio quemado que sumar al montón de cenizas.
– No quiero ver a mi abogado.
– Es tu obligación. Venga, vas a meterme en un lío.
Tim se levantó y se frotó los ojos para ahuyentar el sueño. Se echó un poco de agua fría a la cara, se alisó el pelo y se lavó los dientes con un cepillo de mango de goma. Cuando iba a salir por la puerta, echó un vistazo al mono azul que llevaba:
– ¿Qué aspecto tengo, Bobby?
El funcionario sonrió.
– Yo sigo diciendo que te sienta bien ese color.
Llevaron a Tim por un pasillo hasta una oscura sala de reuniones sin otra ventana que un diminuto vidrio a prueba de balas en la puerta. Bobby asintió para tranquilizarlo y le abrió la puerta.
Tannino estaba sentado a la cabecera de la mesa con las manos entrelazadas. En una decorosa hilera a su izquierda estaban sentados Joel Post, fiscal del distrito central, Chance Andrews, juez del distrito federal, y Dennis Reed, el inspector de Asuntos Internos que salió en defensa de Tim en la junta de revisión del tiroteo. Oso permanecía de pie, la espalda contra la pared y un pie cruzado por delante de la espinilla con la puntera apoyada en el suelo. Frente a todos ellos estaba Richard, el defensor de oficio que Tim protegió del gorila aquella noche en el club a la salida de Traction.
La puerta se cerró a su espalda, pero no hizo ademán de acercarse a la mesa.
– Espero que alguien se haya acordado de traer el bocadillo con una lima dentro.
Tannino destrabó los dedos y volvió a entrelazarlos sin que su expresión de poca broma variara en absoluto.
– Resulta… -Oso cambió de postura sin apartarse de la pared ni acabar de mirarle a los ojos-. Resulta que olvidé leerte tus derechos.
Post se retrepó en el sillón y emitió un suspiro apenas audible.
Tim dejó escapar una breve risotada que más pareció un ladrido.
– Puedo volver a declarar.
– Como abogado defensor designado por el tribunal, le recomiendo encarecidamente que no haga nada semejante -dijo Richard.
– ¿Eres mi…?
Richard asintió.
– Esto es ridículo. -Levantó la voz para acallar las objeciones de Richard-. Ni siquiera estaba oficialmente a disposición judicial en el despacho de Oso. No tenía por qué leerme mis derechos.
Richard se había puesto en pie con el rostro enrojecido y ademán exaltado.
– Era evidente que estaba a disposición de los tribunales. Había una orden de búsqueda y captura. Se entregó. No tenía libertad para marcharse. Grabaron la llamada del agente Jowalski al j efe Tannino por el intercomunicador en la que afirmaba que estaba a disposición judicial, y cuando el jefe fue a tomarle declaración, cerró la puerta y echó la llave. Le retuvieron para interrogarle e incluso le negaron la atención médica.
Tannino miró a Richard como si fuera los restos de una cucaracha pegados a la suela de uno de sus mocasines.
– ¿Y qué hay de mi conversación con Oso en Yamashiro? -dijo Tim-. Ahí no hay nada fuera de lo normal.
– Esa conversación queda protegida por el privilegio de confidencialidad entre abogado y cliente -respondió Richard.
– ¿Cómo dices?
– George Jowalski fue dado de alta en el Colegio de Abogados el quince de noviembre del año pasado. De hecho, señoría -Richard asintió en dirección a Chance Andrews-, creo que usted mismo le tomó juramento aquel día.
Andrews, un juez de la vieja guardia con rostro tan correoso como venerable, se tiró de los puños de la camisa con un gesto incómodo. A Tim se le pasó por la cabeza que no le había visto nunca sin la toga.
Richard no se atrevió a sonreír, pero su cara dejaba bien claro que se lo estaba pasando en grande.
– El señor Jowalski me confirmó en una entrevista que el quince de febrero accedió a representarlo en el caso de que la junta de revisión decidiera llevar el tiroteo por la vía penal. A partir de ese momento, cualquier conversación que haya mantenido con el señor Jowalski sobre asuntos criminales queda protegida por el privilegio de confidencialidad entre abogado y cliente, y, por tanto, él no puede testificar ante un tribunal. Esa conversación es inadmisible. Si alguien tiene conocimiento de la misma, es una mera conjetura. En consecuencia, puesto que el señor Jowalski es agente judicial, me temo que lo que tenemos es una fruta envenenada…
– Privilegio de confidencialidad entre abogado y cliente -masculló Tannino-. No sé de dónde sacan cosas así. Son igual que cerdos hocicando en busca de trufas.
Richard, seguro de sí mismo, asintió casi imperceptiblemente.
Tim estaba tan pasmado que tardó un momento en encontrar palabras: