– Bueno, estoy dispuesto a repetirlo todo desde el principio. Manos a la obra.
Andrews carraspeó:
– Me temo que no es tan sencillo, hijo.
– ¿A qué se refiere?
Post puso ambas manos sobre la mesa con las palmas hacia abajo, como si fuera a hacer flexiones.
– Me refiero a que nos está costando Dios y ayuda encontrar pruebas independientes.
– ¿Cómo?
– Nos hace falta una corroboración independiente de su declaración. Robert y Mitchell Masterson están muertos, igual que Eddie Davis, William Rayner y Jenna Ananberg. Las únicas declaraciones que tenemos de Bowrick y Dobbins, dos víctimas en potencia, hablan de que usted intentaba protegerlos. Ni siquiera el chico del videoclub quiere presentar cargos. Dice que se mostró amable, que ni siquiera le apuntó con un arma, y que él le dio permiso para quedarse con las cintas de la cámara de vigilancia. Está un tanto nervioso y quiere olvidarse del asunto.
– Desde luego, sabías cómo hacerlo todo para no dejar pruebas incriminatorias -comentó Tannino.
– No hay testigos que le relacionen con ninguno de los Tres Vigilantes antes del incidente con Dobbins -continuó Post-, ni pruebas directas, testimonios oculares, pruebas físicas o indicios de carácter forense, ya sea balísticos o de ADN, que lo vinculen con la bomba en el auricular de Lañe o la agresión contra Debuffier. Coño, ni siquiera se puede vincular su arma a las balas disparadas porque el cañón está reventado. Los expedientes que encontramos en el despacho de Rayner indican que lo estaban espiando de forma ilegal, eso es todo.
– ¡Venga ya! -dijo Tim-. Si interrogan al personal de KCOM, seguro que alguien me reconoce a pesar del disfraz. Tal vez el guardia de seguridad que me cacheó en el puesto de envíos…
Richard se puso otra vez en pie y gritó:
– Usted no tiene por qué aportar indicios en su contra.
– Pero aquí todo el mundo sabe que digo la verdad en lo que concierne a mi implicación.
Post levantó las manos y las dejó caer sobre el regazo.
– No se trata de lo que ocurrió…
Andrews ladeó la cabeza y miró a Tim con ojos sombríos.
– Se trata de lo que puede probarse.
– Además, por mucho que hubiera pruebas, tendría muchas posibilidades de salir bien parado -continuó Post-. Puesto que Lañe tenía intención de atentar con gas nervioso después de la entrevista, podría alegar que actuó en defensa de otros.
– Yo no lo sabía en aquel momento…
– Mi cliente no tiene nada que comentar al respecto -dijo Richard.
– En casa de Debuffier no fue usted quien disparó, y ahí está claro que actuó en defensa de terceras personas -señaló Post-. Por lo que respecta a Bowrick, no llegó hasta el final.
– Claro. ¿Y qué hay de la casa del Cigüeña? ¿Y de los Masterson en Monument Hill? Les sobran las pruebas. Tenía la camisa empapada de su sangre.
– Eddie Davis murió de un ataque al corazón.
– Podrían aducir homicidio preterintencional.
– Señor Rackley -insistió Richard-, haga el favor de callarse.
– Lo de Mitchell Masterson fue un caso evidente de defensa propia -dijo Andrews-, y en lo que respecta a Robert Masterson…, bueno, ni siquiera en mi infinita sabiduría legal veo cómo puede considerarse intento de asesinato el que a alguien le explote un arma amañada en las manos en el momento en que intentaba asesinar a otra persona.
Tim levantó las manos.
– Bueno, bueno, bueno.
– Además, hay circunstancias atenuantes de peso, debido a la muerte de su hija -adujo Richard-. Podría hablarse incluso de estrés postraumático o enajenación mental transitoria.
– No -dijo Tim-. Ni pensarlo. Sabía lo que hacía. Por mucho que estuviera equivocado.
Tannino levantó por fin sus ojos pardos y dijo:
– Mira que eres terco, Rackley.
– Además -continuó Richard-, es un buen ciudadano, se entregó y cooperó con las autoridades de cara a neutralizar la amenaza que constituían los Tres Vigilantes.
– ¿Que cooperó? -dijo Tannino entre dientes-. No precisamente.
– Si a eso sumamos el asesinato de su hija y el hecho de que varios de los fallecidos conspiraron para matarla, no hay la menor duda de que el jurado se decantará a su favor.
Tim miró de soslayo a Reed:
– ¿Y a usted le parece bien?
– Que trabaje en Asuntos Internos no quiere decir que disfrute viendo cómo el Servicio Judicial Federal se lleva una zurra cuando no es necesario. El caso Rampart supuso para la Policía de Los Ángeles un retroceso de diez años ante la opinión pública. No es que estemos echando tierra sobre el caso, sino que apenas hay bases legales sobre las que sustentarlo.
– No me parece justo cargar con toda la culpa a los demás miembros de la Comisión.
– No te preocupes por lo que es justo, joder -le espetó Tannino.
– Los homicidios son casos muy jodidos, hijo -comentó Andrews-. Sé lo que digo.
– A la luz de que no hay pruebas suficientes ni corroboración independiente, mi decisión no puede ser otra que la de negarme a encausarlo por esos homicidios -dijo Post-. Lo lamento.
– Queremos hacer un trato -propuso Richard.
– ¿Qué trato?
– Se declarará culpable de un delito menor: agravio malicioso. Eso sí que pueden probarlo. -Richard se achicó un tanto ante la mirada de Post.
– ¿Cuál es la sentencia?
– El tiempo cumplido en prisión.
A Tim se le descolgó la mandíbula:
– ¿Así que salgo libre sin más?
– Tampoco es que a nadie le preocupe que vaya a reincidir.
– Por mucho que, en mayor o menor medida, nos parezca despreciable su comportamiento, y le aseguro que así es, todos estamos de acuerdo en una cosa: no se merece el espacio que ocuparía en nuestro sistema penal -concluyó Post.
– No vamos a ponerle las cosas fáciles y encerrarlo noventa años. -Andrews señaló la pared opuesta para hacer referencia al mundo que lo aguardaba en el exterior-. Ahí fuera, por el contrario, hay cientos de cámaras que representan a los grupos de comunicación internacionales. Los lobos. Quieren respuestas.
– Pero tú sales libre -dijo Oso.
Tim acabó por sentarse.
– El sistema no debería funcionar así.
– Háganos un favor esta vez, señor Rackley -le rogó Reed-. No haga nada al respecto.
Tannino se levantó y apoyó los nudillos sobre la mesa.
– Voy a describirte el futuro, Rackley. Mañana en la sala del tribunal te declaras culpable de un delito menor -escupió las dos últimas palabras-, y te vas de rositas. Ni que decir tiene que vamos a atarte corto y a tenerte bien vigilado. Si te pasas de la raya, aunque sólo sea un centímetro, te vas a enterar. ¿Te queda todo clarito?
– Sí, jefe.
– No me vengas con eso de «jefe». -Camino de la puerta, Tannino sacudió la cabeza y murmuró entre dientes-: Y además galardonado con la Medalla al Valor. Por el amor de Dios.
Los demás fueron saliendo en fila. Richard se detuvo para estrechar la mano a Tim. Sólo permaneció en la sala Oso. Les costó trabajo mirarse a los ojos, pero, al cabo, lo hicieron.
– ¿Fue a propósito? Me refiero a lo de olvidar leerme los derechos.
– Qué va. -Oso meneó la cabeza-. Aunque, si fuera así, tampoco te lo diría. -Tenía la camisa arrugada, como siempre, y a Tim le pareció ver una mancha de salsa debajo de la corbata, que le quedaba más bien corta-. Te he traído un traje para el juicio. Lo tengo en la camioneta.
– Espero que no sea uno de los tuyos.
Le llevó un momento, pero Oso acabó por devolverle la sonrisa.
Capítulo 47
La reunión destinada a alcanzar un acuerdo fue tan rápida que Tim apenas pudo seguir los acontecimientos. Aunque las barreras y los polis mantenían a raya a la muchedumbre de periodistas arracimada en Main Street, una vez dentro no resultó ser un asunto muy impresionante. Se vio metido con calzador entre un traficante de droga argentino y la dueña de un prostíbulo de Bel Air con pestañas de cinco centímetros y presuntos contactos con la mafia. Aunque olía a tequila que daba gusto, Richard resultó ser un asesor diestro y elocuente.