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– Vamos a entrar en un grupo de ocho sin llamada previa. Nada de disparos de fogueo. La típica patada en la puerta. La policía de Los Ángeles establecerá un perímetro secundario y se asegurará de que la presencia de hombres uniformados resulte bien visible. Asimismo, tendremos francotiradores cubriéndonos desde el otro lado de la calle. Guerrera, esto no es Miami: las puertas se abren hacia dentro, no hacia fuera. Denley, recuerda que estás en Los Ángeles. Puerta adentro y directo al fondo. Olvídate de esas entradas verticales de Brooklyn.

– Y, ya que estamos, a ver si te deshaces del acento a lo Robert de Niro -dijo Palton-. De todos modos, aquí nadie se traga esa mierda.

Denley se señaló el pecho con el pulgar y dijo:

– ¿Hablas conmigo?

Tim esbozó una sonrisa, la primera en varios días. Cayó en la cuenta de que llevaba al menos cinco minutos sin pensar en Ginny, sus primeros cinco minutos desde el incidente. Recordar lo ocurrido le supuso una sacudida, pero, por primera vez, se veía con cierto ánimo. Tal vez al día siguiente conseguiría pasar seis minutos sin torturarse.

La Bestia chirrió al tomar una curva y entró en el aparcamiento trasero de un 7-Eleven. Al ver a dos agentes de la Policía de Los Ángeles a su lado, Freed cruzó hasta donde se encontraban encorvado igual que si estuviera bajo fuego enemigo, a pesar de que el hotel estaba a casi dos manzanas de allí. Uno de los pardillos de la UVE -con el pelo alborotado, gafas de culo de botella y todo lo demás- estaba justo a su espalda con la mirada fija en un GPS portátil cuya pantalla de cristal líquido indicaba con su tenue destello que el impulso acústico de localización en la frecuencia de emisión del móvil de Heidel no cambiaba de posición.

La brigada de la URD saludó a los polis. Miller, por su parte, les dio las gracias por haber acudido y llegó a un acuerdo de cara a establecer el perímetro. Con toda la unidad reunida a su alrededor, Freed desplegó una gruesa lámina de papel basto encima del capó de un Volvo cercano en la que había dibujado un esquema aproximado de la habitación del hotel de acuerdo con una conversación mantenida con el encargado y una inspección llevada a cabo en persona de la configuración del tejado y la ubicación de diversos respiraderos y tuberías externas. No querían correr el peligro de que los detectaran visitando una habitación similar. El plano era curiosamente alargado; un pasillo unía la sala principal con un dormitorio y el cuarto de baño.

– El camello acaba de aparecer en un carro maqueado -dijo Freed. Aunque su dominio del argot callejero disimulaba que era de buena familia, la pulcra pronunciación lo delataba como alumno de una escuela privada-. Un Explorer del noventa y uno equipado con tapacubos cromados, estribos de coche de carreras, alerones, guardabarros, amortiguadores de aire…, toda la parafernalia que suele llevar esa gentuza. Parece que tiene el maletero lleno de cajas, pero los vidrios son ahumados y no podemos ver si se trata de botellas o no. Lleva ahí dentro unos cinco minutos. Los dos hispanos han llegado en un Chevy, y creemos que quien los esperaba en la habitación llegó en un Mustang verde. La matrícula pertenece a una tal Lydia Ramirez, la novia de Heidel, una confirmación bastante fiable.

Maybeck sopesaba el nuevo ariete igual que un lanzador con un guante nuevo.

– ¿Qué sabemos de la puerta? -preguntó.

– Es un edificio de la década de los años veinte, así que probablemente sea una puerta metálica con interior de madera. No hay que reventar ninguna pantalla de seguridad ni nada por el estilo.

Tim echó un vistazo en derredor. Envases vacíos en bolsas de papel marrón. Patios delanteros cubiertos de maleza. Ventanas rotas.

– Es posible que vendieran las puertas cuando el barrio decayó y el hotel cambió de dueños.

– Comprobad si son huecas -aconsejó Oso-. Lo último que nos hace falta es volver a atravesar una puerta con el maldito ariete.

– Tranquilo, Jowalski. Eso pasó una vez, hace seis putos meses.

– Una vez es más que suficiente.

Freed carraspeó.

– Es un edificio de dos plantas y la habitación está en el centro del primer piso; es la número nueve. Tiene una puerta corredera que permite acceder a una piscina de mierda en la parte de atrás, y una de las ventanas del baño también da a la parte trasera. Thomas y yo nos encargamos de cubrir la retaguardia.

Tim bajó el volumen de la radio portátil para no tener que hacerlo una vez en marcha.

– ¿Tiene algún acceso a las habitaciones contiguas?

– No.

La adrenalina empezó a bombear a plena presión. Los hombres se habían repartido instintivamente por parejas y se les veía inquietos, como caballos de carrera en la línea de salida. Preciosa, la perra, daba tirones de la cuerda.

Miller terminó de hablar con el agente de policía y se volvió hacia sus hombres.

– Muy bien, chicos. Vamos a darles por culo en plan Pearl Harbor.

Recorrieron a paso ligero el pasillo exterior, muy juntos unos de otros, con las armas prestas a la altura del pecho, acercándose desde el quicio de la puerta. Miller abría la comitiva con Preciosa, y Maybeck iba detrás cargado con el ariete. Tim ocupaba su posición habitual de número uno; Oso, su compañero de equipo, entraría por la puerta tras él. Las demás parejas les seguían a corta distancia. Eran todo atuendo negro y armas, ojos deformados tras las gafas, cascos con la lustrosa visera echada. Más de un fugitivo se había meado encima al ver que echaban la puerta abajo.

Oso sudaba a mares. Quitó el seguro al Remington; el orificio eyector estaba vacío y listo para cuando quisiera retirar la guía y meter un poco de ruido.

Miller se adelantó sigiloso y propinó unos golpecitos a la jamba opuesta de la puerta. Preciosa se alzó sobre las patas traseras sin llegar a tocar la puerta con las delanteras y siguió con el hocico la mano de Miller, que recorrió el umbral y hasta alcanzar el pomo. De haber olfateado algún material explosivo oculto tras la puerta se habría sentado, pero permaneció en la misma postura, con la lengua fuera. Miller se la llevó a paso ligero para despejar el camino.

La puerta era de contrachapado, probablemente hueca, con bisagras blancas de metal barato. Maybeck apoyó la mano para calibrarla. Los agentes judiciales y las puertas se guardan un intenso respeto mutuo.

Maybeck echó atrás el ariete en un momento de perfecta quietud. Luego lo estrelló contra la puerta y golpeó la cerradura. El pestillo astilló el marco y la puerta se abrió de golpe con un mordisco mellado donde tendría que haber estado el pomo. Maybeck apoyó la espalda en la pared exterior y Tim pasó por delante de él camino de lo desconocido, seguido por el calor de siete cuerpos más, todos gritando a voz en cuello.

– ¡Agentes judiciales!

– ¡Al suelo! ¡Todo el mundo al suelo!

– ¡Policía! ¡Policía!

– ¡Manos arriba! ¡Alzad las putas manos!

El camello levantó la cabeza, como impulsado por un resorte. Estaba contando billetes de cien dólares y metiéndolos en una bolsa de papel marrón arrugada. En la deslucida mesilla de madera había tres teléfonos móviles junto al dinero, uno de los cuales emitía en silencio el impulso acústico delator.

Tim reparó en el individuo descamisado a su derecha -llevaba los nombres Joaquin y Leticia tatuados con tinta en el pectoral izquierdo-, pero se lanzó contra la amenaza más inmediata: el camello. Le propinó un empujón y lo puso boca abajo.

– ¡Estira los brazos! ¡Estira los brazos!

Resonó por toda la habitación el estruendo de las botas y las órdenes a medida que entraban en tropel los demás miembros de la URD, pasando de una amenaza a la siguiente. Tim cacheó al camello fugazmente en torno a la cintura y los costados para asegurarse de que no fuera a sacar un arma; luego pasó por encima de él, y dejó que Oso se ocupara de la detención. Con la mejilla firmemente apoyada en la culata, Tim volvió la cabeza a la vez que el MP-5 para escudriñar el pasillo en penumbra.