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Cuando Carlos se desplomó en la acera, lo que quedaba de su cabeza proyectó la misma rociada sanguinolenta que una sandía al caer.

Capítulo 6

Tim regresó a la habitación número nueve cuando dos agentes sacaban a Joaquin cogido por las esposas y los grilletes; lo llevaban boca abajo en sentido horizontal. También le habían atado los tobillos y los brazos, con un cabo de cuerda de nailon. Joaquin seguía resistiéndose violentamente, forcejeaba e intentaba morder las piernas a los agentes. El camello, por lo visto, se había mostrado mucho más pacífico.

Cinco coches patrulla de la Policía de Los Ángeles tenían acordonada el área con las luces encendidas. Se había reunido una muchedumbre considerable; a lo lejos, Tim vio las antenas parabólicas encima de las primeras unidades móviles de televisión que venían a cubrir el incidente. Se oían las aspas de un helicóptero, aunque, hasta donde alcanzaba a ver, el cielo estaba despejado.

Oso estaba sentado con la espalda apoyada en la fachada. Se sujetaba las costillas mientras Miller y un paramèdico se inclinaban sobre él. Tim notó que se le aceleraba el pulso de nuevo.

– ¿Todo bien? -preguntó.

Miller le mostró la mano abierta en un gesto dramático para enseñarle la bala aplastada que acababa de sacar del chaleco de Oso. Tim resopló y deslizó la espalda por la pared para dejarse caer junto a Oso.

– Tienes siete vidas, Oso.

– Ya sólo me quedan cinco. La primera te la debo a ti, y ésta, a Kevlar.

Freed, Thomas y un poli pululaban en torno al coche del camello y miraban con avidez por los vidrios ahumados. Las manchas de sudor en la camiseta de Freed perfilaban el contorno de un chaleco antibalas.

– ¿Qué hacen? -preguntó Tim.

– Esperan la llamada de la fiscal -respondió Miller-. Está tratando de localizar a algún juez que se halle en su casa, a fin de que emita por teléfono una orden de registro para el coche.

– Hemos dado con uno de los quince más buscados. Estaba entregando pasta a traficantes convictos y luego han intentado matarnos, ¿y resulta que eso no constituye una causa probable para registrar el puto coche? -Nada más acabar la frase, Oso tuvo un acceso de tos.

– Me parece que ya no -respondió Miller.

– ¿O sea, que mis clases nocturnas en la facultad de Derecho del Sudeste de Los Angeles no era un pozo sin fondo de sabiduría? Vaya, vaya…

Tim se encogió de hombros.

– Tenemos a los tipos, tenemos el vehículo. Nadie va a marcharse de aquí. No les cuesta nada esperar veinte minutos para no meterse en ningún lío.

Permanecieron sentados mirando el revuelo del aparcamiento y la calle, un huracán que no acababa de aflojar. Los agentes más jóvenes estaban apiñados en torno a la puerta de la habitación número nueve e intentaban desprenderse del regusto acre de la sensación de mortalidad a fuerza de bromas.

– En el agujero que tiene ese hijoputa en el pecho cabe un gato.

– Buen disparo, buen disparo.

– Rack se ha cargado a ese cabrón, lo ha dejado MA, Muerto en el Acto.

Unos cuantos entrechocaron las manos. Tim vio que Guerrera se sujetaba la muñeca con fuerza para evitar que le temblara la mano.

– Ahí estás tú, Rack -gritó alguien-. Lo has hecho de puta madre.

Tim alzó la mano en un amago de saludo, pero lo que miraba era el Bronco del jefe, que acababa de entrar en el perímetro policial. El jefe Tannino bajó de un salto y se acercó a paso ligero. Marco Tannino, un individuo fornido y musculoso que se había abierto paso desde abajo, llevaba en el Servicio Judicial Federal desde los veintiún años. La recomendación del senador Feinstein la primavera anterior le había preparado el terreno para alcanzar el puesto de jefe del Servicio Judicial en un nombramiento justificado por méritos genuinos, cosa muy poco habitual. La mayor parte de los noventa y cuatro jefes del Servicio Judicial eran grandes donantes en las campañas del Senado, niños bonitos con fondos fiduciarios cuyos padres eran amigos íntimos de los peces gordos de Washington, o burócratas serviles de otros organismos gubernamentales. Para mortificación de los agentes de a pie, uno de los jefes de Florida era un ex payaso. Tannino, muy al contrario, había apretado el gatillo infinidad de veces a lo largo de su distinguida carrera, de modo que, tanto en la oficina del distrito como en cualquier otra parte, se le respetaba a todos los efectos.

Mientras Freed lo ponía al tanto de la situación, Tannino se pasaba la mano por el pelo entrecano con cara de concentración.

Miller apretó el hombro a Tim.

– ¿Hace falta que te eche un vistazo el médico?

Tim negó con la cabeza. La resaca del subidón de adrenalina le había dejado la boca seca y con un regusto agrio. El área olía a sudor y pólvora.

Uno de los agentes de policía se inclinó sobre Tim y abrió su libreta negra con un golpe de muñeca. Empezó a hablar, pero Tim lo interrumpió.

– No tengo nada que declarar -dijo.

Tannino se interpuso sin miramientos y tocó al policía con la rodilla de tal modo que éste tuvo que incorporarse para recuperar el equilibrio.

– Fuera de aquí -ordenó-. A quién se le ocurre…

– Me limito a hacer mi trabajo, jefe.

– Hazlo en otra parte.

El agente se fue hacia el interior de la habitación del hotel.

– ¿Qué tal te va? -preguntó Tannino. Iba luciendo palmito en plan Hill Street con su chaqueta a lo Harvey Woods, unos pantalones de pinzas de poliéster y mocasines Nunn Bush.

– Bien. -Tim desenfundó el Sinith & Wesson, comprobó que el tambor estaba vacío salvo por los seis casquillos y se lo entregó a Tannino; no quería que éste tuviera que pedírselo. El arma ya 110 era suya, sino una prueba federal.

– No tardaremos en darte uno nuevo.

– Eso estaría bien.

– Vamos a sacarte de aquí. Los monicacos de los medios de comunicación están subidos a las barras y esto se va a animar.

– Gracias, jefe. Sólo he disparado sei…

El jefe Tannino levantó la mano.

– Ahora no, aquí no. Ni una sola palabra, nunca. Ya conoces el asunto. Harás una declaración, una sola vez, y será por escrito. Has hecho tu trabajo y lo has hecho bien. Ahora vámonos de aquí para asegurarnos de que estés protegido adecuadamente. -Tendió la mano y ayudó a Tim a apartarse de la pared-. Venga.

La habitación era pequeña y estaba intensamente iluminada. Tim cambió de postura en la camilla, y el rígido papel que había debajo de su cuerpo dejó escapar un crujido. Oso y los demás miembros de la Unidad de Respuesta y Detención también habían sido enviados al hospital USC del condado, donde los habían ubicado en habitaciones separadas para que se fueran tranquilizando.

El jefe Tannino entró tras una llamada de cortesía a la puerta.

– Rackley, menudo rastro has dejado. -Ladeó la cabeza para mirar a Tim con sus ojos de color castaño oscuro-. El médico me ha dicho que te niegas a tomar tranquilizantes. ¿A qué viene eso?

– No me hace falta estar sedado -replicó Tim.

– ¿No estás alterado?

– Por eso, no.

– Ya has pasado por ello. También con los Rangers -dijo Tannino.

– Sí, ya he pasado por ello. No hace falta que permanezca aquí más que unos minutos.

– Hay una Unidad de Asistencia al Empleado de camino. Están disponibles para hablar contigo, con los demás, con tu mujer… lo que tú quieras.

– La Unidad del Abracito, ¿eh? Creo que paso.

– Estás en tu derecho. Pero es posible que te convenga pensártelo mejor.

– A decir verdad, jefe, este asunto no me preocupa mucho. No he tenido opción. Me he atenido a lo estipulado. Han intentado matarme. Estaba en mi derecho de dispararles. -Tim se pasó la lengua por los labios resecos-. Tengo que ocuparme de otros asuntos. Asuntos más íntimos.