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– También quería hablar contigo de eso. Tu hija. Hay un tipo especializado en esa clase de asuntos, un renombrado psicólogo de UCLA…

– William Rayner -dijo Tim.

– Es caro, pero seguro que podemos conseguir que la administración tenga un poco de manga ancha…

– Vamos a salir de ésta por nosotros mismos, gracias.

– De acuerdo. -Tannino entrechocó los dientes unas cuantas veces mientras observaba a Tim con gesto de preocupación-. ¿Qué tal lleváis ese asunto?

Tim frunció los labios y luego los entreabrió.

– No lo sé -respondió.

Tannino carraspeó y escudriñó el suelo.

– Sí. Era de imaginar -dijo.

– ¿Hay algún modo de que…? -preguntó Tim.

– ¿Cómo dices, hijo?

– ¿Hay algún modo de que pongamos a uno de los nuestros a investigar el caso de mi hija? Los detectives a cargo del asunto no están… -Se interrumpió, incapaz de mirar a Tannino a los ojos.

– No podemos dedicar los recursos de nuestra oficina a un caso personal, Rackley. No es nuestro estilo. No deberías pedirme algo así.

Tim enrojeció.

– Es verdad. Tiene razón. Lo siento. -Se incorporó de la camilla-. ¿Puedo irme?

– Preferiría mantenerte un rato más apartado de los periodistas. Ha habido tres muertos en un tiroteo, y esto va a ser un circo. Tendremos que ser muy metódicos. -Miró a Tim como si no estuviera seguro de que éste lo entendía-. Además, tu abogado de la Asociación de Agentes de Organismos Federales viene de camino. Él te ayudará con la declaración; asegúrate de estar bien preparado.

– De acuerdo -dijo Tim-. Gracias.

– Lamento toda esta mierda. Así funciona el asunto hoy en día. Nos encargaremos de cubrir todas las bases. Un tiroteo sucio no puede convertirse en un tiroteo limpio, pero un tiroteo limpio sí puede convertirse en uno sucio.

– Ha sido un tiroteo limpio.

– Entonces, vamos a asegurarnos de que siga siéndolo.

Dray estaba acurrucada en el sofá a la escasa luz del salón cuando regresó Tim. Las persianas estaban echadas, tal como las había visto él al salir esa mañana, y se preguntó si se habría molestado en subirlas a lo largo del día. Llevaba unos vaqueros desgarrados y una sudadera de la academia, y tenía todo el aspecto de no haber encontrado momento para ducharse. Al alcance de la mano desde donde se encontraba había un cuenco de cereales a medio comer al lado de un par de latas de Coca-Cola vacías y tumbadas.

Estaba tan oscuro que Tim no alcanzaba a ver si su esposa seguía dormida, aunque tuvo la sensación de que no era así. Miró el reloj del aparato de vídeo: eran casi las once de la noche.

– Lamento llegar tan tarde. Me he…

– Lo sé. He visto las noticias. Daba por sentado que en algún momento podrías acercarte a un teléfono.

– Tal como han ido las cosas, me ha sido imposible.

Dray se incorporó sobre los codos con gran esfuerzo, y Tim pudo ver su rostro.

– ¿Cómo ha ido el asunto? -preguntó ella.

Tim se lo contó. A mitad del relato, la frente se le arrugó; se le veía pensativo.

– Ven aquí -le dijo ella una vez que hubo acabado.

Tim cruzó el salón hasta el sofá, Dray le hizo sitio entre las piernas y él tomó asiento, apoyándose contra el cuerpo de su esposa firme y caliente de tanto dormir. El mes anterior Dray había estado ejercitando los tríceps, y ahora se le marcaban en el anverso de los brazos. Empezó a juguetear con el cabello de Tim. Apoyó la cabeza en su pecho y él se lo permitió. A medida que iba cediendo el control, cayó en la cuenta de hasta qué punto se había refugiado en la rigidez defensiva para superar los días anteriores. Se recostó y aspiró el aroma de Dray al tiempo que disfrutaba de su tacto.

Unos minutos después se volvió y la besó. Se separaron, pero, tras un instante de vacilación, volvieron a besarse.

Dray retiró el flequillo de la frente de Tim y se pasó un dedo por la tenue cicatriz en el cuero cabelludo donde le habían golpeado con la culata de un rifle a las afueras de Kandahar. Se peinaba el flequillo hacia la derecha para esconderla; Dray era la única que podía observarla sin que se sintiera incómodo.

– Igual podríamos…, no sé, ir al dormitorio -dijo ella.

– ¿Me estás tirando los tejos?

– Creo que sí.

Tim se puso en pie y se inclinó sobre ella para deslizarle las manos por debajo de las rodillas y los hombros. Dray dejó escapar una risilla anómala y se le agarró al cuello. Él exageró el esfuerzo para levantarla, lanzó un gruñido y volvió a dejarla caer en el sofá.

– Vas a tener que dejar de levantar pesas.

Su intención era bromear, pero la frase le salió en un tono severo que menguó la sonrisa de Dray. Tim notó que la afrenta hacía mella y se le volvía viciosamente en contra. Se arrodilló y sujetó el rostro de su esposa con ambas manos para permitirle que leyera el arrepentimiento en sus ojos.

– Ven conmigo -dijo.

Dray se levantó y se miraron a los ojos. No habían hecho el amor desde el asesinato de Ginny. Aunque sólo habían pasado seis días, esa realidad les suponía una carga desmesuradamente pesada. Tal vez se estaban castigando al negarse cierta intimidad, o quizá les daba miedo semejante proximidad.

Tim se sintió igual de nervioso que en una primera cita y le resultó extraño ser tan frágil a su edad, en su casa, con su mujer. Ella jadeaba levemente, con el cuello reluciente de sudor; tendió la mano y tocó la de Tim en un gesto torpe.

Regresaron al dormitorio, se quitaron la ropa y empezaron a besarse con ternura y cierta inseguridad. Ella se tumbó en la cama y él se colocó con tiento encima, pero entonces los gemidos de Dray cambiaron de dirección y adquirieron otro tono. Tim se detuvo al caer en la cuenta de que lloraba. Con los dedos extendidos y las palmas de las manos en sus hombros, lo empujó para que se apartara. Tim se sentó en la cama, desnudo y confuso, mientras ella cogía las sábanas a manotazos para cubrirse. La habitación vacía de Ginny al otro lado del pasillo cobró entidad corno una profunda vibración.

Dray se sujetó el estómago con una mano y se llevó la otra a los labios trémulos hasta que dejaron de temblarle.

– Lo siento. Creía que estaba preparada.

– No te disculpes. -Tim tendió una mano y le acarició el cabello, pero ella no respondió. Se vistió en silencio, sin saber si ella percibía la actitud como un insulto o una manera de recuperar el orgullo, aunque en realidad no tenía en la cabeza lo uno ni lo otro.

– Me parece que necesito un poco de espacio.

– ¿ Quieres que vuelva al…? -Señaló pasillo adelante y luego se re- tiró lentamente. Hizo un alto en la puerta pero ella no lo retuvo.

Tim durmió a intervalos en medio de un entramado de pesadillas. Cuando despertó sudoroso y confuso, apenas una hora después, tuvo la certeza de que la suma de aquellas imágenes oníricas confirmaban su sospecha de que Ginny había muerto a manos de dos asesinos, uno de los cuales seguía siendo un enigma.

No podía fiarse de la competencia de los detectives. No estaba de acuerdo con la opinión de la fiscal a cargo del caso. No podía recurrir a sus superiores. No podía investigar el caso por sí mismo.

Estaba desesperado.

Lo bastante desesperado para buscar ayuda en el único lugar al que se había jurado a sí mismo no acudir nunca.

Miró el reloj: eran las 11.37 de la noche.

Dejó una nota a Dray por si despertaba, salió de casa en silencio, subió al coche y pisó el acelerador hasta Pasadena. Atravesó el limpio vecindario de las afueras, con el pulso desbocado, cada vez más ansioso a medida que se acercaba. Aparcó al final de una acera de hormigón con el empedrado perfectamente pulido, igual que el porche de Tim. Las ventanas relucían; no se veía una sola mota de suciedad. El césped estaba al ras y segado con precisión, con los márgenes recortados hasta alcanzar la perfección a máquina o incluso con tijeras de podar.