Tim enfiló el sendero de entrada y se detuvo unos instantes para observar la capa de pintura en la puerta delantera, en la que no se apreciaba ni un solo brochazo fuera de sitio. Llamó al timbre y aguardó.
Los pasos se acercaron con regularidad, como si estuvieran medidos.
Su padre abrió la puerta.
– Timmy.
– Papá.
Su padre, como tenía por costumbre, estaba apostado entre la puerta y la jamba, como si protegiera la casa de la intrusión de un vendedor de Biblias. Su traje gris era barato pero estaba bien planchado, y, a pesar de la hora que era, llevaba el nudo de la corbata ajustado a la garganta.
– ¿Qué tal te va? No he hablado contigo desde que recibí la noticia.
La noticia. Una cita. Un asunto de negocios. La muerte de una hija.
– ¿Puedo pasar? -preguntó Tim.
Su padre respiró hondo y contuvo el aliento un instante, dejando claro que era un incordio. Al cabo, dio un paso atrás y permitió que la puerta se abriera del todo.
– ¿Te importa quitarte los zapatos?
Tim se sentó en el sofá del salón, frente al sillón reclinable en el que sabía que su padre terminaría por sentarse. Este permaneció delante de él un momento con los brazos cruzados.
– ¿Algo de beber? -ofreció.
– Un poco de agua no me vendría mal -dijo Tim.
Su padre se inclinó, cogió un posavasos de la mesita de centro y se lo acercó antes de irse a la cocina.
Tim paseó la mirada por la estancia que tan bien conocía; nada había cambiado en ella desde su infancia. Un racimo de marcos cubría la repisa de la chimenea exhibiendo las mismas fotografías con las que se habían adquirido, ahora descoloridas por la luz del sol. Una mujer en la playa. Tres niños en una piscina de plástico. La típica pareja de merienda en el campo. Tim no estaba seguro de que alguna vez hubieran albergado fotografías más personales. Intentó recordar si en algún momento hubo en la casa alguna fotografía de su madre, que tomó la sabia decisión de abandonarlos cuando él tenía tres años. No pudo acordarse.
Ginny era la última Rackley, el eslabón final de la estirpe.
Su padre regresó, le tendió el vaso y le ofreció la mano. Se dieron un apretón.
Nada más sentarse en el sillón reclinable, su padre tiró de la palanca de madera del costado y el reposapiés apareció bajo sus piernas. Tim cayó en la cuenta de que no había visto a su padre desde el día que Ginny cumplió tres años. Había envejecido, no de forma drástica, pero sí de manera apreciable: un tenue entramado de arrugas debajo de cada ojo, una leve mueca de contrariedad en las comisuras de la boca, gruesas canas en las cejas. Tim notó cierta pena. Otra mirada ceñuda al proceso de usurpación de la muerte, más lenta esta vez, pero igualmente implacable.
Le vino de repente a la cabeza la noción de que cuando era pequeño no entendía la muerte. O quizá la entendía mejor. Le seducía. Jugaba a guerras, jugaba a ladrones y policías, jugaba a indios y vaqueros, pero no jugaba a nada en lo que la muerte no estuviera presente. Cuando fallecieron sus primeros compañeros en los Rangers, asistió a los funerales de uniforme y con gafas de sol, y presenció todo con un estoicismo sombrío y duro. No había llorado la muerte de sus amigos, en el fondo no, porque sencillamente le habían sacado ventaja. El primero en conseguir un carné falso, el primero en echar un polvo, el primero en morir. Pero tras enamorarse, tras perder una hija, todo había cambiado. La muerte ya no le seducía. Al morir Ginny, había notado que una parte de sí se desgajaba y se precipitaba en picado hacia un vacío. El dolor había hecho mella en él. Y lo había dejado más desprotegido ante el miedo.
Era consciente de que cada vez tenía menos agallas frente a la muerte.
Para recobrar el ánimo, recurrió a la actitud agresiva que siempre le daba buenos resultados.
– ¿Te has portado bien? -preguntó a su padre.
– Desde luego -contestó éste.
– ¿Nada de cheques fraudulentos ni de números de tarjeta de crédito falsos?
– Ni una sola vez. Ya llevo así cuatro años. Mi agente de la condicional está orgulloso de mí, aunque no pueda decir lo mismo de mi hijo. -Su padre ladeó la cabeza para subrayar la frase y luego dejó que su sonrisa se desvaneciera.
Se inclinó hacia delante; el reposapiés retrocedió hacia la tela barata y acabó por desaparecer. Al tiempo que cruzaba las piernas, entrelazó las manos en las rodillas. Siempre había hecho gala de una elegancia muy por encima de la gente y los objetos de los que se rodeaba. Esas uñas perfectamente limadas difícilmente correspondían a una persona que se ganaba la vida a fuerza de timos de poca monta.
Lo que dijo a continuación sorprendió a Tim más que cualquier otra cosa que hubiera dicho en su vida.
– Echo de menos a Virginia.
Tim tomó un sorbo de agua, más para hacer tiempo que otra cosa.
– No la viste mucho.
Su padre asintió, otra vez con la cabeza levemente ladeada, como si escuchara una música lejana.
– Lo sé. Pero echo de menos la noción de Virginia.
Tim se vio contemplando las fotografías de la repisa.
– No era una simple noción.
– Yo no he dicho eso.
A Tim le costó esfuerzo pronunciar las palabras:
– Necesito ayuda.
– Pues igual que todos, ¿no? -Su padre descruzó las piernas y se recostó al tiempo que se cogía al apoyabrazos con las manos, igual que Lincoln en su monumento.
– ¿Necesitas dinero?
– No. Información.
Su padre asintió con la solemnidad de un juez que ya estuviera de vuelta de todo.
– Me preguntaba si podrías correr la voz de la muerte de Ginny. Entre tus colegas. Ya sabes, gente de toda calaña; quizás alguien haya oído algo.
Su padre se puso en pie y cogió el pañuelo que llevaba en el bolsillo de la pechera de la chaqueta. Limpió la humedad condensada en el vaso de Tim, limpió el posavasos, volvió a dejarlos en la mesa y se sentó de nuevo. Tim se preguntó si su propia pulcritud impecable era un intento de satisfacer algún hondo impulso de complacer a su padre o sencillamente una necesidad aprendida de poner orden en aquellas cuestiones en las que era posible hacerlo. La casa no denotaba cariño en su conservación, sino más bien la rigidez de quien no está seguro por completo de lo que hace. Su padre la había construido tablón a tablón, o al menos eso había asegurado siempre.
– Según tengo entendido por lo que dice la prensa, hay un sospechoso claro. Ese tal Kindell.
– Es verdad. Pero tengo la sensación de que el asunto no es tan sencillo.
– Me da la impresión de que te dejas llevar por los sentimientos. -Miró a Tim a la espera de una respuesta. Cuando quedó claro que no iba a obtenerla, dijo-: ¿Por qué no escarbas tú un poco? Tienes confidentes, colegas. Te las ves con gente que anda fuera de la ley, supongo. Aparte de tu padre, quiero decir.
– Soy reacio a involucrarme mucho en el caso, teniendo en cuenta que no soy precisamente imparcial. No puedo recurrir al Servicio Judicial para un asunto de índole personal.
– Vaya. Ahora oímos a tu superego. -Su padre frunció los labios; tenía un arco de cupido pronunciado, un rostro más atractivo que el de Tim-. Así que estás dispuesto a ponerme en un brete, quieres que llame a mis contactos en vez de recurrir a los tuyos.
– Estoy en una situación comprometida, por razones evidentes. He pensado que si tú descubres una pista de peso, algo que se sostenga, podríamos poner al tanto a las autoridades.
– A mí no me caen muy bien las autoridades, Timmy.
Tim ahondó a través de treinta y tres años de instinto firmemente forjado y se expuso a la intensa vulnerabilidad que suponía esperar algo, cualquier cosa, de su padre.
– Nunca había acudido a ti. En la vida. Ni en busca de trabajo, ni por dinero, ni por un asunto personal. Te lo pido por favor.