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Su padre suspiró con pesar fingido.

– Bueno, Timmy, las cosas no andan muy bien de un tiempo a esta parte, y sólo me deben algún que otro favor. Tengo que cobrarlos con buen juicio.

A Tim se le había secado la boca.

– No te lo pediría si no fuera importante.

– Pero, ahora mismo, lo que es importante para ti no tiene por qué serlo necesariamente para mí. No es que no quiera ayudarte, Timmy, es que tengo problemas y prioridades propios. Me temo que en estos momentos no puedo permitirme pedir ningún favor de más.

– ¿Ningún favor o ningún favor de más?

– Ninguno de más, supongo.

Tim se mordió la parte interna del labio y llevó el gesto hasta el extremo del dolor por unos segundos.

– Entiendo -dijo.

Su padre se pasó el pulgar y el índice por las comisuras de la boca, como si se atusara una perilla.

– El agente de la ley acude al criminal en busca de ayuda. Creo que eso se conoce como ironía.

– Me parece que estás en lo cierto.

Su padre se puso en pie y se alisó las perneras del pantalón. Tim hizo lo propio.

– Da recuerdos a Andrea.

– De tu parte.

Una vez en la puerta, su padre extendió los brazos para enseñarle la chaqueta.

– ¿Te gusta mi nuevo traje para ir a misa, Timmy?

– No sabía que fueras a misa.

Le guiñó el ojo.

– Prefiero apostar a todos los números.

Capítulo 7

El exhaustivo análisis del cadáver de Ginny llevado a cabo por el forense no aportó ninguna prueba física esencial. Había extensos desgarros vaginales pero ni rastro de semen. Se utilizó un condón -identificado, gracias a los restos de lubricante obtenidos en el laboratorio, como Durex Gold Coin-, aunque no se encontraron condones de la misma marca nuevos ni usados en la casa de Kindell o en el escenario del crimen. Al séptimo día, el forense dio permiso para que retiraran el cadáver. Debido a la gravedad de las lesiones sufridas por Ginny y a la minuciosidad del forense, Tim y Dray no tuvieron más remedio que encargar un funeral a ataúd cerrado, cosa que, de todos modos, preferían.

Pagaron la ceremonia con el dinero que habían empezado a ahorrar para la formación universitaria de Ginny.

El funeral, gracias a Dios, fue breve. Asistieron los cuatro hermanos de Dray, altos y fornidos cual armarios, con sendas petacas de bourbon. Se pusieron en corro en el locutorio como si de una melé se tratara, lanzaron miradas criminales a Tim y sollozaron. Oso se sentó solo y con la cabeza gacha en el último banco. Mac vino acompañado de Fowler y no perdió la más mínima oportunidad de estar junto.1 Dray. Tanto el uno como el otro se mantuvieron alejados de Oso.

Dray llevaba un abrigo gris encima del vestido negro y se conducía con garbo a pesar del evidente agotamiento.

El padre de Tim apareció tarde, esbelto y acicalado, con un olor más que notable a loción para después del afeitado. Besó a Dray en la mejilla -por una vez ella lo recibió cariñosa y le apretó la mano- y dirigió un sombrío gesto de asentimiento a Tim.

– Lamento mucho vuestra pérdida.

– Gracias -respondió Tim.

Tras acercarse torpemente un par de veces, se las arreglaron para abrazarse con austeridad. Tim hizo todo lo posible por evitar a su padre durante el resto de la ceremonia, un acuerdo tácito que éste encontró igualmente aceptable.

El entierro en sí se celebró en el cementerio de Bardsdale bajo una brisa húmeda que dejó la ropa de los asistentes empapada e incómoda de llevar. El barro acumulado en torno a la base de los elegantes zapatos de Tim le recordó al de las botas de Kindelclass="underline" la mácula del remordimiento. Tim se planteó si la llevaba por no haberse vengado del asesino de su hija.

Su padre se fue a mitad de la ceremonia. Tim vio cómo su silueta solitaria descendía por la colina cubierta de hierba, los hombros abatidos, sin la actitud resuelta que por lo general definía la postura de su padre, y también a su padre.

De camino a casa, Tim aparcó en el arcén y se apoyó contra el volante con el aliento martillándole el pecho. Solía despertarse así unas cuantas veces al mes después de su regreso de Croacia, acosado por imágenes de fosas comunes, pero nunca había experimentado claustrofobia semejante a la luz del día. Dray se inclinó hacia él y le acarició el cuello con cariño y paciencia. La sensación de ahogo desapareció tan repentinamente como había llegado. Permaneció con la mirada perdida en la carretera, subiendo y bajando los hombros a ritmo todavía pronunciado.

– Quería darle todo aquello que yo no tuve. Un hogar seguro. Apoyo. Quería transmitirle una ética, respeto por la sociedad, cosas que a mí nunca me enseñaron, cosas que tuve que descubrir por mi cuenta. Ahora todo eso ya no tiene importancia. He perdido el futuro. -Profirió un suspiro tembloroso-. ¿Qué sentido tiene todo ahora? ¿Pagar otro plazo de la hipoteca? ¿Levantarse para ir a trabajar otro día? ¿Acostarse otra noche?

Dray lo miraba mientras se enjugaba las lágrimas.

– No lo sé.

Permanecieron sentados hasta que Tim recuperó el aliento y luego regresaron a casa en silencio.

En el umbral les aguardaba el periódico matinal, aún por leer. En la foto de la portada se veía a Maybeck y Denley entrechocando las manos a la puerta de la habitación número nueve del hotel Martía Domez mientras dos polis sacaban en camilla un cadáver dentro de una bolsa. Ambos agentes sonreían y el guante de Denley estaba manchado de sangre, probablemente de tomarle el pulso a Heidel en el interior. El titular rezaba: LOS AGENTES FEDERALES CELEBRAN LA MATANZA DEL CENTRO. Dray, sin pronunciar palabra, llevó el periódico hasta la acera y lo tiró al contenedor de papel.

En plena noche, los lloriqueos de Dray en el dormitorio despertaron a Tim, que estaba en el sofá del salón. Regresó a la habitación y se encontró la puerta cerrada. Ella respondió a la suave llamada entre sollozos.

– Tengo…, tengo que afrontarlo sola durante una temporada.

Tim volvió al sofá y se sentó con el telón de fondo de los sollozos de su esposa amortiguados por las paredes.

Para respetar la necesidad de estar sola de Dray, Tim empezó a lavarse los dientes y a ducharse en el otro cuarto de baño, cerca del garaje, y sólo entraba en el dormitorio para coger ropa limpia. En la mesita auxiliar, junto al sofá, puso el despertador y una lámpara para leer. El jefe Tannino le había pedido que se tomara unos días de descanso mientras las cosas se calmaban, así que Tim intentaba mantenerse ocupado, levantaba pesas, hacía pequeños arreglos en la casa, intentaba reducir al mínimo el tiempo que dedicaba a compadecerse de sí mismo o regodearse en el odio que sentía por Kindell; un odio, por lo visto, no correspondido.

Dray y él comían a horas diferentes para no coincidir en la cocina, y cuando se cruzaban, se sostenían la mirada apenas un instante incómodo. La ausencia de Ginny ocupaba la casa en la forma de una sombra cada vez más grande que caía entre ambos.

Si Tim se hubiera molestado en poner la televisión o leer la prensa, habría visto que el tiroteo con Heidel había acaparado la atención de los medios de comunicación de Los Angeles. De vez en cuando, algún titular sobre el juicio de Jedediah Lañe -el militante de extrema derecha al que se acusaba de haber puesto gas nervioso en la Oficina Regional del Censo- desplazaba el tiroteo de la primera plana, pero, por lo visto, el asunto de Tim tenía un gancho sorprendente. Al principio hubo un goteo de llamadas que luego adquirió una intensidad febril. Poco después, Tim era capaz de decir si se trataba de una llamada de la prensa por la mala leche con que Dray colgaba el auricular. Tim planteó la posibilidad de cambiar de número, pero Dray, reacia a transigir aunque fuera en una insignificancia, no quiso ni oír hablar de ello. Por fortuna, ningún periodista se presentó a su puerta.