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– Protesto, señoría -dijo Delaney, cuya voz carecía de la confianza habitual. Los informes son meras conjeturas.

– Señoría, puesto que esos informes han sido entregados directamente al tribunal por expertos en medicina del hospital USC del condado en virtud de una citación, constituyen, en tanto que documentos oficiales, excepciones a la norma de las pruebas por referencia o conjeturas.

Delaney tomó asiento mientras la juez Everston revisaba el expediente con expresión ceñuda.

– El señor Kindell puede leer los labios, señoría, aunque sólo mínimamente; nunca le ha instruido un profesional al respecto. Si lo estaban esposando mientras le leían los derechos, tenía que estar de espaldas a la boca del agente Fowler. Está claro que, si tenía alguna posibilidad de entender sus derechos, quedó eliminada. Confesó sin tener una idea clara de cuáles eran sus derechos.

Delaney metió baza.

– Señoría, si estos agentes actuaron de buena fe…

La juez Everston la interrumpió con un simple gesto de la mano.

– No me venga con eso de la «buena fe», señora Delaney. -La juez cerró la boca y aparecieron arrugas en sus labios-. Si el señor Kindell es sordo, tal como ha asegurado su abogado, está claro que hay un problema en lo que se refiere a la comprensión de sus derechos.

El letrado defensor se puso levemente de puntillas.

– Además, la defensa solicita que se eliminen todas las pruebas halladas en casa de mi cliente, porque el registro se llevó a cabo sin tener en cuenta la Cuarta Enmienda.

La voz de Dray, débil y tensa, escapó por debajo de la mano con la que se tapaba la boca.

– Ay, Dios -murmuró.

Delaney se puso en pie.

– Por mucho que el acusado esté legalmente sordo, bien pudo dar su consentimiento al registro, y por tanto no deben eliminarse las pruebas.

– Mi cliente es sordo, señoría. ¿Cómo iba a dar su consentimiento de forma voluntaria para que registraran su casa y se incautaran de pruebas si ni siquiera oía lo que le decían?

Kindell se volvió y estiró el cuello para localizar a Tim y Dray. Su sonrisa no era de malicia ni de regodeo, sino más bien la mueca de satisfacción de un niño al que le dejaran quedarse con algo que acababa de sustraer. A Dray se le había ido el color de la cara y Tim estaba convencido de que su propio aspecto no debía de irle muy a la zaga.

– ¿Qué más pruebas físicas tiene, señora Delaney, que vinculen al señor Kindell con la escena del crimen y el crimen en sí? -El dedo huesudo de la juez Everston emergió de entre los pliegues de su toga y señaló a Kindell con desdén apenas disimulado.

– ¿Aparte de las que recogimos en su casa? -A Delaney le temblaban las aletas de la nariz y le habían salido en la piel manchas rojizas que le bajaban por el cuello hasta el escote-. Ninguna, señoría.

A la juez Everston se le escapó un comentario notablemente parecido a «Maldita sea». Lanzó una mirada asesina al defensor de oficio y dijo:

– Voy a suspender la sesión durante media hora. -A continuación, salió a toda prisa con los informes auditivos en la mano sin caer en la cuenta de que la mitad de los presentes había olvidado ponerse en pie.

Dray se echó hacia delante con los codos clavados en el vientre como si fuera a vomitar. La conmoción de Tim alcanzó tal intensidad que le zumbaban los oídos y tenía limitada la visión periférica.

Les dio la impresión de que el receso se prolongaba décadas. Delaney los miraba de vez en cuando al tiempo que tamborileaba con nerviosismo sobre el cuaderno. Tim guardó un silencio entumecido hasta que entró el alguacil y pidió orden.

La juez Everston se recogió la toga para subir al estrado, su escasa estatura fue evidente hasta que ocupó su sitio. Estudió unos documentos durante unos instantes como si necesitara hacer acopio de fuerzas para seguir. Cuando empezó a hablar, su tono era grave, y Tim supo de inmediato que iba a darles malas noticias.

– Hay ocasiones en las que nuestro sistema, al proteger los derechos del individuo, casi parece conspirar contra nosotros; ocasiones en las que el fin justifica unos medios sórdidos, y nos vemos obligados a cerrar los ojos y tragar, por mucho que seamos conscientes de que una pequeña parte de nosotros morirá en aras de un bien mayor. Ésta es una de esas ocasiones. Éste es uno de los sacrificios que debemos hacer para vivir en libertad, y es un sacrificio injusto que recae sobre unos pocos desafortunados. -Ladeó la cabeza con pesar en dirección a Tim y Dray, sentados en la última fila-. No puedo, de buena fe, autorizar pruebas que sin duda serán rechazadas ante un tribunal de apelación. Puesto que los informes médicos son inequívocos en lo que respecta a la sordera bilateral del señor Kindell, pondría en entredicho mi credibilidad si creyera que un sordo sin preparación formal para leer los labios comprendió las complejidades de sus derechos o las implicaciones de la autorización oral que se solicitó de él. No oculto mi pesar al verme obligada a acceder a la petición de que se supriman las pruebas relacionadas con la supuesta confesión, así como todas las pruebas físicas recuperadas de la casa del señor Kindell.

Delaney se incorporó con ademán trémulo. La voz le tembló levemente al decir:

– Señoría, a la luz de la decisión de este tribunal de desestimar la confesión y las pruebas, la fiscalía se declara incapaz de continuar con el caso.

Everston concluyó en un tono grave y disgustado:

– El caso queda sobreseído.

Kindell mostró una sonrisa torcida y levantó las manos para que le quitaran las esposas.

Capítulo 10

La lluvia había vuelto, como si quisiera arropar el estado de ánimo de Tim, y en torno al anochecer alcanzó proporciones míticas, azotando las puertas de rejilla y las palmeras del jardín trasero. Las ventanas crujían cuando llegaba a retumbar algún trueno. Tim estaba sentado en el sofá en silencio absoluto, con la mirada fija en la pantalla de televisión apagada que sólo reflejaba las gotas de lluvia que resbalaban por las puertas correderas de vidrio que había a su lado. Dray, sentada a la mesa de la cocina, a su espalda, estaba absorta en un libro de recuerdos, recortando y pegando fotos de Ginny en un furor de tijeras y páginas.

Tim movió únicamente el pulgar para apretar el mando a distancia y la imagen apareció en la pantalla. William Rayner, el omnipresente experto en psicología social de la UCLA, apareció en el recuadro izquierdo de una entrevista por videoconferencia con la presentadora de las noticias de KCOM, Melissa Yueh. En la conexión en directo se le veía sentado en una sombría biblioteca cruzado de piernas. El cabello plateado y el bigote cano perfectamente recortado acentuaban su aspecto un tanto pasado de moda pero no exento de atractivo. En las estanterías a su espalda había hileras enteras de ejemplares de su último best seller basado en una historia real, Cuando la ley fracasa. Rayner, un consumado intérprete con tantos admiradores como detractores, era uno de esos críticos culturales de medio pelo que alababan obras como Los hombres son dé Marte, a la altura de Dominick Dunne y Gerry Spence.

«… La atroz sensación de impotencia cuando alguien como Roger Kindell no se ve obligado a responder ante la justicia. Como usted sabe -decía Roger-, semejantes casos me tocan la fibra sensible. Cuando murió mi hijo y su asesino salió en libertad, me hundí en una terrible depresión.»Yueh lo miraba con una cara de conmiseración empalagosa a no poder más.

«Y fue entonces cuando aboqué mis intereses en esa dirección -continuó Rayner-. Llevé a cabo infinidad de entrevistas, infinidad de estudios. Empecé a hablar con otras personas acerca de cómo ven estas deficiencias legales y cómo estas deficiencias minan la eficacia y el derecho propiamente dicho. Por desgracia, no hay soluciones sencillas. Pero sé que cuando la ley fracasa, la esencia misma de nuestra sociedad se ve amenazada. Si no confiamos en que la policía y los tribunales vayan a hacer justicia, ¿qué alternativa nos queda?»Tim apretó el mando a distancia y la tele se apagó con un guiño. Permaneció unos minutos sentado en silencio y volvió a encenderla. Yueh se centraba ahora en Delaney, que tenía un aspecto insólitamente aturullado. Volvió a apretar el botón y contempló las sombras de las gotas de lluvia que jugueteaban por la pantalla apagada.