– Tienes razón -respondió Tim-. Lo siento.
Dray volvió a limpiarse la nariz, dejando una mancha oscura en la manga de la sudadera, y luego pasó junto a Tim camino de la puerta. Una vez fuera, bajo la lluvia, se volvió hacia él. Tenía el cabello pegado a las mejillas, la barbilla manchada de sangre y los ojos del tono de verde más exquisito que habían adquirido en toda su vida.
– Todavía te quiero, Timothy -dijo.
Dray cerró la puerta con tanta fuerza que uno de los cuadros se desprendió de la pared y fue a caer junto a Tim; el marco se rompió al chocar contra las baldosas de la entrada.
Atravesó el salón destrozado, cogió una silla de la mesa de la cocina y la volvió de forma que quedase de cara a la lluvia que azotaba las puertas correderas. Se sentó y se inclinó hacia delante hasta que su frente quedó apoyada contra el vidrio fresco. La tormenta se había reanudado con furia añadida. El jardín trasero se veía cubierto de hojas de palmera. La bicicleta de Ginny estaba sobre el césped; una de las ruedas giraba lánguida al viento. La oscuridad parecía tener una densidad maligna que se cernía sobre la casa como una mortaja, pero Tim reconoció que esa sensación no era sino su propia necesidad de flagelarse con imágenes tan lóbregas como trilladas.
La rueda siguió girando, y el chirrido herrumbroso se hizo audible por encima incluso del repiqueteo de la lluvia. Su aullido de criatura mitológica recalcaba cada una de las decepciones de las dos últimas semanas. Era como si la vida entera de Tim hubiera quedado bajo una nueva luz que la dejara a la vista tal como era en realidad: un andamiaje que otorgaba una ilusión de orden al caos. No tenía una hija que le garantizase un futuro, ni una vocación que lo mantuviese encaminado, ni una esposa que confirmase su humanidad. De pronto se le vino encima lo injusto de su sufrimiento. Había hecho todo lo posible por mantenerse firmemente amarrado al mundo y, sin embargo, ahora iba a la deriva.
Bajó el rostro hasta las manos e inhaló la humedad de su propio aliento. La silla crujió cuando se echó hacia atrás. Tim llenó los pulmones de aire y sufrió dos convulsiones, encallado al borde de un sollozo.
Sonó el timbre.
Experimentó una sensación de alivio abrumadora.
– Andrea -dijo.
Cruzó el salón a la carrera y estuvo a punto de tropezar con un libro.
Abrió la puerta con gesto decidido. En el lado opuesto del porche se veía la silueta umbría de un hombre en cuyo impermeable repiqueteaba la lluvia. Tenía echado sobre la cara un suéter de color verde oscuro que ocultaba su rostro en la penumbra. Su postura denotaba un encorvamiento leve, casi imperceptible, indicativo de su edad o de alguna enfermedad en ciernes. Un fogonazo provocado por un relámpago invisible lo iluminó de arriba abajo, aunque sólo permitió a Tim verle la franja de la boca y la barbilla. El fragor de un trueno impregnó el aire. Tim notó la vibración a través de los pies.
– ¿Quién es usted?
El hombre alzó la vista, y cayeron unos hilillos de agua del ala vuelta del gorro de vinilo.
– La respuesta -dijo.
Capítulo 11
– No me hacen ninguna gracia los bromistas, los que vienen a desearme lo mejor ni los curiosos -dijo Tim-. Escoja el que prefiera: el padre afligido o el agente federal sediento de venganza. Ahora que ya le ha visto, vuelva a su cadena de televisión, su asociación rotaría o su iglesia, y dígales que lo intentó con todo su entusiasmo.
Hizo ademán de cerrar la puerta, pero el hombre levantó un puño, sin guante, calloso por efecto de la edad, y se lo llevó a la boca para toser. El gesto dejó traslucir una fragilidad tan inmensa que Tim se detuvo.
– Yo también desprecio a esa clase de gente. Así como a muchos otros -dijo el hombre.
A pesar de la lluvia y de las ropas que parecían aletear en torno a él, el individuo permanecía quieto, igual que la imagen promocional en cartón de una novela de tres al cuarto. Tim era consciente de que le convenía cerrar la puerta, pero notó una sensación extraña en su interior, similar en cierto modo a la curiosidad o la fuerza mayor, y se oyó a sí mismo decir:
– ¿Por qué no entra y se seca antes de marcharse?
El hombre asintió y siguió a Tim por entre los libros y las fotos diseminados por el suelo sin hacer ningún comentario. Tim se sentó en el sofá, y el individuo, en la butaca de dos plazas que había delante. El hombre se quitó el sueste, lo enrolló como si fuera un periódico y lo cogió con ambas manos.
Su rostro traslucía el paso del tiempo, pero su aspecto era de viva inteligencia. Los ojos, de color azul intenso, eran los únicos dos puntos tersos en sus rasgos ásperos. El cabello, de un color negro un tanto acerado, lucía corto y bien cuidado. Se apreciaba en aquel hombre la musculatura desvaída y confusa de alguien cuyo cuerpo había cambiado rápidamente con la edad; Tim supuso que alguna vez tuvo una presencia imponente. Sus manos emitieron un sonido rasposo cuando se las frotó para aliviar parte del frío que había entumecido sus gruesos dedos. Tim conjeturó que debía de rondar los sesenta.
– ¿Y bien? -preguntó.
– Ah, sí. ¿Por qué he venido? He venido para hacerle una pregunta. -El hombre dejó de frotarse las manos y alzó la vista-. ¿Qué le parecería pasar diez minutos a solas con Roger Kindell?
Tim notó que su frecuencia cardíaca aumentaba varios enteros.
– ¿Cómo se llama?
– Eso no tiene importancia ahora mismo.
– No sé qué se trae entre manos, pero soy agente federal.
– Ex agente federal. Y eso tampoco tiene importancia. Esto… -Movió las manos en un gesto impreciso, señalando la habitación en derredor-. Esto no es más que una charla especulativa. Sólo eso. No está tramando un crimen ni contratando a alguien para que lo cometa. La pregunta es hipotética. No tengo medios ni intención de hacer nada.
– No me venga con timos. La crueldad me trae sin cuidado, pero aborrezco a los timadores. Y me las sé todas, no le quepa la menor duda.
– Roger Kindell. Diez minutos.
– Creo que será mejor que se vaya.
– Diez minutos a solas con él. Ahora que ha tenido tiempo para pensarlo mejor y sabe que su matrimonio está yéndose a pique.
– ¿C julo lo sabe?
El hombre desvió la mirada hacia las sábanas y las almohadas amontonadas en el sofá junto a Tim, y luego continuó:
– Ha perdido su trabajo.
– ¿Cuánto hace que me vigila?
– Además, el hombre que asesinó a su hija ha quedado en libertad. Pongamos por caso que pudiera ponerle la mano encima ahora mismo. Roger Kindell. ¿Qué le parece?
Tim notó que cedía algo en su interior y dejaba paso a la ira.
– ¿Qué me parece? Me parece que me encantaría destrozarle la cara a puñetazos a Kindell, pero no soy un poli majara al que le guste tomarse la justicia por su mano, ni un agente de pueble) que 110 ve más allá del cañón de su revólver. Me parece que estoy harto, por un lado, de ver que quien debería hacer que la ley se respete pisotea los derechos individuales, y, por otro, de ver a cierta gentuza ocultarse tras esos derechos. Me parece que me pone furioso comprobar que el sistema que he dedicado toda mi vida a defender se me viene encima, y tener la certeza de que no hay ninguna alternativa mejor. Me parece que estoy harto de la gente como usted, que hurga y critica sin ofrecer nada a cambio.
El hombre no llegó a sonreír del todo, pero su rostro se acomodó para ofrecer la impresión de que le agradaba la respuesta de Tim. Dejó una tarjeta de visita en la mesita de centro que había entre ambos y la deslizó hacia Tim con dos dedos, igual que si fuera una ficha de póquer. Cuando éste la cogió, el individuo se puso en pie. No había nombre alguno en la tarjeta, sólo una dirección de Hancock Park en una sencilla tipografía negra.