Tim llevó el extremo del abrecartas al espejo. La fisura entre la punta y el reflejo le indicó que no había nada anómalo; en un espejo falso no habría quedado fisura alguna.
– Siempre he creído que se otorga demasiada importancia a las credenciales.
– ¿Ah sí? ¿Por qué?
Tim, cada vez más impaciente, se mordió el interior del labio.
– A la hora de la verdad, todo el mundo sangra más o menos igual.
Robert, que se había levantado y estaba apoyado en una estantería, lanzó una risilla. Las marcas de dedos en las mangas de su camiseta indicaban que las había tenido que estirar antes de introducir los bíceps. Ninguno de los gemelos había hablado aún; estaban ocupados con sus posturas y su actitud amenazante. La intensidad de que hacían gala quedaba patente en el leve sonrojo de sus mejillas. Tim conocía a los tipos de su estofa de cuando estaba en los Rangers: competentes, vigorosos y ferozmente leales a sus ideales, fueran cuales fuesen. No tenían reparos en ponerse duros.
Dumone regresó junto a los otros y continuó:
– En sus tres años con el Servicio Judicial Federal de Estados Unidos, el señor Rackley ha recibido dos menciones honoríficas en el cumplimiento del deber, dos premios al servicio distinguido y la Medalla Forsyth por salvar la vida a otro agente, un tal George Jowalski, alias ()so. El mes de septiembre pasado, el señor Rackley derribó la pared de una casa donde se pasaba crack, recuperó el cuerpo herido del señor Jowalski mientras disparaban contra ellos y lo llevó a lugar seguro. ¿ No es así, señor Rackley?
– Ésa es la versión tipo Hollywood, sí.
– ¿Por qué no siguió en el Cuerpo de Operaciones Especiales del ejército? -preguntó Dumone-. ¿Lo ascendieron a la Fuerza Delta?
– Quería pasar más tiempo con… -Tim se mordió el labio. Rayner se disponía a decir algo, pero Tim levantó la mano-. Escúchenme con atención. Voy a largarme si no me dicen por qué estoy aquí. Ahora mismo.
Los hombres y Ananberg cruzaron miradas como si buscaran reconciliarse con algo. Dumone se dejó caer pesadamente en el sillón. Rayner se quitó la chaqueta para colgarla del respaldo de una butaca y dejó a la vista una elegante camisa con mangas amplias y gemelos de oro. Al colocarse delante de Tim, tintineó el hielo de su copa.
– Hay algo que todos nosotros compartimos, señor Rackley. Los aquí presentes, incluido usted, tenemos seres queridos que fueron víctimas de criminales que se las arreglaron para zafarse de la justicia gracias a vacíos legales. Defectos de forma, errores en la cadena de posesión, irregularidades en las órdenes de registro. En ocasiones, los tribunales de este país tienen problemas para funcionar como es debido. Se ven constreñidos, ahogados con estatutos y nuevas leyes judiciales. Por eso estamos constituyendo la Comisión. La Comisión funcionará dentro de las pautas legales más estrictas. Nuestros criterios se regirán por la Constitución de Estados Unidos y el Código Penal del Estado de California. Revisaremos casos de asesinato en los que los acusados salieron en libertad por causa de tecnicismos. Los tres papeles que desempeñaremos serán los de juez, jurado y verdugo. Todos somos jueces y miembros del jurado. -Frunció el ceño de tal modo que sus cejas formaron una única línea plateada-. Nos gustaría que usted fuese nuestro verdugo.
Dumone se sirvió de ambos brazos para levantarse del sillón y se dirigió hacia una colección de botellas que había en una repisa situada detrás de la mesa.
– ¿Le apetece una copa, señor Rackley? Dios sabe que a mí me vendrá de perlas. -Le lanzó un guiño.
Tim paseó la mirada de un rostro al siguiente en busca del menor indicio de frivolidad.
– Esto no es una broma. -Cayó en la cuenta de que su comentario era más afirmación que pregunta.
– Desde luego sería una broma muy complicada, y además una inmensa pérdida de tiempo -señaló Rayner-. Baste con decir que ninguno tenemos mucho tiempo que perder.
El tictac del carillón resultaba un tanto enervante.
– Y bien, señor Rackley -preguntó Dumone-. ¿Qué le parece?
– Me parece que han visto muchas películas de Harry el Sucio. -Tim metió la varilla del emisor de radiofrecuencia en la bolsa y cerró la cremallera-. No quiero tener nada que ver con ajustes de cuentas sumarios.
– Claro que no -dijo Ananberg-. No se nos ocurriría pedirle que hiciera algo así. Los que hacen ese tipo de cosas están fuera de la ley. Nosotros somos una extensión de ella. -Cruzo las piernas y entrelazó las manos encima de las rodillas. Su voz tenía un efecto tranquilizador y la cadencia ensayada de una presentadora de televisión-. No sé si se da usted cuenta, señor Rackley, de que esto es un inmenso lujo. Podemos ocuparnos exclusivamente de todo lo relacionado con un caso concreto y de la culpabilidad del acusado. No tenemos por qué andarnos con formalidades de procedimiento ni permitir que nos obstaculicen a la hora de hacer justicia. A menudo, los tribunales dictan sentencias que no se ajustan a los hechos. No siempre fallan de acuerdo con el caso en sí, sino que lo hacen para adelantarse a la posibilidad de que el gobierno adopte una conducta ilegal o inadecuada en el futuro. Saben que si pasaran por alto las limitaciones de una orden de registro o los derechos del acusado en el momento de su detención, aunque sólo fuese una vez, podrían establecer un precedente que despejaría el camino al gobierno para dejar de lado los derechos individuales. Y desde luego se trata de una preocupación válida y apremiante. -Extendió las manos-. Para ellos.
– Las garantías constitucionales seguirán vigentes -aseguró Dumone-. No somos incompatibles con ellas. No somos el Estado.
– Usted sabe por propia experiencia lo complejas que se han tornado todas las cuestiones relacionadas con la Cuarta Enmienda en lo que respecta a las órdenes de búsqueda y captura -dijo Rayner-. La situación ha llegado al extremo de que todos los esfuerzos que hace la policía de buena fe quedan en agua de borrajas. Los problemas del sistema no estriban en los policías corruptos que creen estar por encima de la ley, ni en los jueces sensibleros y liberales hasta la médula. Se trata de hombres y mujeres como usted y yo, gente ecuánime con la conciencia limpia, personas que intentan apoyar un sistema cada vez más minado por su temor neurótico a convertir en víctima al acusado.
Robert acabó por terciar con voz de fumador y las manos alzadas en ademán de desprecio:
– Un policía honrado no puede hacer un solo disparo sin que le caiga encima una investigación interna llevada a cabo por un comité de revisión…
– Es posible que también un juicio por lo civil o incluso por lo criminal -señaló Mitchell.
Dumone habló en tono tranquilo para mitigar la crudeza de los gemelos.
– Necesitamos a esa gente y necesitamos el sistema. Pero también necesitamos algo más.
– No nos ceñiremos a la letra de la ley, sino a su espíritu. -Rayner señaló la escultura de la Justicia Ciega encima de la mesa: el accesorio decorativo.
Tim reparó en lo minuciosamente orquestada que estaba la representación. El entorno opulento, diseñado para impresionarlo e intimidarlo, las argumentaciones expuestas de manera sucinta, una forma de expresarse que apelaba a la ley y la lógica: el idioma que hablaba Tim. Los oradores no se habían interrumpido unos a otros ni una sola vez. Sin embargo, y a pesar de sus hábiles maniobras, también habían dado señales de circunspección y rectitud. Tim se sintió igual que un comprador molesto por la cháchara del vendedor pero igualmente interesado en el coche.
– Ustedes no constituyen un jurado compuesto por personas como ellos -dijo Tim.
– Es verdad -respondió Rayner-. Somos un jurado compuesto por ciudadanos inteligentes y perspicaces.
– No sé si ha visto alguna vez un jurado -dijo Robert-, pero le aseguro que no está compuesto por personas como usted. Son un grupo de desgraciados que no tienen nada mejor que hacer un día laborable ni cerebro suficiente para poner alguna buena excusa.