– … Gracias al infierno que ha tenido que padecer. Los demás no tenemos esa oportunidad.
– ¿Por qué eligieron Los Ángeles? -indagó Tim.
– Porque en esta ciudad no tienen la menor noción de lo que es responder por los propios actos, desconocen qué es la responsabilidad -explicó Rayner-. Como usted sabe, los veredictos de los tribunales en Los Ángeles, sobre todo en aquellos casos inflados por los medios de comunicación, parecen decantarse por el mejor postor. Aquí no imparten justicia los tribunales, sino la recaudación en taquilla y el engranaje bien lubricado de la prensa.
– O. J. Simpson se acaba de comprar una casa de millón y medio de dólares en Florida -dijo Mitchell-. Kevin Mitnick se introdujo en el sistema informático del Pentágono y ahora está al frente de un programa de radio en Hollywood. En la Policía de Los Angeles hay un escándalo a la semana. Consiguen contratos discográficos asesinos de polis y traficantes de droga. Las putas se casan con magnates del cine. Los Ángeles no tiene memoria. Aquí no existe la lógica, la armonía, la razón ni la justicia.
– A los polis de aquí -dijo Robert con sorprendente vehemencia-, les importa una mierda. Hay tantos asesinatos que sólo sienten indiferencia. Esta ciudad devora a la gente.
– Es seductora, y, como la mayoría de las cosas seductoras, te quema hasta la indiferencia. Te mata de apatía.
– Por eso elegimos esta ciudad. -Robert volvió a cruzar sus gruesos brazos-. Los Ángeles se lo merece.
– Queremos que las ejecuciones sirvan de efecto disuasorio contra el crimen -añadió Rayner-, de modo que deben ser sonadas.
– ¿Así que de eso se trata? -Tim recorrió la sala con la mirada-. Un gran experimento. La sociología llevada a la práctica. Van a hacer justicia en la gran ciudad, ¿no es eso?
– No es nada tan grandioso -replicó Ananberg-. Nunca se ha demostrado que la pena de muerte tenga efecto disuasorio.
– Pero nunca se ha puesto en práctica de este modo. -Ahora Mitchell estaba en pie y hacía gestos concisos con las manos abiertas-. Los tribunales son lugares limpios y seguros, y, debido al proceso de apelaciones, los fallos no constituyen una amenaza inmediata. Los tribunales no asustan al criminal. Pensar que alguien puede aparecer de pronto en plena noche sí que asusta. Sé que nuestro plan presenta ciertas complicaciones metodológicas, pero no cabe duda de que asesinos y violadores estarán al tanto de que existe otra clase de ley ante la que tendrán que responder, al margen de la dinámica de los tribunales. Es posible que consigan librarse gracias a un vacío legal, pero nosotros les esperaremos cuando salgan.
Mitchell demostraba la lógica basada en el sentido común y la elocuencia carente de afectación del pensador autodidacta; Tim cayó en la cuenta de que había subestimado su inteligencia a primera vista, probablemente debido a lo mucho que intimidaba su presencia física.
Robert asentía con énfasis, coincidiendo de manera notoria con su hermano.
– Me parece que no hay muchas pintadas en las paredes de Singapur.
Rayner rió y se ganó una mirada de reprobación por parte de Ananberg.
– No confundamos correlación con causalidad. -Ananberg entrelazó las manos sobre las rodillas-. Lo que quiero decir es, sencillamente, que no deberíamos esperar un impacto social drástico. Somos una suerte de cemento en las fisuras de la ley. Ni más ni menos. Debemos tener claro lo que estamos haciendo. No vamos a salvar el mundo. En unos pocos casos específicos, haremos justicia.
Robert posó de golpe el vaso sobre la mesa.
– Lo único que decimos Mitch y yo es que estamos aquí para patear algún que otro culo y hacer un poco de justicia. Y si esos cabrones se enteran de que ha llegado un jefe del Servicio Judicial nuevo a la ciudad… tampoco vamos a entristecernos por eso.
– Desde luego, es mejor que lloriquear y levantar monumentos conmemorativos -apostilló Mitchell.
Dumone, a quien ya no quedaba ni rastro de ironía en la mirada, se volvió hacia Tim.
– Los gemelos y el Cigüeña serán su equipo de operaciones -dijo-. Su papel es el de mero apoyo. Sírvase de ellos como considere conveniente, o no lo haga en absoluto.
Tim por fin entendía la hostilidad que había provocado en los gemelos desde el primer momento, el modo en que se habían metido abiertamente con él delante de los demás.
– ¿Por qué habría de ser yo el cabecilla?
– Carecemos de la capacidad operativa que alguien como usted, con su insólita combinación de entrenamiento y experiencia sobre el terreno, aporta al grupo. Carecemos del tacto a la hora de la ejecución imprescindible para esta primera fase de… bueno, de ejecuciones.
– Necesitamos un cabecilla que sepa conducirse con extrema sensatez en el frente -dijo Rayner. Trazó un círculo con una de sus manos y luego la posó en el bolsillo-. Esas ejecuciones deben orquestarse consumo cuidado para que nunca se produzca un tiroteo con agentes de la ley. Nunca.
Dumone se puso otra copa en el pequeño bar que había detrás de la mesa.
– Como estoy seguro de que usted ya sabe, las cosas pueden torcerse de cien mil maneras distintas. Y en caso de que eso ocurra, necesitamos a un hombre que no pierda la cabeza ni se líe a tiros para abrirse camino. El Cigüeña no es especialista táctico.
– No, señor -convino el Cigüeña con una sonrisa.
– Y Rob y Mitch son buenos polis agresivos, igual que yo cuando la savia aún corría por mis venas. -La sonrisa de Dumone dejó un regusto triste; había algo oculto tras ella, quizás el pañuelo manchado de sangre. Inclinó la cabeza hacia Tim en un gesto de deferencia-. Pero no se nos ha preparado para matar y no sabemos mantener la frialdad de un agente de operaciones especiales bajo el fuego.
– Dar con un candidato viable y receptivo ha sido un proceso largo y lleno de decepciones -reconoció Rayner en tono de hastío.
Tim sopesó sus palabras unos instantes y los demás se lo permitieron. Rayner tenía las cejas arqueadas en anticipación de la siguiente pregunta de Tim.
– ¿Cómo se protegen contra la posibilidad de que alguien quebrante las complejas reglas que han estipulado? No hay una autoridad al mando.
Rayner levantó la mano en un gesto apaciguador, aunque nadie estaba particularmente agitado.
– Esa es una de nuestras mayores preocupaciones. Por eso tenemos una política de tolerancia nula.
– Nuestro contrato no es sino verbal, claro -dijo Ananberg-, porque no queremos que quede por escrito nada que pudiera incriminarnos. Y este contrato incluye una cláusula de rescisión.
– ¿Una cláusula de rescisión?
– En términos legales, una cláusula de rescisión estipula los pormenores de las condiciones negociadas de antemano por si se pusiera término a un contrato. La nuestra entrará en vigor en el instante en que cualquier miembro de la Comisión quebrante alguno de nuestros protocolos.
– ¿Y cuáles son esas condiciones negociadas de antemano?
– La cláusula de rescisión estipula que la Comisión se disolverá de inmediato. Toda la documentación, que siempre intentamos mantener al mínimo, será destruida. Con la salvedad de atar algún cabo suelto, la Comisión no llevará a cabo actividades de ninguna clase. -Rayner adoptó un semblante más hosco-. Tolerancia cero.
– Todos somos conscientes de que la Comisión nos sitúa en un terreno movedizo -dijo Ananberg-. De modo que tenemos sumo interés en prevenir cualquier resbalón.
– ¿Y si alguien se echa atrás?
– Que vaya con Dios -respondió Rayner-. Damos por sentado que lo que pase aquí queda entre estas cuatro paredes, porque incrimina en igual medida a quien decida marcharse. -Esbozó una sonrisa de desdén-. La garantía de que la destrucción sería mutua constituye una bonita póliza de seguro.
Tim no correspondió a la sonrisa sino que analizó las líneas ensayadas en las comisuras de la boca de Rayner. William Rayner, el defensor vehemente de la póliza de seguro.