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– He visto fuera el cartel que anuncia un apartamento vacante.

– Un apartamento vacante. Sí, bueno. Cuánta formalidad. -Joshua sonrió, y Tim cayó en la cuenta de que llevaba brillo de labios-. Le puedo alquilar uno individual en la tercera planta por cuatrocientos veinte dólares al mes. A decir verdad, no le vendría mal arreglarlo un poco, alguna alfombra por aquí y por allá; vamos a dejarlo en cuatrocientos. -Meneó un dedo enjoyado en dirección a Tim a modo de broma-. Pero no pienso bajar de ahí.

– Me parece bien. -Tim dejó el equipaje y contó doce billetes de cien en la mesa que había entre ambos-. Supongo que con esto dejo cubiertos el primer mes y el último, y también el depósito, ¿ estamos de acuerdo?

– Nos entendemos a las mil maravillas. Yo me encargo del papeleo, aunque me parece que lo podemos dejar para más adelante. -Joshua salió de detrás de la mesa y Tim recogió sus pertenencias-. Voy a enseñarle el apartamento.

– Me basta con la llave. No creo que la vivienda tenga ningún dispositivo muy complicado.

– No, eso es verdad. -Joshua ladeó la cabeza-. ¿Qué le ha pasado en el ojo?

– Me di contra una puerta.

El recepcionista correspondió a la amable sonrisa de Tim y luego cogió una llave de uno de los ganchos del tablón que tenía a su espalda y se la entregó.

– Su apartamento es el cuatrocientos siete.

Tim pasó las camisas de un brazo al otro para coger la llave.

– Gracias.

Al retreparse en el sillón, Joshua torció la fotografía de John Ritter. Volvió a enderezarla de inmediato y luego se detuvo, avergonzado. Un bote de espuma de afeitar cayó de la bolsa abierta de Tim y rodó por el suelo. Cargado con su equipaje, no hizo ademán de ir a recogerlo.

Joshua le ofreció una sonrisa triste.

– No tenía que ir por ahí el asunto, ¿verdad?

– No -respondió Tim-. Supongo que no.

La llave correspondía a una cerradura monocilíndrica Schlage. No había pestillo, pero a Tim le dio igual, porque la puerta era maciza y tenía marco de acero.

La estancia cuadrada tenía una sola ventana de gran tamaño que daba a una salida de incendios, una serie de carteles escritos en caracteres japoneses de llamativos tonos rojos y amarillos y una calle abarrotada. Aparte de unas cuantas zonas desgastadas, la moqueta se encontraba en un estado sorprendentemente bueno, y la cocina americana estaba equipada con una nevera estrecha y baldosas verdes desconchadas. En conjunto, el piso resultaba frío y un tanto deprimente, pero estaba limpio. Colgó las cuatro camisas en un armario y dejó la bolsa en el suelo. Se sacó el Sig que llevaba metido en la parte de atrás de los vaqueros y lo dejó en la encimera de la cocina. A continuación sacó una cajita de herramientas de la bolsa.

Con unos cuantos giros de muñeca y un destornillador de punta de estrella, retiró el pomo de la puerta. Sacó el cilindro Schlage del hueco y lo sustituyó por una Medeco, otro artículo que se había agenciado en la chatarrería de Kay. Debido a los seis tumbadores y el espaciado irregular, los ángulos cortados y la profundidad alterada de las llaves, las Medeco eran las cerraduras preferidas de Tim. Resultaba casi imposible abrirlas con ganzúa. El nuevo cilindro venía con una sola llave que Tim se metió en el bolsillo.

A continuación conectó el PowerBook al Nokia y accedió a Internet a través de su cuenta personal. Desconectaría el teléfono fijo del apartamento para evitar que rastrearan ninguna llamada hasta una toma de tierra y una dirección concretas. No le sorprendió ver que su contraseña ya no era válida en la página web del Departamento de Justicia, aunque en ningún caso habría entrado más de lo debido en el sitio, porque sabía que todos los accesos eran minuciosamente controlados y registrados. En vez de eso buscó en Google el nombre de Rayner y obtuvo una lista elemental de artículos y páginas web promocionales de sus libros y proyectos de investigación.

A fuerza de enlaces, descubrió que Rayner se había criado en Los Ángeles, había ido a la Universidad de Princeton y se había doctorado en psicología por la UCLA. Estuvo involucrado en una serie de experimentos de corte progresista por los que fue aclamado y criticado a partes iguales. En uno de ellos, una dinámica de grupo realizada con estudiantes de la UCLA durante las vacaciones de primavera de 1978, separó a los sujetos en rehenes y secuestradores. Los supuestos secuestradores se habían metido hasta tal punto en su papel que empezaron a abusar de los rehenes, tanto psíquica como físicamente, y la investigación quedó suspendida en medio de una tormentosa controversia.

El hijo de Rayner, Spenser, fue asesinado en 1986 y su cadáver abandonado en la autopista 5. El FBI, que tenía pinchado el teléfono de una zona de descanso para camioneros como parte de una investigación sobre el crimen organizado, grabó sin darse cuenta la llamada de Willie McCabe, un camionero aterrado que describía el asesinato a su hermano al tiempo que le pedía consejo sobre la posibilidad de entregarse. La orden para pinchar el teléfono, claro, no era extensiva a alguien como McCabe, de modo que los comentarios en los que se incriminaba no fueron admitidos ante los tribunales.

A Tim se le pasó por la cabeza que Rayner tenía motivos secundarios de peso para no volcar su sed de venganza en McCabe, porque, al seguir en libertad el asesino de su hijo, su causa parecía más justa y le daba gancho comercial. Además, la conexión de Rayner con McCabe era del dominio público. Sería el sospechoso principal en caso de que se detectara juego sucio.

Después de que se sobreseyera el caso de McCabe, Rayner empezó a centrarse en los aspectos legales de la psicología social. Un periodista llegaba a referirse a él como experto constitucional. Rayner y su mujer, como una alarmante mayoría de las parejas que pierden un hijo, se separaron antes de pasar un año del fallecimiento de éste. Tim no pudo por menos de acusar la incomodidad que le provocó pensar que si se divorciaba de Dray estaría contribuyendo a incrementar las estadísticas.

Rayner había adquirido auténtica notoriedad después de la muerte de su hijo, con la publicación de su primer best seller, una investigación sobre psicología social presentada en forma de libro de autoayuda. Tim encontró una reseña en Psychology Today en la que se denunciaba que los libros de Rayner eran cada vez más triviales y anecdóticos. Desde luego no había afectado a las ventas. Otro artículo dejaba constancia de que había ido relegando su faceta docente, aunque no dejaba claro si había sido decisión suya o de la universidad. Ahora era profesor adjunto y, de tanto en tanto, impartía dos cursos para estudiantes de licenciatura que tenían una aceptación desmesurada.

A continuación Tim accedió a la página web del Boston Globe e hizo una búsqueda centrada en Franklin Dumone. No le sorprendió averiguar que, a lo largo de sus treinta y un años de servicio, Dumone había sido un detective de lo más competente al que luego habían ascendido a sargento. A causa del índice de detenciones de la Unidad de Delitos Mayores mientras estuvo a su cargo, Dumone se había convertido en una suerte de leyenda local. Se jubiló después de llegar a casa una noche y encontrarse a su mujer apaleada y estrangulada. El presunto asesino era un tipo que acababa de salir de la cárcel tras cumplir una condena de quince años; Dumone era el agente que lo arrestó con una niña de cinco años aún con vida en el maletero del coche. La sentencia impuesta al asesino, como en muchos otros casos, no había hecho sino darle tiempo para que cobrara cuerpo su idea de venganza.

En los archivos de la página web de la Detroit Free Press sólo había algún que otro artículo acerca de los gemelos Masterson, la mayoría de ellos eran comentarios de relleno acerca de hermanos o gemelos en las fuerzas policiales. Habían sido efectivos de primera y agentes extraordinarios sobre el terreno con sus unidades especiales, pero se mantuvieron en un anonimato casi completo hasta que el cadáver rígido de su hermana apareció enterrado en la arena debajo del malecón de Santa Mónica. Se había mudado a Los Angeles pocas semanas antes. En las entrevistas, Robert y Mitchell expresaban sin tapujos el convencimiento de que la policía de Santa Mónica no había llevado a cabo la investigación de manera competente. Cuando el caso contra el presunto asesino de su hermana fue sobreseído, después de que las pruebas fueran recusadas debido a errores en la cadena de custodia, sus respuestas se tornaron aún más vitriólicas. El combustible que alimentaba su antagonismo hacia Los Ángeles, expresado con toda vehemencia en casa de Rayner, saltaba a la vista.