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Varios meses después se publicó otra serie de artículos cuando los gemelos alcanzaron ante los tribunales un acuerdo por el que percibirían dos millones de dólares de un periódico sensacionalista que había publicado fotos del escenario del crimen que, además de resultar atroces, se habían obtenido ¡legalmente.

Tim llamó a contactos de confianza en seis organismos gubernamentales e hizo que cada uno de ellos investigara a un miembro diferente de la Comisión. Los diversos rastreos no arrojaron ningún resultado: nada de deudas, nada de órdenes de búsqueda y captura, nada de acusaciones por crímenes en el pasado, nadie que estuviera siendo investigado en la actualidad. Le hizo gracia averiguar que Ananberg había sido detenida cuando iba al instituto por posesión de marihuana. Debido a su destreza tecnológica, el Cigüeña había sido admitido en el FBI a pesar de que no cumplía los requisitos físicos. El deterioro de su salud le había obligado a jubilarse anticipadamente ocho años atrás, apenas cumplidos los treinta y seis. Un colega de Hacienda le dijo a Tim que Rayner llevaba una década abonando impuestos federales que cada año ascendían a siete cifras.

Aparte de Tim, ninguno estaba casado en la actualidad, lo que simplificaría las cosas. Dumone, el Cigüeña y los gemelos no disponían de una dirección fija, un dato que no sorprendió a Tim. Al igual que él, se habían ocultado en alguna parte, seguros y protegidos, antes de embarcarse en un proyecto como la Comisión.

En una tienda de muebles de oferta, Tim compró un colchón, una cómoda sencilla y una mesa. El hijo del dueño del establecimiento le ayudó a descargar los muebles de la camioneta y subirlos al apartamento. El chico, que a todas luces se había distendido el hombro en otra entrega, se condujo con cautela, de modo que Tim le dio una generosa propina. Luego compró unos cuantos artículos esenciales más, como ropa de cama, sartenes y una televisión Zenith de diecinueve pulgadas, y desembaló lo poco que se había llevado de casa.

Hojeando las esquelas del L.A. Times, encontró la de un hombre blanco de treinta y seis años que acababa de morir de cáncer de páncreas. Tom Altman; un nombre con el que Tim se veía capaz de vivir. Contrastó el nombre con un listín de teléfonos que le prestó Joshua y encontró una dirección en la zona oeste de Los Angeles. De camino se detuvo en unos almacenes y compró unos guantes gruesos y un impermeable de manga larga. Hurgar en la basura podía ser un asunto de lo más sucio.

Sus precauciones, sin embargo, resultaron innecesarias. La casa estaba vacía y los cubos de basura, ocultos tras una verja en un patio lateral, no estaban muy sucios. Encontró un fajo de facturas de hospital debajo de un filtro de cafetera usado en las que figuraba con toda claridad el número de póliza del seguro médico de Altman, que era el mismo que el de la Seguridad Social. Puesto que, casualmente, Tim estaba registrando los cubos justo después del ciclo de facturación de mediados de mes, no tuvo que ahondar mucho para dar con una factura de la luz, otra del teléfono y unos cuantos cheques cancelados, todo ello en bastante buen estado. De camino al Banco de Los Angeles, paró en Correos y cogió un formulario de cambio de domicilio, de validez nula sin más documentación, pero cuyo aspecto, una vez cumplimentado y acompañado de un buen fajo de papeles, resultaba creíble.

La cajera del banco se mostró comprensiva cuando le explicó que había perdido el carné de conducir. Bastaba con su número de la Seguridad Social y las facturas recientes, y, gracias a que Altman había tenido el detalle de dejar un buen índice de solvencia crediticia, salió de allí con los documentos que confirmaban sus nuevas cuentas corriente y de ahorro, así como una tarjeta procesada en el acto que podía servirle de Visa.

Todo ello lo acompañó en un agradable paseo a última hora de la mañana hasta Parker, en Arizona, a tiro de piedra de la frontera, donde presentó toda la información y explicó al displicente empleado del Departamento de Vehículos Motorizados que había perdido el carné de conducir expedido en California pero, de todos modos, tenía intención de sacarse otro en Arizona, porque veraneaba en Phoenix. Las cuatro horas del trayecto de regreso las dedicó a maravillarse del inmenso vacío que constituía la mayor parte de California y a pensar cómo las llanuras agrietadas por el sol constituían una metáfora que ni pintada para reflejar el aspecto de sus entrañas desde el momento en que Oso se había presentado a la puerta de su casa once días atrás.

Al caer la noche, Tim estaba sentado en el suelo de su apartamento con la espalda apoyada contra la puerta de entrada, contemplando a través de la amplia ventana el parpadeo de las luces de neón y los dibujos que conformaban en el techo de la sala. Intentaba acomodarse a una cacofonía de nuevas sensaciones: paredes delgadas y susceptibles, conversaciones en otros idiomas, el hedor a pollo rancio en la trascocina. Echaba de menos su casa de Moorpark, sencilla y bien cuidada, pero, sobre todo, echaba de menos a su mujer y su hija. La primera noche en el nuevo piso confirmó lo que ya sabía: nada volvería a ser igual. Se había sumido en una nueva vida, como un renacimiento, como una muerte, y con ello le sobrevino una sensación de estupor permanente, de verse arrastrado por una corriente submarina. En el pequeño útero de la habitación, sin antecedentes, pistas ni necesidad de marcharse, nada que lo vinculara al mundo exterior, por fin se hallaba a salvo de la telaraña de corrosión que ese mundo exterior debía de estar urdiendo para arrojársela a la cara. Desde allí se sentía lo bastante fuerte para contraatacar.

Miró los tres artículos más voluminosos que había adquirido: el colchón, la mesa y la cómoda. El orden en que estaban dispuestos no transmitía la menor sensación de comodidad ni mermaba su esencia de meros objetos, cosas prácticas de forma rectangular ubicadas sobre la moqueta. Pensó en los detalles que una mujer -incluso Dray, con su sensibilidad de chicazo- era capaz de aportar a una habitación. Una suerte de atenuación de los contornos, una cierta idea de que hay que convivir con el espacio, y no meramente vivir en él.

Recordó las contorsiones de Ginny al carcajearse con dibujos animados como los Rugrats, la ilusión jubilosa -sí, jubilosa- que le entraba a él cada vez que podía salir de trabajar un poco antes para recogerla en el colegio, como si de una cita se tratara, y cómo permanecía sentado en el coche y la observaba atentamente unos momentos antes de bajarse e ir a por ella. Ginny colmaba el mundo de excesos pueriles como sonrisas sinceras, rabietas que hacían temblar el suelo o golosinas y prendas de vestir de colores chillones. Cayó en la cuenta de lo gris e inerte que había dejado el mundo al marcharse, y cómo él era todo abstinencia y templanza, era todo tonos apagados.

No estaba muy seguro de poder vérselas con un mundo que soportaba su ausencia sin mayores problemas.

Parpadeó con fuerza y las pestañas se le quedaron perladas de lágrimas. La soledad se cernió sobre él.

Se vio aferrado al auricular; se vio marcando el número de teléfono de su casa.

Dray contestó nada más sonar.

– ¿Sí? ¿Sí?

– Soy yo.