La puerta del garaje se levantó con un chirrido de resortes. Con teatralidad inadvertida, el corpulento Mac se hizo a un lado y permitió a Tim ver a Gutierez y Harrison; flanqueaban a un tipo escuálido sentado en un sofá raído. Entonces Tim reconoció a los detectives, chicos del vecindario. Dray había trabajado con ellos cuando aún eran patrulleros que tenían la comisaría de Moorpark como centro de operaciones; sin duda, en Homicidios los habían destinado a la zona porque estaban familiarizados con ella.
Tim rastreó el interior con la mirada y reparó en un montón de trapos húmedos de sangre, un par de braguitas de algodón de niña manchadas de huellas de barro, que tapaban un agujero en la pared opuesta, y una sierra para metales con los dientes tan mellados que eran romos. Hizo un esfuerzo por soslayar todos esos objetos, inconcebibles por completo.
Dio un paso adelante y notó resbaladizo bajo sus pies el suelo de cemento manchado de aceite. El hombre estaba recién afeitado y acusaba un par de cortes en el mentón. Tenía el tronco adelantado, los codos a la altura de la entrepierna, las manos esposadas delante de sí. Sus botas, al igual que las de Oso, estaban embarradas. Al acercarse Tim, los dos detectives se hicieron a un lado al tiempo que se alisaban los trajes de lana acrílica.
Tim oyó por encima del hombro la voz grave de Mac.
– Te presento a Roger Kindell.
– ¿Lo ves, degenerado? -dijo Gutierez-. Este es el padre de la niña.
La mirada del hombre, fija en Tim, no dejó entrever comprensión ni remordimiento.
– ¿Cómo es posible que esto ocurra en nuestra maldita ciudad? -exclamó Harrison, como si reanudara una conversación previa-. Los animales migran hacia el norte. Nos invaden.
Tim siguió avanzando hasta que su sombra cayó sobre el rostro de Kindell, bloqueando la tenue luz que proyectaba la lámpara sin pantalla. Kindell hizo rechinar los dientes y luego enterró la cara en el cuenco de sus manos al tiempo que se frotaba la línea del cuero cabelludo. Su voz era insegura, articulaba mucho las vocales al final de las palabras y tenía un matiz gutural.
– Ya les he dicho que fui yo. Déjenme en paz.
Tim notó que el corazón le martillaba en las sienes, en la garganta; ira controlada.
Kindell permaneció con la cara oculta entre las manos. Sus uñas mostraban medias lunas oscuras: sangre seca.
Harrison, con el rostro de ébano reluciente de sudor, descruzó los brazos.
– Mírale. Mírale, chaval.
No obtuvo respuesta. Antes de que nadie se diera cuenta, el detective se abalanzó sobre Kindell, lo cogió por el cuello y las mejillas, le clavó un rodillazo en el vientre y le echó la cabeza hacia atrás para que mirara a Tim. El hombre abrió las fosas nasales; le costaba respirar. Su mirada, sin embargo, era descaradamente provocadora.
Gutierez se volvió hacia Tim.
– Tengo un arma sin registrar.
Tim bajó la mirada y percibió un abultamiento en el tobillo del detective, bajo la pernera, una pistola de tres al cuarto que podían dejar en la escena del crimen aferrada a la mano inerte de Kindell. Gutierez asintió.
– Por lo que a nosotros respecta, ver, oír y callar, amigo mío.
Harrison se apartó de Kindell, ladeó la cabeza e hizo un gesto de asentimiento en dirección a Tim.
– Haz lo que tengas que hacer.
Mac hacía las veces de vigía en la amplia abertura de la puerta del garaje. Volvía una y otra vez la cabeza, escrutando la oscuridad a pesar de que Oso y Fowler estaban a menos de diez metros de distancia y veían perfectamente la carretera general.
Tim se volvió hacia Kindell.
– Dejadme.
– Lo que tú digas, hombre -dijo Gutierez. Se acercó a Tim y le entregó la llave de las esposas-. Ya hemos cacheado a este hijoputa. Sólo una cosa: ten cuidado de no dejarle marcas indebidas.
Mac dio un apretón en el hombro a Tim y luego siguió los pasos de los dos detectives. Tim levantó la mano, cogió la cuerda que colgaba de la puerta del garaje y tiró de ella. La puerta de tijera volvió a chirriar, cobró impulso enseguida y se cerró de golpe. Kindell ni siquiera parpadeó. Se mantenía frío como el acero.
Vio la Beretta que empuñaba Tim apuntando hacia el suelo y volvió la cabeza hacia la pared, como si quisiera dar a entender que le importaba un bledo. Llevaba el pelo muy corto, apenas una pelusa algo crecida que parecía piel de animal.
Sin pensarlo, Tim le preguntó.
– ¿Has matado a mi hija?
La bombilla de la lámpara emitía un extraño zumbido. El aire que envolvía a Tim era húmedo y denso y estaba impregnado de olor a diluyente de pintura.
Kindell volvió la cabeza para mirarle. Sus rasgos proporcionados contrastaban con una frente insólitamente plana y alargada. Tenía las manos entrelazadas en el regazo. No parecía dispuesto a responder.
– ¿Has matado a mi hija? -volvió a preguntar Tim.
Después de una pausa, Kindell asintió lentamente, sólo una vez.
Tim aguardó hasta recuperar el aliento. Notaba los labios trémulos c hizo un esfuerzo por controlarlos.
– ¿Por qué?
La misma cadencia arrastrada en sus palabras, como si estuvieran ralentizadas:
– Porque era preciosa.
Tim retiró la guía de la pistola e introdujo una bala en la recámara. Kindell profirió un sollozo ahogado y se le colmaron los ojos de lágrimas. Por fin demostraba cierta emoción. Empezaba a gotearle la nariz pero, aun así, miraba desafiante a Tim.
Éste levantó la pistola. Las manos le temblaban de ira, de modo que se tomó un momento para alinear el punto de mira con la amplia diana de la frente de Kindell.
Oso apoyaba sus enormes brazos cruzados en la camioneta, y miraba a los otros cuatro hombres.
– Con la familia de un policía no se jode -decía Gutierez, que asintió en dirección a Oso en un gesto de deferencia-. Ni con la de un agente judicial.
Oso no le devolvió el gesto.
– Ya no les importa una mierda -terció Fowler-. No quedan valores.
– Y que lo digas -coincidió Gutierez.
– Como ese tipo que entró con una bomba de gas nervioso en una guardería. Ezekiel, o Jedediah, o como se llame. -Harrison meneó la cabeza-. Ya nada tiene sentido. Nada.
– ¿Qué tal está Dray? -preguntó Mac-. ¿Lo lleva bien?
– Es fuerte -dijo Oso.
– Desde luego, es fuerte de cojones -comentó Fowler.
– Estará mejor en cuanto Rack le comunique la buena nueva -dijo Gutierez.
– ¿Conoces bien a Tim? -indagó Oso.
El detective cambió el peso del cuerpo de un pie al otro.
– Me han hablado de él.
– Entonces, ¿por qué no dejas el apodo para quienes sí lo conocemos?
– Eh, venga, Jowalski -dijo Mac-. Tito no tenía mala intención. Estamos todos en el mismo bando.
– ¿ Ali, sí? -preguntó Oso.
Aguardaron, mirando de soslayo la puerta del garaje cerrada, preparados para oír un disparo en el silencio. Los grillos colmaban el aire con su canto nervioso.
A pesar de que la noche era fresca, Mac se enjugó la frente con el antebrazo.
– Me pregunto qué hace ahí.
– No va a matarlo -dijo Oso.
Los otros volvieron la cabeza hacia él, sorprendidos. Fowler sonrió como un gilipollas.
– ¿Eso crees?
Oso, incómodo, cambió de postura y luego se cruzó de brazos, gesto de reafirmación.
– ¿Por qué no habría de matarlo? -preguntó Gutierez.
Oso lo miró con absoluto desdén.
– Para empezar, no creo que quiera estar en deuda con unos capullos como vosotros el resto de su vida.
Gutierez empezó a decir algo, pero reparó en los antebrazos de Oso y cerró la boca. Los grillos seguían con su canto estridente. Todos hicieron lo posible por no cruzar sus miradas.
– A la mierda. Voy a por él. -Oso se apartó de la camioneta. A su lado, incluso Mac parecía pequeño. Dio un paso hacia el garaje y luego se detuvo en seco. Bajó la cabeza y fijó la mirada en el suelo, indeciso entre el avance y la retirada.