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– No me jodáis. -Se dio una palmada en el muslo y luego se cruzó de brazos y los miró con aire pensativo. Por lo visto, se había fijado en el ojo morado de Tim, pero no hizo ningún comentario-. Os dejo solos un par de días y me salís con éstas. Os separáis. Es cojo- nudo. -Se puso en pie, inquieto, y luego volvió a sentarse-. ¿No hay nada de beber en esta casa?

– No -respondió Dray-. Se nos ha acabado.

– Vale. Vale. -Levantó sus manazas y luego las dejó caer sobre las rodillas con una fuerte palmada-. Pues igual me podéis explicar qué significa «separarse». Nunca lo he entendido. O estáis casados, o estáis divorciados. ¿Qué significa «separados»?

– Bueno -dijo Dray-. Yo…

– ¿Cómo se termina con una «separación»? La gente «separada» no se encuentra de repente otra vez junta, ¿verdad? Yo creo que decir «separados» es un eufemismo acojonado para decir «divorciados». ¿No es eso? -Empezaban a aflorarle manchas rojizas en la piel sin afeitar de la cara y el cuello.

– Escucha, Oso, cuando pierdes un hijo…

– No me vengas con estadísticas, Dray. Las estadísticas me importan una mierda. Tú eres Dray y tú eres Tim. Sois mis amigos y os lleváis mejor que cualquier otra pareja que haya visto. -Jadeaba y les señalaba con el dedo-. Si no creéis que es ahora cuando más os necesitáis el uno al otro, es que estáis locos.

– Oso -dijo Tim-, tranquilo.

– No voy a…

– Tranquilo.

Oso respiró hondo unas cuantas veces y luego ladeó la cabeza y alzó las manos como para dar a entender que estaba mucho más calmado.

– Muy bien -dijo-. De acuerdo. ¿Quién soy yo para deciros lo que tenéis que hacer? Supongo que ya sabéis lo que más os conviene. Supongo que ya lo sabéis.

Tim tomó aire y lo retuvo antes de expulsarlo.

– Cuando ocurre algo así, como lo de Ginny, todo se viene abajo. Uno tiene la sensación de que se produce un desgarrón, una fisura, e intenta arreglarlo, pero no puede. Y cuanto más esfuerzo se invierte, más se desgaja todo, y no merece la pena afanarse en ello porque acaba por dar al traste con todo lo que tuviste. -Se pasó la lengua por los labios y luego lanzó una fugaz mirada de soslayo a Dray-. Lo que tenías antes es algo precioso que no quieres ver profanado, de modo que quizá lo mejor sea darse por vencido mientras aún queda algo intacto, porque no soportarías verlo…

Dray tenía el puño apretado contra los labios como si intentase contener algo. Oso, incrustado en el sofá de dos plazas, estaba absolutamente alicaído.

Tim se puso en pie, posó una mano sobre el suave cabello rubio de Dray y la dejó resbalar hasta tocarle el borde de la mejilla.

Cuando Tim desandaba el sendero de regreso a su coche, con los hombros doloridos igual que si hubiera descargado o levantado un peso enorme, Tad Hartley dejó de podar el seto un instante para saludarle de nuevo.

Sentado a su endeble mesa de cara a la ventana, con poco más que hacer que esperar a su cita de las ocho, Tim contemplaba la escena de la calle desconocida a sus pies y se dedicaba a profundizar en los infinitos pliegues y recovecos de la tristeza.

Debido a una cesárea con complicaciones posoperatorias, Dray había tenido que guardar cama durante las tres primeras semanas de vida de Ginny. Tim fue quien hubo de pasar las noches en vela meciendo a Ginny o preparándole el biberón cuando lloraba. Inventó cuentos para ahuyentar al monstruo del árbol frente a su ventana cuando la niña tenía tres años. Hizo las veces de negociador con un abusón en el jardín de infancia, arrodillado junto a su hija temblorosa.

Había hecho del mundo un lugar más seguro para Ginny. Le había enseñado a ser confiada.

Y no debería haberlo sido.

Cada vez que creía haberse familiarizado con sus contornos, la pena lo sorprendía; siempre abundante, sin límite aparente. Se abandonó a ella y dejó que se extendiera por todo su ser, nociva y dolorosa y, al cabo, balsámica.

Tras cuarenta y cinco minutos se juzgó egoísta e inútil, de modo que hizo un esfuerzo y salió a correr un rato. Desacostumbrado a la contaminación ambiental y los tubos de escape, acabó en una esquina, doblado por la cintura, tosiendo igual que un minero que fumara tres paquetes de cigarrillos al día. Ducharse y ponerse en camino hacia la casa de Rayner no fue sino un inmenso alivio. La Comisión, comprendió con alegría e inquietud a partes iguales, le suponía un acicate.

Le daba un objetivo.

Rayner hacía gala otra vez de su don de gentes cuando salió a recibir a Tim a la puerta. No había el menor rastro de resentimiento por la intrusión de Tim la noche anterior. Tras saludarlo con efusión, lo llevó a la sala de reuniones donde aguardaban los demás. Ananberg volvió el sillón para mirarlo de cara, las piernas cruzadas bajo una falda azul marino corta al tiempo que sobria.

El Cigüeña, que llevaba otra camisa hawaiana, ésta mezcla de verdes y azules, se levantó para saludar a Tim. Tenía la mano blanda y húmeda, flácida al tacto, y se le estaban pelando la nariz y la calva, a pesar de que llevaba meses sin que el sol calentara lo suficiente para quemar a nadie.

– Me gustaría darle la bienvenida a la Comisión, señor Rackley. -De cerca, tenía un aspecto más extraño incluso, con su barbilla diminuta, los rasgos difuminados y el labio superior retorcido.

Mitchell estaba recostado en el sillón de cuero grande con las zapatillas Nike apoyadas en el borde de la superficie de mármol de la mesa. Robert, al otro lado, era como su imagen en un espejo.

Dumone se acercó y miró a Tim con una sorprendente expresión de orgullo. Por un instante, Tim creyó que iba a abrazarlo, y se le quitó un peso de encima cuando le tendió la mano. Cuando Tim se la estrechó, él le cogió el brazo derecho por el codo.

– Estaba seguro de que podía contar contigo, Tim.

A los lados de la puerta, como si de lacayos se tratara, había sendas trituradoras de documentos con una papelera cada una. El confeti visible en los cuencos transparentes evidenciaba que las máquinas cortaban en sentido tanto vertical como horizontal. No había ni un solo trozo de papel mayor que una uña.

En la barra se veían dos jarras de agua y un juego de vasos.

Tim se fijó en la mesa, donde habían colocado fotografías enmarcadas delante de siete de los sillones. Frente al lugar del que se había levantado Dumone, había un retrato en blanco y negro de una mujer con un peinado propio de la década de los años setenta. Delante de Robert y Mitchell había sendas copias de una misma foto, la de una rubia impresionante, que no debía de llegar a los veinte años, montada a caballo. Tim rodeó la mesa hasta llegar al que supuso era su sillón. Ginny lo miró desde el fino marco plateado con una mueca boba y un tanto incómoda. Era su foto de segundo curso, la que había publicado L. A. Times. Verla en un entorno nuevo y ajeno le resultó desgarrador. La cogió y la contempló como si no la hubiera visto nunca.

– Nos hemos tomado la libertad -dijo Dumone.

Tim consintió en la manipulación y permitió que su pena se tornara ira, lo que le dio más empuje. Pensó en Kindell, que se despertaba cada mañana en el garaje manchado con la sangre de Ginny, se preparaba la comida y respiraba el aire con toda impunidad. Imaginó la oportunidad de pasar diez minutos a solas en una habitación con Kindell, y las manchas que le gustaría dejar en las paredes.

Robert asintió en dirección a la foto de Ginny.

– Ya sé que resulta un tanto raro y…

– … Algo así como un ritual… -continuó Mitchell.

– … Pero es bueno tener las fotografías cerca. Nos ayudan a no perder de vista el objetivo. -Robert dirigió la mirada hacia el retrato de Ginny y su rostro se distendió en una expresión de amarga tristeza, la primera fisura en su fachada adamantina.

– Lamentamos mucho lo de su hija -dijo Mitchell-. Fue una atrocidad.

La pena compartida, agravada.

– Gracias -respondió Tim en voz queda.