Rayner hizo una señal a Dumone.
– ¿Por qué no le toma juramento?
Dumone carraspeó un tanto incómodo y empezó a leer un texto escrito en un cuaderno de páginas amarillas. El juramento era un breve compendio de los puntos que ya abordaran un par de días atrás en la biblioteca de Rayner. Tim repitió cada uno de ellos después de Dumone para acabar con la cláusula de rescisión, y luego tomó asiento y acercó el sillón a la mesa.
– Manos a la obra.
La trituradora devoró con un estremecimiento la hoja de Dumone, que apartó la mano de la boca mecánica en un gesto tan cauteloso que resultó cómico.
– Cómo traga esta zorra…
Rayner retiró la escalofriante foto de su hijo de la pared y dejó a la vista una caja fuerte Gardall con teclado electrónico sobre un dial circular y una ranura superior que permitía depositar artículos con la puerta cerrada.
Con buen cuidado de ocultar con su cuerpo el panel, Rayner introdujo el código y tiró de la manilla de acero. Se hizo a un lado y dejó a la vista un rimero de carpetas negras de tres anillas.
Tim notó una descarga que le recorría el cuerpo y le aceleraba el pulso.
Una de las carpetas correspondía a Kindell. Una de ellas quizá contenía la clave para dar con el cómplice. Un nombre. El secreto de la suerte que corrió Ginny.
Rayner señaló la caja fuerte abierta.
– Aquí están los informes que he recopilado sobre casos importantes, los casos que han generado los debates más intensos en círculos legales a lo largo de los últimos cinco años. Estoy recabando más para la siguiente fase pero, por el momento, tendremos que centrarnos en estos siete. No tengan reparos en tomar notas a medida que vayamos revisando los casos. -Señaló con un movimiento de la cabeza las trituradoras de documentos-. Aunque no debe salir nada de esta sala. L.as carpetas están revestidas de magnesio, de modo que, en caso de que aparecieran las autoridades, podría introducir una cerilla por la ranura y eliminar las pruebas. La caja fuerte tiene un dispositivo que mantendría el fuego a ciento veinte grados durante una hora para que las llamas consumieran todo su contenido. Si alguien intentara abrirla por la fuerza, la manilla se desprendería.
– Bien, antes de empezar, me gustaría explicar el proceso… -dijo Ananberg.
Robert respiró hondo en un gesto de exasperación que no era del todo en broma.
– El mastín legalista aúlla de nuevo.
Ananberg se dio media vuelta para quedar de cara a Tim.
– Antes de que usted se uniera a nosotros, Franklin y yo decidimos establecer un procedimiento, nada excesivamente rígido, unas meras premisas de cara a nuestras reuniones. Acordamos por unanimidad que yo elaboraría un borrador a partir del cual abordaremos minuciosamente cada caso. A modo de vista incoatoria, primero veremos qué crimen se imputa al acusado. Rayner y Dumone moderarán el debate. Puesto que no podemos fingir que no han influido en nosotros los medios de comunicación, revisaremos el caso a grandes rasgos y expondremos nuestros principales argumentos. Si consideramos que el veredicto de culpabilidad es una posibilidad razonable, volveremos al principio y analizaremos sistemáticamente los informes. Puesto que William se las ha arreglado para obtener dosieres tanto de la fiscalía como de la defensa, disponemos de todas las pruebas obtenidas desde el primer momento, tanto si fueron admitidas en el juicio como si no.
Tim apartó la mirada de la carpeta que se hallaba en la base del rimero y se centró en las palabras de Ananberg.
– Haremos un seguimiento de la investigación policial y luego nos centraremos en los informes elaborados por los investigadores de la defensa y la fiscalía para familiarizarnos con todas las consideraciones de ambas partes a la hora de establecer sus respectivas argumentaciones. Después pasaremos a los informes forenses y sopesaremos las pruebas que llegaron a juicio, incluidas las declaraciones de los testigos. Todo el mundo tiene que revisar hasta el último documento antes de pasar a la votación, da igual el tiempo que nos lleve. Puesto que yo soy el mastín legalista, según el ingenioso apodo que me ha colgado Robert, me encargaré de investigar los precedentes de cada caso, información esta que nos servirá de piedra de toque.
– Gracias, Jenna. -Rayner asintió una sola vez, lentamente, con el aire orgulloso de un padre en el recital de piano de su hija. Cogió la primera carpeta de la caja fuerte y se sentó al tiempo que apoyaba una mano abierta sobre la portada.
– Vamos a empezar con Thomas Oso Negro.
– ¿El jardinero que asesinó a aquella familia en las colinas de Hollywood el año pasado? -preguntó Tim.
– Presuntamente, señor Rackley. -Ananberg se dio unos golpecitos en la patilla de las gafas con el lápiz.
– No le toques los cojones, Jenna -dijo Robert. Sentado al lado de Tim, despedía un leve aroma a bourbon y tabaco. Tenía la cara más rugosa que su hermano, los ojos sostenidos por un entramado de arrugas. Se le veían amarillentas de nicotina las uñas del pulgar y el índice de la mano izquierda, y los nudillos manchados.
– ¿Cuáles son las pruebas? -indagó Tim.
Circularon por la mesa el diagrama de la escena del crimen y los informes de cargo. Un testigo ocular situaba a Oso Negro, un sioux enorme, en la casa a primera hora de esa mañana, ocupado en supervisar la retirada de un sicomoro seco del jardín delantero. Oso Negro no tenía coartada para las dos horas durante las que se habían cometido los crímenes. Dijo que estaba en casa, viendo la tele, cosa muy poco probable, si se considera que los detectives descubrieron que tenía el aparato averiado. El móvil no estaba claro; no habían robado nada de la casa ni abusado de las víctimas de una manera que sugiriera la presencia de un depredador sexual o un asesino con alguna motivación mórbida. Los padres y los dos hijos -de once y trece años- habían muerto de disparos en la cabeza como si se tratara de una ejecución.
Tras un interrogatorio exhaustivo, Oso Negro firmó una confesión.
– A mí me huele a que tiene algo que ver con un asunto de droga -dijo Robert al tiempo que hojeaba el informe-. El padre era colombiano.
– Y, claro, todos los colombianos son traficantes de droga -comentó Ananberg.
– Oso Negro tiene unos antecedentes bastante vistosos, pero ninguna imputación por tenencia de droga o agresión -señaló Dumone-. En su mayoría son hurtos menores: robo de coches, embriaguez y escándalo público.
– ¿Embriaguez y escándalo público? -Robert dirigió una mirada sesgada a Ananberg-. Malditos indios.
Con el informe forense a la altura del codo, el Cigüeña garabateó unas notas, se interrumpió y extendió la mano para ahuyentar un calambre. Apareció una pastilla en la palma de su mano como por arte de magia. Se la tragó sin ayuda de agua y continuó escribiendo.
– ¿Cómo se libró? -preguntó Tim.
– La fiscalía basó todo el caso sobre su confesión -explicó Rayner-. El asunto se torció cuando quedó demostrado que Oso Negro era analfabeto y apenas hablaba inglés.
– Le apretaron las tuercas durante casi tres horas en la sala de interrogatorios y, al final, firmó -añadió Dumone-. La defensa arguyó que no sabía lo que se hacía, que estaba agotado y sencillamente quería largarse de allí.
– Me pregunto si habrían puesto la calefacción -comentó Robert-. En la sala. Nosotros solíamos hacerlo. Los cocíamos a cerca de treinta grados.
– O les hacíamos beber café -dijo Mitchell-. Litros de café, y no les dejábamos ir a mear.
El Cigüeña puso las manos gordezuelas sobre la mesa.
– El informe forense no dice nada concluyente.
– ¿Nada de huellas ni de restos de ADN? -preguntó Ananberg.
– No había rastro de sangre en sus ropas o cuerpo ni en sus posesiones. Hallaron algunas huellas en el exterior de la casa, pero eso no significa nada ya que era su jardinero. -El Cigüeña se llevó la mano a la cara como un proyectil para subirse las gafas-. Nada de fibras ni huellas en la casa.