Выбрать главу

– Eso si no resulta que el dónde y el cuándo no son más que una cortina de humo -replicó Tim.

– Para alguien que asegura aborrecer a los medios izquierdistas y parciales, chupa plano que da gusto -comentó Dumone.

– Como la mayoría de la gente inteligente que quiere influir en la sociedad o hacer manifestaciones de carácter político, se ha camelado a los medios de comunicación -dijo Ananberg-. Por mucho que no quiera reconocerlo.

Rayner apoyó una mano en el pecho e inclinó la cabeza con una levísima sonrisa de censura.

– Me confieso culpable -dijo.

– Lañe ya ha vendido los derechos de su libro a Simón & Schuster por un cuarto de millón de dólares, y tengo entendido que varias cadenas están pujando por los derechos para realizar un telefilme -dijo Dumone-. De ahí que haya anunciado su entrevista con tanta pericia.

– Esto sólo pasa en Los Ángeles -comentó Robert con la sonrisa torcida.

– Ese dinero podría dar motivos a Lane para aludir a la comisión de esos crímenes, aunque no los hubiera llevado a cabo él. -El tono de voz de Ananberg carecía de convicción, pero Tim la respetó por haber sacado el asunto a colación.

No obstante, ella tuvo que ceder ante el aluvión de hechos y pruebas.

Tras varias horas de discusión, Ananberg les ayudó a repasar el proceso desde la vista incoatoria hasta el veredicto. Para cuando terminaron, el sol de primera hora de la mañana avanzaba por el entarimado del vestíbulo.

Esta vez hubo muchas menos discrepancias a la hora de la votación.

Capítulo 16

Desde el asiento del conductor de una camioneta Chevy de alquiler con la calefacción al máximo, el Cigüeña asomaba la cabeza para observar desde la distancia el edificio de KCOM en la esquina de Roxbury y Wilshire. Había escogido una camisa algo más discreta para el turno de vigilancia, pero a Tim seguía sin hacerle gracia que se viera por la ventanilla del vehículo un careto tan llamativo como el suyo. El Cigüeña no hacía más que revolverse nervioso en el asiento, cambiar de postura, limpiar la esfera del reloj o servirse de un nudillo u otro para lograr el quimérico objetivo de que sus gafas permanecieran encaramadas al puente de la nariz, casi inexistente. Respiraba incesantemente por la nariz y olía a patatas fritas rancias. Tim se preguntó cómo había llegado a estar allí, con un tipo calvo, incapaz de hablar correctamente y con tendencia a sufrir quemaduras solares y llevar camisas chillonas.

Contemplaron el edificio de quince pisos, que se levantaba en niveles sucesivos de hormigón y vidrio ocultando una bulliciosa zona de Beverly Hills. A unos treinta metros de altura se veía suspendido de unos cables a un limpiaventanas que lavaba los vidrios con un movimiento oscilante, su silueta recortada en el deslumbrante reflejo del sol de última hora de la mañana sobre las lunas de cristal. Una enorme cristalera central en la planta baja albergaba una panoplia de televisores de plasma en los que se veía el programa emitido por KCOM en esos instantes, un debate ambientado entre sillones y helechos con mujeres de diversas razas que tenían en común una actitud intensa hasta lo desagradable. Puesto que los televisores estaban conectados a un circuito cerrado que mostraba el plató incluso durante las pausas comerciales, había una pequeña muchedumbre de mirones y turistas de Rodeo Drive sedientos de cualquier minucia sobre el mundo del espectáculo detrás de las cámaras.

– Si hemos de regirnos por los nuevos detectores de metal que hay en la entrada -comentó el Cigüeña-, se disponen a convertir este lugar en una especie de parque temático de la alta tecnología para la entrevista del miércoles. Controles en todas las entradas, sensores infrarrojos, detectores de metal portátiles… Están blindados a cal y arena.

– Será a cal y canto -corrigió Tim.

– Sí, eso. -El Cigüeña desplazó deliberadamente todo el peso de su cuerpo de un costado al otro, como si se ventoseara-. Que tienen una seguridad de narices, vamos.

– Las cadenas de noticias no son nada si no tienen confidencialidad y exclusivas. Todo el mundo sabe que resulta muy difícil infiltrarse en ellas. CNN solía obtener noticias antes que la inteligencia militar.

– ¿Qué es CNN? -preguntó el Cigüeña.

Tim lo miró con atención para averiguar si bromeaba.

– Un canal de noticias.

– Ya. Mire, seré más útil si me dice lo que tiene planeado.

– Te lo agradezco, pero no necesito más ayuda. Basta con que cada uno de vosotros cumpláis con vuestra parte.

– Lo que usted diga.

Al dejar atrás el edificio, Tim se enjugó un poco de sudor de la frente.

– Escucha, Cigüeña…

– No tiene ningún origen.

– ¿Qué?

– Mi apodo no tiene ningún origen. Al menos ningún origen interesante. Todo el mundo me lo pregunta, todo el mundo quiere que le largue una historia, pero no la hay. Un día, cuando estudiaba tercero o cuarto, un crío comentó en el patio del colegio que tenía pinta de cigüeña. Quizá tenía intención de insultarme, pero no creo que me parezca mucho a una cigüeña, quiero decir que no me parezco de verdad a una cigüeña, de modo que no le di importancia. El apodo se me quedó. No hay más.

– No iba a preguntarte eso.

– Ah. -El Cigüeña tamborileó sobre el volante con el pulpejo de las manos-. Bueno, vale. Entonces es lo otro. De acuerdo, no es que sea asunto suyo, pero se llama síndrome de Stickler. -Su voz se tornó un zumbido al abordar el discurso ensayado-. Es una dolencia de los tejidos conjuntivos que afecta a los tejidos que rodean los huesos, el corazón, los ojos y los oídos. Entre otras cosas puede dar lugar a miopía, astigmatismo, cataratas, glaucoma, pérdida de audición, sordera, anomalías vertebrales, prolapso de la válvula mitral y artritis reumatoide. Como puede ver, mi caso no es especialmente grave. No puedo escribir a máquina, no puedo barajar las cartas y tengo una miopía de veinte sobre cuatrocientos, pero podría estar retorcido en una silla de ruedas, ciego y sordo, así que procuro no lamentarme. ¿Queda satisfecha su curiosidad, señor Rackley?

– En realidad -dijo Tim-, iba a pedirte que bajaras un poco la calefacción.

El Cigüeña hizo un tenue chasquido con la boca. Alargó el brazo e hizo girar el termostato.

– Claro.

Rodearon la manzana y regresaron al edificio. Tim reparó en una mensajera en el paso de cebra que iba camino del puesto de envíos y entregas ubicado en la esquina nordeste de la planta baja. Llevaba el logotipo de KCOM en el casco y una bolsa de la pastelería Cheese-cake Factory en la cesta delantera de la bici.

– Un poco más lento -dijo Tim.

La mensajera subió la rampa y enseñó la identificación a un obeso guardia de seguridad provisto de una tablilla con sujetapapeles que la registró desganadamente con un detector de metales y luego abrió la puerta de persiana. Una vez en el interior del puesto de envíos, metió la rueda delantera en una rejilla para bicicletas junto a! montacargas, sacó el sillín del cuadro y se lo puso bajo el brazo con gesto protector. Justo antes de que el guardia hiciera bajar la puerta, Tim vio cómo la mensajera tecleaba un código en el panel numérico junto al ascensor. Una carcasa de metal impedía ver el panel; su mano desapareció hasta la muñeca para cuando alcanzó las teclas con los dedos.

El Cigüeña condujo la camioneta hasta el bordillo delante de un establecimiento que vendía artículos ortopédicos además de medicamentos, en cuyo escaparate se veía una silla de ruedas y una gran variedad de andadores de aluminio. Permanecieron sentados con la vista tija en la puerta metálica cerrada del puesto de envíos y el agente de seguridad, que hacía rodar entre el pulgar y el índice algo que se acababa de sacar de la nariz.