– Y en la casa, ¿encontraron algo?
– Altares, cuencos y vísceras de animales. Había manchas de sangre en el suelo del sótano, procedente de animales, según se supo después.
– Vaya lunático hijo de puta -exclamó Robert.
– No estará tan loco si puede recurrir al crimen premeditado para saciar su sed de sangre -dijo Rayner.
– ¿Puedo ver las declaraciones de las testigos? -pidió Tim.
Rayner las deslizó hacia él por encima de la mesa y Tim las revisó mientras los demás hablaban. Ninguna de las dos tenía antecedentes ni nada en lo que se pudiera apoyar un fiscal para poner en entredicho su testimonio.
– … Solicitó que no se le permitiera salir bajo fianza, pero, a sabiendas de que Debuffier no tenía un centavo, el juez le hizo entregar su pasaporte y estableció la fianza en un millón de dólares -decía Dumone-. La Asociación Norteamericana para la Protección Religiosa montó un cirio en la ciudad, afirmó que se estaban ensañando con él y pagó la fianza. Antes de que pasaran veinticuatro horas encontraron muertas a las dos testigos de una cuchillada en la yugular, otro rito de sacrificio asociado con la santería. Los polis lo investigaron, pero no encontraron nada. Esta vez los asesinatos se habían llevado a cabo limpiamente. Al parecer Debuffier había aprendido la lección. Puesto que las testigos han fallecido, sus declaraciones a la policía se convierten en meras conjeturas: caso sobreseído. Los representantes de la ANPR se fueron con mucha más discreción que a la llegada.
Recorrió la mesa una sensación palpable de desagrado.
Rayner adoptó su mejor expresión pensativa.
– Es un día triste, muy triste, cuando el propio sistema ofrece motivaciones para cometer un asesinato.
Tim era de la opinión de que el juicio de Rayner no pedía cuentas al auténtico culpable, pero prefirió seguir profundizando en los informes en vez de hacer comentario alguno. La revisión exhaustiva de la documentación restante no arrojó ningún indicio convincente a favor de la inocencia de Debuffier.
La Comisión se decantó siete a cero.
Capítulo 22
Tim aparcó a más de kilómetro y medio del sendero de grava que iba a morir en el garaje reconvertido de Kindell. El aire allí fuera era fresco y cortante, tiznado del aroma de la savia quemada y las cenizas resultantes del incendio que se había cobrado la casa colindante tiempo atrás. Tim se mantuvo fuera de la grava, sus botas mudas sobre la tierra. Sostenía el 357 a la altura del muslo, el índice apoyado a lo largo del cañón fuera del guardamonte. Distinguió un buzón, ladeado pero aún erguido, encima de un montón de tierra cuarteada. La noche producía una sensación plana y curiosamente estática, como si se estuviera alejando, exenta de aire; cada sonido y cada movimiento quedaban amortiguados al perderse en la inmensidad.
Le sorprendió no ver ninguna luz. Quizá Kindell se había mudado, se había largado después del juicio para habitar en algún rincón de una ciudad distinta. De ser así, se habría llevado consigo sus recuerdos de aquella noche: el rapto, el asesinato, el descuartizamiento, el hombre que había estado antes con él, planeándolo, dispuesto a disfrutar de su hija.
La luna estaba casi llena, una esfera imperfecta visible a través de las ramas esqueléticas de los eucaliptos. Tim se acercó a la casa en silencio y se quedó inmóvil al oír un ruido en el interior. Alguien había tropezado y derribado una sartén o una lámpara. Primero pensó en un intruso, otro intruso, pero luego oyó a Kindell maldecir para sí. Tim permaneció quieto como un lobo al acecho, con el arma baja, equidistante entre dos troncos de eucalipto.
Las puertas del garaje se abrieron de golpe. Kindell salió renqueando. Arrastraba un saco de dormir abierto que se había puesto encima a guisa de toga y agitaba una linterna casi agotada que arrojaba un levísimo brillo amarillento.
Tim se encontraba de pie a plena vista, a escasos veinte metros de Kindell, oculto únicamente por la oscuridad y su propia inmovilidad, que imitaba la de los troncos de árbol en derredor y el peso muerto de la noche.
Entre violentos temblores, Kindell abrió de un manotazo una caja de fusible oxidada y empezó a hurgar dentro. Su otra mano, aferrada a los extremos del saco de dormir a la altura de la cadera, era delgada y de una palidez imposible, distinta de cualquier otro elemento de la noche salvo el blanco óseo de la luna.
– Joder, joder, joder. -Kindell cerró la caja de fusibles de golpe, le dio otro manotazo y luego permaneció en el mismo lugar tembloroso y alicaído, como si lo hubiera paralizado la desesperanza. Al cabo, volvió a entrar, un extremo del saco de dormir a rastras como la cola de un traje. El sufrimiento de Kindell, por nimio que fuera, provocó a Tim una inmensa gratificación.
Aguardó a que la puerta del garaje chirriara y se cerrara de golpe contra el cemento; entonces se acercó a las dos ventanas. En el interior, Kindell estaba aovillado en posición fetal en el sofá, acurrucado en el interior del saco de dormir. Tenía los ojos cerrados, su respiración era profunda y regular, y mecía la cabeza levemente en la almohada doblada. Los temblores habían cesado.
Kindell no iba a prestarse a identificar a su cómplice; eso le había quedado muy claro a Dray. Si en alguna parte cabía encontrar respuestas, era en los documentos guardados en la caja fuerte de Rayner.
Ese indeseable había desmembrado el precioso cuerpo de Ginny y ahora dormía a pierna suelta, con la verdad acerca de sus desdichadas horas postreras a buen recaudo en el interior de su cabeza cual horrendos souvenirs íntimos. Sus súplicas, el olor a miedo de su sudor, su último grito… El otro rostro que había visto junto al de Kindell, la sonrisa de labios húmedos, los ojos lascivos, sin anticipar aún que la depravación degeneraría en muerte…
Tim notó una descarga de ácido en el estómago, hirviente y al mismo tiempo helado.
Con aire insensible, mecánico, Tim adoptó la posición de rigor, cogió la pistola con ambas manos y apuntó justo encima de la oreja de Kindell. Deslizó el dedo por el metal y lo introdujo en la guarda para apoyarlo en el gatillo. Experimentó la calma previa al disparo, un instante de quietud precisa. Permaneció en la misma postura unos segundos, observando el delicado ir y venir de la cabeza de Kindell a través de las miras alineadas.
Tuvo la sensación de flotar por los aires y verse a sí mismo desde lo alto. Una figura oculta en la oscuridad que apuntaba a través de una ventana mugrienta. Durante su confusa y solitaria niñez, Tim se había aferrado al convencimiento desesperado de que en el espíritu humano brillaba algo que lo elevaba por encima del hueso y la carne. Con esperanza furiosa y fe ciega, había plantado cara al código de su padre año tras año, y sin embargo allí estaba, en las garras de la miseria y la ira, decidido a saciar sus necesidades a cualquier precio. Digno hijo de su padre.
Bajó la pistola y se alejó.
Tras meterse el arma en la cintura del pantalón, se sentó en el cemento cubierto de malas hierbas de los cimientos quemados, de cara a la estructura del garaje. Vio bajo una luz nueva la tremenda responsabilidad que había decidido arrogarse la Comisión, un organismo judicial ilegítimo desde todo punto de vista. Pretendían decidir quién era el azote de la sociedad, condenar con equidad, ser la voz del pueblo; todas ellas eran responsabilidades de la mayor importancia. Y exigían una integridad moral impecable, pues no se trataba de impartir justicia sino de ponerla en práctica; no era una promesa sino un código.
Tim había jurado respetar ese código incluso cuando la última carpeta pasó de la caja de seguridad de Rayner a la mesa, incluso mientras leía los documentos que detallaban el descuartizamiento de su hija. Si no respetaba su palabra, no sería mejor que Robert y Mitchell o su padre, que vendía sepulturas fraudulentas a viudas solitarias.