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Oyó un ruidillo a su derecha entre la maleza. Antes de volver la cabeza, ya había sacado y apuntado el arma. La silueta de Dray apareció en la oscuridad, vestida con vaqueros negros, sudadera del mismo color y cazadora tejana. Se acercó sin hacer ningún caso del arma y se sentó a su lado. Otro fantasma, otro vigilante nocturno. Introdujo las manos en el bolsillo frontal de la sudadera y señaló con leves gestos de cabeza primero el arma y luego el garaje.

– ¿Nos lo hemos pensado mejor? -dijo.

– No dejo de pensarlo ni un solo instante.

– Claro -asintió Dray-. Claro. -Apoyo los codos en las rodillas, entrelazó las manos y situó la barbilla sobre los pulgares. Dio la impresión de que recordaba algo y se llevó a toda prisa la mano izquierda al bolsillo de atrás. Con el cuello de la cazadora tejana levantado, tenía todo el aspecto de una cantante rebelde, como Debbie Gibson-. Me he enterado por las noticias de lo que te traes entre manos. Estás montando un buen revuelo.

– Queremos dejar contenta a la clientela.

– Es curioso, yo nunca habría dicho que tomarte la justicia por tu mano fuera tu estilo.

– No lo es. Pero mi antiguo estilo no estaba a la altura. Al menos para algunos.

– ¿Cómo te sienta el nuevo?

– Me tira un poco en los hombros, pero acabaré por acostumbrarme.

– Hay que confeccionar el traje para que se adapte al hombre, y no al revés.

Tim tendió la mano y acarició la espalda a Dray como si nada. No ocultaba un arma bajo la gruesa sudadera.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó a su todavía esposa.

– Mantenerme atenta. No quiero que ese bicho raro se escabulla.

La tenue luz de la linterna osciló en el interior del garaje y un fuerte ruido quebró el silencio.

– ¿Qué coño pasa ahí dentro? -preguntó Tim.

– He redirigido su correo a otro apartado postal. Me hice con el número de su tarjeta de crédito y también con los de sus pólizas del gas, el teléfono y la electricidad, y luego lo cancelé todo. Ya sé que es una mezquindad, pero hace que me sienta mejor.

Tim extendió un puño hacia ella y Dray hizo lo propio. Entrechocaron los nudillos en un gesto de complicidad que sólo utilizaban en el campo de tiro o cuando jugaban al softball. Dray se inclinó un poquito hacia él y estableció contacto con la cadera y el codo. Tim le posó los labios en la coronilla e inhaló el aroma de su cabello. Permanecieron un rato sentados en silencio.

– ¿Algo nuevo sobre el caso? -preguntó él al cabo.

Dray negó con la cabeza.

– He agotado las pistas. Quería saber si te has hecho con ese expediente del caso.

– No, por desgracia aún me llevará un tiempo -alegó Dray.

– Supongo que tendremos que esperar. -A Tim se le arrugó la cara-. Me está destrozando. La espera. Prepararme para averiguar algo peor incluso, o quizá para no encontrar nada en absoluto.

Se quedaron mirando la casucha de Kindell unos instantes. Tim se mordió el labio.

– He oído que Mac suele ir por casa -dijo.

Volvió a abrirse el hueco entre las caderas de ambos. Dray tensó las comisuras de la boca.

– La casa estaba vacía, llena de fantasmas.

– ¿Intentas hacerme daño, Dray?

– ¿Lo estoy consiguiendo?

– Sí. Pero no has respondido a la pregunta.

– Lo creas o no, la situación en que ahora me encuentro no sólo tiene que ver contigo. Mac duerme en el sofá porque ahora mismo me asusta la oscuridad, igual que a una cría. Ya sé que es patético, pero desde luego tú no andas cerca para ayudarme con ese problema.

– Mac está colado por ti, Dray. Desde siempre.

– Bueno, yo no estoy colada por Mac. Viene como amigo. Nada más. -Tendió la mano derecha y cogió la de Tim sin sacar la izquierda del bolsillo.

Una repentina punzada de temor le agarrotó el estómago.

– Saca la mano del bolsillo, Dray.

Ella le hizo caso a regañadientes. Tim vió que llevaba desnudo el dedo anular; un dolor candente se cebó en su pecho y se fue propagando a la velocidad de un incendio en la maleza. Apartó la mirada para dirigirla hacia la casa del hombre que había acabado con la vida de su hija, pero Kindell permanecía en silencio y no le supuso la menor distracción.

A Dray le temblaban los labios levísimamente, el temblor que anunciaba el terremoto de la ira, del odio contra sí misma, de la pena, un cóctel triple al que Tim se había acostumbrado de un tiempo a esta parte. Su rostro, sombrío y estático en una suerte de mueca compungida, no se semejaba a nada que Tim hubiera visto antes. Se frotó la punta de la nariz con los nudillos, un gesto que reservaba para cuando estaba afligida o profundamente triste.

– Tengo la sensación de que ya no me quieres, Timothy.

– Eso no es verdad. -Tim levantó un poco el tono de voz, pero no estaban más que Dray y él, y un tipo sordo a unos treinta metros.

– Ahora mismo me resulta muy duro llevar ese anillo. Lo he mirado todos y cada uno de los días de nuestro matrimonio, nada más despertarme, y siempre hacía que me sintiera agradecida. -Dray parecía pequeña y vulnerable sentada en la oscuridad con los brazos en torno a las rodillas, tal como Ginny solía ponerlos cuando veía la tele-. Ahora sólo me trae a la cabeza tu ausencia.

Él arrancó de cuajo unos hierbajos y los tiró. El manojo de raíces enfangadas se estrelló contra los cimientos a un par de metros de distancia con un agradable chasquido.

– Tengo que llegar hasta el final con esto; con la Comisión. He de echar mano al expediente del caso. Me sería imposible si viviera en casa, a la vista de todo el mundo. Me supondría un riesgo excesivo. También lo sería para ti. Tengo que proteger a Ginny aunque sea después de muerta, para que los hombres que lo hicieron… -Le goteaba la nariz, y cuando levantó la mano para limpiarse, vio que le temblaba, de modo que la apoyó en el regazo y se la apretó, se la apretó con fuerza.

– Timothy… -El tono de voz de Dray se aproximaba a la súplica, aunque Tim no sabía qué le suplicaba exactamente. Ella hizo ademán de tocarlo, pero luego retiró la mano.

Transcurrió otro minuto antes de que Tim se sintiera capaz de confiar en su propia voz.

– Lo siento -dijo-. Hacía tiempo que no pronunciaba su nombre.

– No pasa nada por llorar, ¿sabes?

Tim agachó la cabeza varias veces en una imitación de asentimiento.

– Claro.

Dray se puso en pie y se limpió las manos de polvo.

– Ahora mismo no quiero dejar de verte -dijo-. No quiero que estés ausente de mi vida, pero entiendo lo que te empuja a hacer esto por ti, por nosotros. Supongo que tendremos que esperar, verlas venir y confiar en que lo nuestro sea lo bastante sólido.

Tim no era capaz de apartar la mirada de la mano de Drav, de su dedo sin anillo. El agujero que se le había abierto en el pecho seguía dilatándose, copándole los pulmones, la voz.

Algo pasó aleteando por su lado, se posó y empezó a trinar.

Dray dio media vuelta y enfiló el largo trayecto de regreso a la carretera.

A mitad de camino, Tim se detuvo en el arcén y permaneció sentado con las manos en el volante y la respiración agitada. Aunque aquél era un mes de febrero frío, tenía el aire acondicionado a tope. Pensó en el apartamento que le aguardaba, en la triste funcionalidad de aquel erial, y se dio cuenta de lo mal preparado que estaba para la soledad tras ocho años de matrimonio. Sacó del bolsillo la dirección de Ananberg y contempló el trozo de papel con el margen rasgado.

El edificio donde ella tenía su apartamento, en Westwood, estaba provisto de grandes medidas de seguridad: acceso controlado, puerta delantera de vidrio blindado y cámara de seguridad en el breve espacio embaldosado que hacía las veces de vestíbulo. De espalda a la cámara, Tim deslizó el dedo por el directorio junto al portero automático, y no le sorprendió ver los pisos listados por nombre, sin el número del apartamento. Apretó el botón y aguardó mientras el interfono metálico emitía un áspero zumbido.