Ananberg contestó con voz plenamente despierta a pesar de que casi eran las cuatro de la mañana.
– ¿Sí?
– Soy Tim. Tim Rackley.
– Nombre y apellido. Qué modestia tan maravillosa. Estoy en el trescientos tres.
La gruesa puerta de vidrio emitió un intenso zumbido y Tim tiró de la manilla para abrirla. Cogió el ascensor. La moqueta de la tercera planta estaba limpia pero un tanto gastada. Nada más dar unos golpe- cilios en la puerta de Ananberg, oyó unos pasos suaves y luego el ruido de un par de cerraduras y una cadena al abrirse. Apareció Ananberg, con una camiseta de Georgetown que le llegaba hasta las rodillas. Con una mano mantenía a raya a un ridgeback rodesiano de cuello robusto. En la otra tenía una pequeña Ruger con cuyo cañón se estaba rascando la pierna.
– Deberías utilizar la mirilla, aunque acabes de abrir la puerta de abajo a alguien.
– Eso he hecho.
Sabía que estaba mintiendo, porque no había visto la sombra de su ojo a través de la lente. El perro se adelantó e introdujo el hocico húmedo en el cuenco que había formado Tim en una mano.
– Impresionante. A Boston no suele caerle bien la gente.
– ¿ Boston?
– Lo heredé de un antiguo novio. Un gilipollas de Harvard.
Ananberg dio media vuelta y se adentró en el piso, poco más que un estudio de grandes dimensiones. Al otro lado de la cocinita, la diminuta mesa y el sofá de cara a la televisión, dos cómodas acordonaban el área del dormitorio, que no era sino una cama de matrimonio encajada debajo de la única ventana de la estancia. Chasqueó los dedos y Boston se fue al trote hasta una minúscula cesta en la que se tumbó. Luego dejó el arma en el cajón superior de la cómoda derecha.
Se acercó a la cama dejando entre ellos apenas unos pasos. Se observaron el uno al otro desde lados opuestos de una raída alfombra artesanal. Ella se quitó la camiseta por la cabeza. Su cuerpo, esbelto y maravillosamente torneado, no había sucumbido a las pesas ni al ejercicio en el gimnasio. Por encima de la curva cóncava de su estómago se alzaban los pechos, tan modestos como firmes. Su mirada revelaba la sabia naturalidad de las enfermeras que examinan a un paciente y las prostitutas. Era franco y auténtico a no poder más, un ritual triste y lúgubre en un triste y lúgubre apartamento.
La camiseta quedó hecha un guiñapo junto a una caja de pañuelos de papel en el suelo y Tim, incómodo, apartó la mirada hacia el mantel individual que había en la mesa. Entonces entendió de manera concreta que la muerte y la pérdida también se habían ensañado con ella, igual que con todos los demás.
– Me temo que no lo has entendido. Yo no puedo… -Su mano describió una especie de arco, lo que no hizo que le vinieran a la cabeza palabras más adecuadas-. Estoy casado.
– Entonces, ¿qué haces aquí, Rackley? -Ananberg sacó un cigarrillo de un paquete en la mesilla de noche y lo encendió.
– Necesito que me hagas un favor.
– Estaba a punto de hacértelo. ¿O no te has dado cuenta? -Le guiñó el ojo y él respondió con una sonrisa. Ella apagó el cigarrillo que acababa de encender en un cenicero encima de la cómoda, se dejó caer de espaldas en la cama y se cubrió con la sábana sin el menor asomo de timidez o modestia.
– Me gustaría que me facilitaras las notas del abogado defensor que hay en el expediente de Kindell. Como un gesto de buena voluntad. Ya sé que tienes acceso a ellas. Me resulta muy difícil esperar sin… nada.
– No puedo saltarme las reglas. Sácalo a colación en alguna reunión y votaremos al respecto.
– Ambos sabemos que Rayner no lo permitiría.
Ananberg no apartaba la mirada; por un instante, les dio la sensación de que ambos contemplaban el interior del otro. Tim era consciente de que su sufrimiento resultaba evidente y lo hacía vulnerable. No podía hacer gran cosa para ocultarlo. Carraspeó levemente:
– Por favor.
– Veré qué puedo hacer, pero no prometo nada. -Ananberg alargó la mano y atenuó un poco la luz de la mesilla-. Ven aquí.
Tim se acercó y se sentó en el borde de la cama. Ella le pasó un brazo por la cintura y tiró de él hasta que lo obligó a recostarse sobre el cabezal curvo de madera. Le dio unos golpecitos para que se desplazara levemente hacia la izquierda; luego le cogió el brazo y lo puso de modo que no la molestara. Satisfecha, se acurrucó a su lado con la cabeza apoyada en la base de su pecho.
– ¿Cómoda? -preguntó él.
Ella le pasó un brazo por encima del estómago y a Tim le sorprendió lo pequeñas que tenía las muñecas.
– La quieres, ¿eh?
– Mucho.
– Yo nunca he querido a nadie, al menos de ese modo. Mi psiquiatra dice que se debe a que sufrí una pérdida cuando era muy joven. Mi madre, ¿sabes? Tenía quince años, justo cuando empezaba a entrar en la sexualidad. Todo va unido, la muerte y el sexo. El miedo a establecer relaciones íntimas, bla, bla, bla… Seguramente por eso me gusta estar con Rayner. Se ocupa de mí y hace que no sienta nada con demasiada intensidad.
– ¿Cómo murió? Me refiero a tu madre.
– Fue violada y asesinada en la habitación de un motel. Hubo cantidad de titulares y especulaciones lascivas. Tuvo cierto encanto, pensándolo bien. Llegué a casa del instituto y vi a mi padre sentado en la cocina, esperándome, con la ropa impregnada del olor a formalina del instituto forense. Aun hoy, cuando huelo a formalina… -Se estremeció.
Tim le acarició el pelo, que era más fino y suave de lo que había imaginado.
– Mi padre estaba roto por completo. Sencillamente… derrotado.
– ¿Qué ocurrió con el caso?
– Cogieron al tipo unas semanas después. Los miembros del jurado eran, en su mayor parte, gentuza blanca, parados que sabían hacer la «o» con un canuto. Lo declararon inocente. Las pruebas eran tan concluyentes que en el Post se especuló abiertamente sobre la posibilidad de que los hubieran sobornado. Claro que quizá no pasó nada de eso. Igual fue una cuestión de pura inanidad, como ocurre con la mayoría de las cosas. -Meneó la cabeza-. Abogados defensores con los bolsillos profundos y asesores jurídicos… No es exactamente un vacío legal, sino más bien corrupción autorizada. -Profirió un ruido desdeñoso desde lo más hondo de la garganta-. Dicen que es preferible que salgan libres cien culpables a que se condene a muerte a un inocente. ¿Hasta dónde se sostiene semejante pedantería? ¿Hasta que los cien culpables cometen un centenar de asesinatos? ¿Un millar?
– No -respondió Tim-. Se sostiene cuando el inocente eres tú.
Ella esbozó una sonrisa torcida.
– Eso ya lo sé. Ya lo sé; lo que ocurre es que no siempre lo noto en los huesos. -Su rostro producía a Tim una sensación cálida y reconfortante sobre el pecho. Él siguió escuchándola, siguió acariciándole el cabello-. Mi padre era agente inmobiliario, pero estuvo en una unidad de morteros en Corea, y unos cuantos de sus compañeros de pelotón entraron en la policía. Una noche, uno de ellos y mi padre acorralaron al tipo y se lo llevaron a dar un paseo por Anacostia. No tengo muy claros los detalles, pero sé que cuando encontraron el cadáver, tuvieron que tomarle las huellas dactilares porque con la dentadura no tenían ni para empezar.
Tim recordó que Rayner le había contado cómo el asesino de la madre de Ananberg murió en una pelea entre bandas rivales, y se preguntó hasta qué punto estaba al tanto de la verdad. Algo así dependía del grado de intimidad que hubiera entre Rayner y ella.
– Recuerdo que mi padre regresó a casa esa noche y me contó lo que había hecho. Se sentó al borde de mi cama y me despertó. Olía a hierba, tenía los nudillos magullados y temblaba. Me lo dijo. Y no sentí nada. Sigo sin sentir nada. -Ahora la voz de Ananberg sonaba más queda, amortiguada contra el pecho de Tim-. Igual es que no capto cosas así, o que me falta ese gen, el gen de la conciencia. Quizá cuando llegue a las puertas del cielo, o eso en lo que creéis los cristianos, me hagan dar media vuelta.