Mitchell estaba acuclillado junto a la puerta de atrás con Robert a su lado. A Mitchell se le iluminaron los ojos cuando reparó en el bulto del Nextel en el bolsillo de Tim, y se puso en pie de repente.
– Desconecta el móvil. Ahora mismo.
Tim y el Cigüeña se quedaron de una pieza. Tim se apresuró a desconectar el móvil.
– ¿Llevas detonadores eléctricos?
– Eso es.
Si Mitchell llevaba detonadores eléctricos, el móvil de Tim no debería haber estado en las inmediaciones. Cuando entran en funcionamiento, los Nextel, al igual que la mayoría de los teléfonos móviles, emiten justo antes de empezar a sonar una señal de radiofrecuencia que responde a la red y los identifica como unidades operativas. La corriente inducida, suficiente para cebar un detonador eléctrico, puede montar la de Dios es Cristo antes de que el teléfono suene siquiera. Ahora entendía Tim que Robert no le hubiera sugerido mantener contacto telefónico durante la entrada.
Tim bajó la vista hacia la lámina explosiva que había a los pies de Mitchell, un rollo de casi diez kilos y con el grosor de una plancha de PETN o pentaeritritetetranitrato, un explosivo plástico similar al C4 cuya pronunciación es un coñazo pero resulta muy fácil de rasgar o cortar. El material asomaba de la bolsa de detonación de Mitchell, de un triste caqui, el color de la muerte.
– ¿Es que no puedes seguir las instrucciones? -Tim intentó que la voz no delatara su enfado-. Creo haber dejado claro que no vamos a hacer otra cosa que echar un vistazo.
– No hemos hecho nada más. Resulta que llevaba la bolsa conmigo…
– Ya nos ocuparemos del asunto luego. -Tim asintió en dirección a la puerta-. ¿Cuál es la situación?
Mitchell volvió a acuclillarse como un antropólogo junto al pomo de la puerta.
– Bastante peliaguda. Se abre hacia fuera y tiene una solapa que protege la cerradura, así que el truco de la tarjeta de crédito no sirve.
El Cigüeña puso los brazos en jarras e indicó a Mitchell que se hiciera a un lado con un gesto impaciente de la mano.
– Aparta.
Al tiempo que se ponía bien las gafas, se inclinó para ver más de cerca la cerradura. Acercó el rostro a escasos centímetros del pomo y ladeó la cabeza cual depredador que olisquea su presa. Cuando habló, lo hizo con una cadencia musical, igual que una niña que arrullara a su muñeca preferida.
– Una cerradura cilíndrica con bocallave restringida y hembras reforzadas. ¿Verdad que eres preciosa? Claro que sí.
Tim, Robert y Mitchell dejaron de cruzar miraditas desdeñosas cuando el Cigüeña se apartó de la puerta sin quitar ojo a la cerradura, aunque con la mano extendida como si llamara a un camarero. Entonces chasqueó los dedos regordetes.
– La bolsa.
Tim se la dejó a los pies. El Cigüeña rebuscó en su interior y sacó un aerosol lubricante. Introdujo un fino tubo en la boquilla y dirigió el aerosol hacia el cilindro.
– Vamos a lubricarte un poco, ¿de acuerdo? Asilo tendremos más fácil.
A continuación cogió un destornillador eléctrico. La herramienta, con un gatillo en el asa que ponía en marcha el fino mecanismo, se parecía a un taladro o un complejo dispositivo sexual. Desplazando el aparato con leves golpes de muñeca, el Cigüeña introdujo la punta en la cerradura lubricada y lo puso en funcionamiento. Después lo colocó en un complicado ángulo por medio de una serie precisa de inserciones y reajustes. Pegó la oreja a la puerta -es de suponer que para oír el desplazamiento de las piezas- mientras con la otra mano cogía el pomo. Tenía la boca torcida hacia la derecha, agolpada sobre el labio inferior. Parecía ajeno por completo a los demás.
– Eso es, preciosa. Hazme el favor de abrirte.
El ruido que emitía el mecanismo de la cerradura varió y se oyó un chasquido indicativo de una repentina simetría o resonancia. El Cigüeña adelantó la otra mano a la velocidad del rayo y giró el pomo, que cedió media vuelta.
Miró a los otros con una mueca satisfecha y un tanto cansada. Tim casi tuvo la sensación de que iba a encenderse un pitillo. La sonrisa del Cigüeña se desvaneció de inmediato cuando se echó hacia delante para apoyar el hombro en la puerta.
– Espera -le advirtió Tim-. ¿Y si hay una alarm…?
El Cigüeña abrió la puerta de golpe.
El insistente pitido hizo que a Tim se le quedara la boca seca, pero el Cigüeña se acercó tranquilamente a un panel en la pared e introdujo un código. La alarma calló.
Entraron empuñando la pistola y aguzaron el oído para detectar algún movimiento en la habitación más grande de la casa. Robert y Mitchell llevaban sendos Colt 45 semiautomáticos de acción simple, de esos que hace falta amartillar antes de efectuar el primer disparo. Abren fuego con sólo kilo y medio de presión en el gatillo, en vez de los siete que requiere un revólver de acción doble. Eran unas armas de gran calibre poderosas, ilegales y sumamente sensibles, en buena medida como los dos hermanos.
– ¿Cómo has averiguado el código? -preguntó Tim en un susurro.
– No lo he averiguado. Toda empresa de alarmas tiene un código de reajuste. -El Cigüeña señaló el logotipo en la base del panel-. Esta es de Iron-Force: tres, cero, dos, cero, uno.
– ¿Así de sencillo?
– Sí, señor.
Atravesaron una habitación pequeña en la que había una lavadora rota y llegaron a la cocina, llena de platos con comida reseca y cajas pringosas. El linóleo de color amarillo mostaza que cubría el suelo estaba levantado en los márgenes. Las encimeras estaban cubiertas de hileras infinitas de botellas de ron vacías y una fina capa de migajas.
Se oyó un tenue eco en algún lugar de la casa, levemente animado, similar a una voz. Tim alzó la mano de inmediato, plana, con los dedos un poco separados, en un gesto de advertencia de jefe de patrulla. Los otros se quedaron quietos cual estatuas. Transcurrió un minuto de silencio y luego otro.
– ¿Habéis oído eso?
– No. No he oído nada -respondió el Cigüeña.
– Probablemente han sido las cañerías.
– Vamos a seguir -dijo Tim, aún en voz queda-. Cigüeña, espera fuera. Si Debuffier vuelve antes de lo previsto, toca dos veces la bocina.
– Ha salido antes de lo previsto.
– Por eso vas a vigilar mientras estamos aquí dentro. -Tim aguardó a que el Cigüeña saliera por la puerta-. Vamos a registrar la casa. Nos vemos aquí mismo dentro de dos minutos. Yo me ocupo del piso de arriba.
– Mira -dijo Robert, sin molestarse en susurrar-, llevamos delante de la casa toda la noche y toda la mañana. No hay nadie más.
– A registrar he dicho -repitió Tim.
Desapareció por la puerta que daba a la parte anterior de la casa y pasó por varias habitaciones llenas a rebosar de objetos extraños: cajas con calendarios de automóviles, mesas tumbadas, pilas de ladrillos… En torno a los pies de la escalera había un metro de tela de color chillón amontonada; Debuffier debía de haberla comprado en los puestos del mercadillo. Tim dio una batida por las habitaciones de arriba, que hedían a cañerías atascadas e incienso. Todos los espejos estaban cubiertos, envueltos en telas de colores llamativos. O bien Debuffier se creía un vampiro o bien le asustaba su propio reflejo; a juzgar por la foto de la policía, Tim habría apostado por esto último. Todas y cada una de las habitaciones estaban vacías, sin el menor indicio de que alguien habitara en ellas; lo más probable era que el dormitorio principal estuviese abajo. Tuvo buen cuidado de no dejar huellas allí donde la capa de polvo tenía mayor grosor en el suelo.
Robert y Mitchell le esperaban en la cocina.
El reloj de Tim marcaba las 12.43.