– ¿Todo despejado? -preguntó.
– Salvo por la puerta del sótano -dijo Mitchell-. Acero macizo en un marco de acero. Cerrada.
– Luego pondremos al Cigüeña manos a la obra. -Tim se guardó el 357 a la espalda-. Vamos a echar un vistazo por la planta baja con más atención. Fijaos en los detalles para que luego podamos hacer un plano completo de la casa.
Otro sonido, un gemido metálico, esta vez innegable. Tim notó que se le hacía un nudo en el estómago y la boca se le tornaba algodón.
Avanzó hacia el lugar de donde procedía el sonido y cruzó la otra puerta; los gemelos le pisaban los talones.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Robert.
Mitchell se ajustó la correa de la bolsa de detonación que llevaba colgada del hombro.
– Suena como un horno encendido. -Su tono no fue nada convincente.
Tim volvió la esquina hacia un pasillo secundario que iba a morir en un cuarto de baño y se encontró de cara con la enorme estructura metálica de la puerta del sótano. A juzgar por el contraste con la mampostería, era de reciente instalación. Le dio unos golpecitos con un nudillo: sólida y gruesa de cojones. Se echó hacia delante y apoyó el oído en el frío acero, pero no obtuvo otra respuesta que el tenue zumbido del calentador de agua. El vestíbulo estaba oscuro. Las cortinas de flores, de un rosa oscurecido, estaban corridas sobre una única ventana que daba al patio lateral.
– Robert, ve a buscar al Cigüeña ahora mismo. Dile que quiero entrar en el sótano por esa puerta.
Eran las 12.49. Si Debuffier había salido temprano, ya debía de llevar ausente cosa de una hora. El trayecto en coche hasta el restaurante era de al menos diez minutos, así que estaría de regreso en diez o quince minutos, dependiendo de lo mucho que aborreciera estar con su madre. Mientras Tim esperaba con todos los músculos en tensión, Mitchell sopesó la puerta con la imprecisa precisión de un zapador, los dedos separados y pegados al acero como si fuera a ceder.
El Cigüeña, abrumado por el peso de la bolsa, regresó con Robert. Dejó la carga en el suelo con un golpe sordo, echó un vistazo a la gruesa cerradura y anunció con reticencia:
– Es una Medeco G3. No voy a enredar con eso.
Otro sonido, paradójicamente gutural y agudo, atravesó la puerta. Tim notó por la pátina de sudor que cubría la frente de Mitchell que aquel sonido le producía el mismo efecto desconcertante.
La camiseta de Robert tenía dos oscuras medias lunas de sudor en las axilas.
– Debe de ser alguna chorrada vudú. Una oveja atada o algo por el estilo. -Se rozaba índice y pulgar con nerviosismo, como si quisiera que apareciese un cigarrillo por arte de magia.
– Podría reventar la puerta -se ofreció Mitchell.
– Ni pensarlo -dijo Tim.
Mitchell ya había sacado un detonador eléctrico del bolsillo y lo manipulaba.
– Quiero saber qué hay abajo. Es ahí donde descubrieron todas aquellas cosas extrañas cuando registraron la casa.
La boca del Cigüeña se combó en una sonrisa con forma de luna en cuarto creciente.
– Podría hacer que Donna eche un vistazo.
Robert y Mitchell fruncieron el ceño con tal sincronía que resultó gracioso.
– ¿Donna?
– Sácala -dijo Tim-. Sea lo que sea.
– Sea quien sea -corrigió el Cigüeña.
Sacó una unidad del tamaño de una caja de zapatos con una varilla revestida de plástico negro y una pantalla de cristal líquido pequeño como una notita adhesiva. La varilla, una minicámara flexible de fibra óptica, llevaba un objetivo de ojo de pez incrustado en la punta. Apretó un interruptor y la pantalla reflejó sus tres caras, pálidas bajo una difusa luz azulada.
– Vaya cosa -dijo Robert-. Es un dispositivo espía. Todos hemos usado algo parecido. Es imposible que entre por debajo de la puerta. La ranura no es lo bastante ancha.
– Ésta no es Donna. -El Cigüeña sacó un diminuto estuche Peli- can de la bolsa y lo abrió con sumo cuidado. En el interior había una varilla increíblemente fina, casi un alambre negro, que terminaba en una cabeza rectangular del grosor de una oblea-. Ésta sí es Donna.
Retiró la voluminosa varilla del dispositivo espía y enroscó a Donna en su lugar, no sin hacer una pausa para desenmarañar un nudo que se le había hecho en una de sus manos artríticas. La cabeza pasó por debajo de la puerta sin ningún problema y vieron un fugaz primer plano de un ratón muerto acurrucado sobre la madera astillada del peldaño superior. La pantalla parpadeó un instante y volvió a iluminarse.
– Venga, bonita. -El Cigüeña levantó la mirada como para disculparse-. Es un poco melindrosa. -Le temblaban las manos y las abría y cerraba con gesto de dolor. Intentó coger la fina varilla, pero lanzó un suspiro de frustración.
– Ya nos ocupamos nosotros -dijo Tim-. Déjanosla y vuelve a tu puesto de vigilancia. Recuerda, dos bocinazos.
– Pero…
– Ahora mismo, Cigüeña. Estamos con el culo al aire aquí dentro.
El Cigüeña lanzó una triste mirada de despedida a Donna, recogió la bolsa y se marchó. Sus pasos eran tan silenciosos que en cuanto dobló la esquina dio la impresión de haberse desvanecido.
Con Robert y Mitchell pegados a su espalda, Tim manipuló el alambre, haciendo todo lo posible por enfocar un objetivo que no podían ver. Fueron observando el sótano en barridos vertiginosos a medida que la lente iba de acá para allá. La pantalla volvió a parpadear.
– Maldita sea, Donna -dijo Tim-. No me hagas esto. -Con una punzada de vergüenza, cayó en la cuenta de que suplicaba a la minicámara como si fuera una persona, pero, al ver que la pantalla volvía a iluminarse, pensó que quizás el Cigüeña no andaba tan descaminado. Le vino a la cabeza la perspectiva de un futuro impreciso en el que el Cigüeña y él salían en una cita doble con un par de aspiradores alados idénticos, pero la imagen nítida del sótano que obtuvo gracias a que empezaba a manejar el dispositivo con mano más firme le hizo volver a la realidad.
Un tramo de escalera, unos diez escalones, bajaba hacia un frío zulo de hormigón. Había urnas y tambores desperdigados en el sótano, así como regueros de polvos rojos y blancos. Por encima de un cúmulo de cera fundida descollaba un coro de velas aún encendidas que se reflejaba en un espejo apoyado en la pared. En medio de la habitación había un frigorífico con el congelador en la parte de arriba. Todo el suelo estaba cubierto de plumas, lo que le daba una textura vellosa, casi orgánica, como si fuera un pellejo extendido. En una mesa coja y llena de marcas había unas cuantas velas más, dos gallos descabezados y un incongruente sacapuntas. Resultaba difícil imaginar a Debuffier allí sentado, intentando resolver el crucigrama de los domingos.
Robert lanzó un tenso suspiro. Todos se llevaron un sobresalto cuando el sonido -ahora claramente un gemido- volvió a hacerse levemente audible. La convulsión que recorrió las manos de Tim les permitió ver el interior de la puerta, junto con el grueso pestillo de acero, cuyas abrazaderas estaban soldadas por ambos lados. No había forma de derribar esa puerta.
Tim dejó a Donna en manos de Mitchell y se puso en pie, decepcionado. Apartó con los dedos la sucia cortina rosa y miró el patio lateral. El Cigüeña, parcialmente a la vista, estaba pegado a la verja del lado opuesto intentando ocultarse a medio camino de la camioneta.
Tim se apartó de la ventana.
– Vamos, vamos. -Sacó a Donna de debajo de la puerta de un tirón y se puso la unidad entera bajo el brazo como si fuera un balón de rugby. Con la bolsa de detonación ya colgada del hombro, Mitchell siguió a Robert pasillo adelante. El trayecto de evacuación más rápido consistía en atravesar la cocina para salir por la puerta trasera.
Tim, seguido por los gemelos, entró en la cocina justo cuando la sombra de Debuffier caía sobre el lavadero a través del vidrio de la puerta de atrás. Hizo un violento gesto para que iniciaran la retirada, pero la llave ya estaba dentro de la cerradura. Robert y Mitchell se colaron en un armario, y Tim se metió debajo de la mesa de la cocina justo cuando Debuffier abría la puerta y entraba.