Una botella de ron vacía que Tim había golpeado con el hombro cayó de la mesa, pero consiguió cogerla antes de que llegara al suelo gracias a un extraño ejercicio de contorsión que le hizo acabar en decúbito supino doblado sobre sí mismo. La cocina se llenó de reniegos mientras Debuffier manipulaba el panel de la alarma, probablemente para ver por qué no había funcionado. Luego cruzó la cocina. Sus enormes piernas fueron acercándose en contrapicado hasta que sus mocasines negros del cuarenta y seis se detuvieron a apenas un paso de la cabeza de Tim. Un fajo de cartas golpeó la mesa como un tortazo. Debuffier no llevaba calcetines; las franjas oscuras de sus tobillos apenas resultaban visibles entre los zapatos y el bajo raído de los pantalones vaqueros. El aliento de Tim propulsó una ráfaga de migajas que recorrió unos cinco centímetros debajo de la mesa.
La mano de Debuffier asomó bajo el tablero nada menos que con un paquete de lápices. Luego se marchó a zancadas lentas por el pasillo apenas iluminado. Tim oyó que la enorme puerta del sótano se abría y luego se cerraba. El pestillo volvió a su lugar y los pasos de Debuffier descendiendo por la escalera se propagaron en una suerte de tremor silencioso por el suelo de la cocina hasta la mejilla de Tim.
Salió de debajo de la mesa justo en el momento en que Robert y Mitchell abandonaban el armario.
– Larguémonos -susurró Robert.
Antes de que Tim tuviera tiempo de darse la vuelta, el sonido volvió a atravesar los tablones del suelo como si de repente hubiera adquirido intensidad, como si hubiera sido liberado. Lo que oyeron fue un gemido, a todas luces humano, que resonó con la fuerza de un eco. Los tres se quedaron de una pieza en la cocina.
Tim tenía toda la intención de decir «Vamos allá»; ya casi había pronunciado esas dos palabras cuando se desvanecieron, y Robert y Mitchell formaron en línea a su espalda, en silencio, camino del interior de la casa.
Tim ya tenía a Donna preparada para cuando llegaron a la puerta, y la introdujo por la ranura inferior. Debuffier había cubierto el espejo por completo con una tela negra y se había atado un pañuelo blanco a la cabeza. Vestido sólo con un peto, estaba de espaldas a la puerta, levemente encorvado. Sus enormes hombros se estremecían levemente por causa de un movimiento que ellos no alcanzaban a ver. Roce. Pausa. Roce. Pausa.
Tim apenas había tenido tiempo de caer en la cuenta de que estaba afilando lápices cuando una diminuta voz humana resonó, por lo visto, como respuesta al leve roce.
– Dios, no. Dios, Dios, no.
Los tres hombres se quedaron rígidos, pero no había nadie más a la vista en la pequeña pantalla. Tim hizo virar el objetivo para que abarcase todo el sótano, pero estaba vacío salvo por los cuencos, los ladrillos y las plumas, algunas en el aire por efecto de los pasos de Debuffier. Permanecieron de puños y manos sobre la pantallita de televisión, tres ciegos en busca de una moneda.
El santero se volvió con el rostro surcado de líneas blancas. Mientras comprobaba la punta de un lapicero con la yema de uno de sus dedazos, se llegó hasta la nevera y abrió la puerta del congelador. La cabeza de una mujer, perfectamente enmarcada por la caja de aquél, miró la habitación con los ojos abiertos de par en par, igual que la boca, de la que brotaba un grito horrendo. Estaba viva. Tenía pegados a la frente mechones de pelo oscurecidos por el sudor y la cara salpicada de heridas abiertas. Debuffier le había encajado la cabeza a través de un agujero practicado en la partición entre la nevera y el congelador.
Debuffier cerró la puerta superior de golpe, amortiguando el grito desgarrador, y abrió la puerta de la nevera. El cuerpo de la mujer estaba hecho un guiñapo en la parte inferior del electrodoméstico, tembloroso y desnudo, y cubierto también de pequeñas heridas circulares. Desde los pies contraídos hasta la extensión abreviada del cuello, parecía estar suspendida en el mortecino brillo blanco de la luz de la nevera igual que una criatura primordial conservada en formol en el laboratorio de un científico.
El santero se inclinó y buscó la carne tierna de la clavícula con la punta afilada del lápiz. Al desplazar todo su peso, la mujer quedó oculta tras su corpachón y entonces la intensidad del grito se incrementó como si acabaran de hacer girar un trinquete, el sonido arrumbado, igual que la cabeza de la mujer, en el féretro de la oscuridad, disociado del cuerpo, del tormento infligido, del mundo.
Robert se puso en pie, tembloroso, sudoroso de los pies a la cabeza. Sacó el arma y apuntó hacia la cerradura. Antes de que Tim pudiera responder, Mitchell cogió a Robert por la muñeca y le dijo en un áspero susurro:
– No. Esa puerta no se atraviesa de un balazo.
Conforme Robert se encrespaba más, daba la impresión de que Mitchell iba recobrando la calma; casi dos décadas de experiencia en desactivación de explosivos eran un buen bagaje frente a la presencia activa del horror.
A Robert le caía el sudor por las sienes en gruesos goterones.
– No vamos a marcharnos de aquí.
– No -dijo Tim-. No vamos a marcharnos. -Se volvió y chasqueó los dedos, su voz un sonoro susurro que denotaba la urgencia del momento-. Entramos en acción en diez segundos, chicos. Vamos a centrarnos. Nueva táctica, nuevas prioridades. Yo llamo a emergencias. Reventamos la puerta. Neutralizamos a Debuffier, a ser posible sin matarlo. Nos hacemos con la víctima. Luego, si nos lo podemos permitir, nos planteamos nuestra situación.
Mitchell hurgó en la bolsa de detonación con la navaja ya preparada y un detonador eléctrico, que había aparecido como por arte de magia, sujeto entre los dientes para tener las manos libres. Sacó el explosivo plástico y desenrolló unas vueltas. Cortó un círculo de PETN con tanta rapidez como eficiencia, dejando en el explosivo un agujero que parecía hecho con un molde para galletitas.
Tim fue hasta la cocina a la carrera antes de conectar el móvil, para no interferir con los detonadores eléctricos de Mitchell. Puso el cuello de la camiseta encima del auricular y habló con voz rasposa:
– Tengo una emergencia médica en el catorce mil ciento treinta y dos de Lanyard Street. En el sótano. Repito: en el sótano. Hagan el favor de enviar una ambulancia de inmediato. -Colgó el teléfono, lo desconectó y enfiló el pasillo de nuevo.
Los gritos alcanzaron una intensidad asombrosamente aguda al tiempo que se tornaban finos y tenues como un hilillo de plata. Mitchell, impertérrito, humedeció con su aliento el reverso del explosivo y lo pegó a la puerta, encima de la cerradura.
– Ay, Dios, basta ya. Dios mío, basta.
Robert, con el rostro colorado de furia y agitación cambiaba el peso del cuerpo de un pie al otro en una extraña danza sobre ascuas, como si quisiera aliviar la quemazón de los gritos.
– Venga, venga, venga, venga -dijo.
Mitchell rasgó una tira de explosivo plástico y dejó caer en ella el detonador que tenía entre los dientes. Mientras Tim largaba los cables pasillo adelante, Mitchell acabó de preparar la lámina de explosivo en la que había embutido el detonador para luego pegarla a la puerta. Impulsados por los gritos, Robert y Mitchell doblaron la esquina siguiendo los pasos de Tim; Mitchell llevaba una batería de nueve voltios a la altura de la muñeca. Tim le pasó los cabos de los cables.
Robert respiraba muy hondo y tenía dilatadas las ventanas de la nariz.
– Hazlo ya, hazlo ya, hazlo ya.
Tim se vio obligado a dejarse de susurros para hacerse oír por encima de los gritos de la mujer.
– Vamos a ver. Tenemos que hacer esto bien. Yo voy a entrar en primer…
– Por favor. Por favor. Ay, Dios, por favor -suplicaba la mujer.
Robert cogió los cables a Mitchell y tocó con ellos la batería. Tim sólo tuvo tiempo para una reacción instintiva. Abrió la boca para que los pulmones pudieran aspirar y expulsar aire, previniendo así la posibilidad de que le estallasen por exceso de presión. La casa entera tembló por efecto de la explosión y se levantó una nube de polvo de las paredes. Robert ya se había abalanzado hacia la escalera pistola en mano.